Pedro Trigo SJ 10 de junio de 2017
En
estos días en nuestro país la situación está tan ideologizada, la versión a la
realidad tiende a ser tan lateral y tan mediatizada por cargas emocionales y
posturas tomadas, la polarización está tan introyectada, hay tales dosis de
compulsión y en campos tan diversos, que es muy difícil un uso analítico,
crítico y propositivo de la razón. Además, las protestas de los últimos meses,
muchas de ellas violentas y reprimidas con más violencia todavía, han sembrado
tales dosis de agresividad, impotencia, incertidumbre y miedo, que no pocos
empiezan a preguntarse con una tremenda angustia si no se estará agotando o se
habrá agotado ya el camino de la política y están temiendo que la confrontación
ocupe todo el horizonte.
Son
muchas las causas que han contribuido a generar estas vivencias atormentadas,
este quiebre de la cotidianidad, este vivir en trance; pero el hecho es que por
estas múltiples vías la subjetualidad se ve asaltada y está en gravísimo
peligro de menguar tanto que uno se reduzca en un mero miembro de conjuntos o a
un individuo que tiene que vérselas por sí mismo en esta lucha de todos contra
todos, o a una mezcla de ambas dimensiones: emplear la pertenencia a los
conjuntos para sacarles provecho.
La
ideologización y la polarización llevan a sustituir la realidad por los
estereotipos y a funcionar en base a ellos. En la medida en que uno se vaya
cuadrando con esas tomas de posición hasta convertirlas en el horizonte a cuya
luz se camina, y hay que advertir que la compulsión social empuja
perentoriamente en esa dirección, se inhabilita para ser sujeto. Podrá manejar
su discurso con soltura y sofisticación e incluso hacerlo con gran eficacia
persuasiva o disuasiva; pero será pura retórica, vacía de realidad. Y el sujeto
humano solo florece en la realidad, porque el ser humano es un animal de
realidades.
Además,
la bajísima producción y productividad, debida a que el Gobierno está en la
onda del control social y la imposición de un modelo fantasmagórico, en base a la
renta petrolera, con la consecuencia de que ni produce ni deja producir, le
añade otro ingrediente fundamental a la dificultad de constituirse en sujeto ya
que el trabajo productivo es un medio indispensable de subjetualidad humana,
porque el que produce bienes y servicios realmente útiles se produce también a
sí mismo como sujeto social creador y, al trasformar la realidad
humanizadoramente, adquiere una conciencia muy concreta de la realidad y de su
imbricación personal en ella.
Los
millones que cobran un sueldo del Estado sin producir se asumen por referencia
al Estado como clientes de él o como adherentes a su ideología. De ambos modos
no viven como sujetos, sino como destinatarios de la acción del Estado o como
adherentes o participantes del proceso.
A la
clase media y popular asalariada, que ven cómo se desploma su poder adquisitivo
y no les llega para vivir, se les hace muy cuesta arriba luchar sin cuartel por
seguir viviendo humanamente, teniendo que gastar todas las fuerzas en el empeño
con un resultado muy magro, mientras ven que otros saltan a la opulencia
fraudulentamente solo por ocupar un puesto en el Gobierno. La tentación es
vivir maldiciendo del fetiche que les roba la posibilidad de vida. Si caen en
ella, dejan de ser sujetos humanos.
En una
situación así es muy difícil no cuadrarse con el Estado o la oposición o, si
alguien rechaza ambas opciones, no convertirse en un lobo solitario que trata
de hacerse su vida por sí y para sí, absolutizando ese propósito y no mirando
más allá de sus intereses, sin reparar en daños colaterales.
De
ambos modos, tanto si se asume como miembro de conjuntos, como si se concibe
como un mero individuo, como si simultanea las dos opciones para optimizar el
propio provecho, uno deja de asumirse como una persona humana que reconoce la
dignidad absoluta de los otros y así asume la suya propia.
La
personalización del sujeto entraña la afirmación de los demás
Porque
no es posible asumirse como persona, sin asumir la condición personal y, por
tanto, inviolable, de los demás. Si no asumo la de todos y expresamente la de
los pobres y la de los distintos y, sobre todo, la de los enemigos, me defino
por mi particularidad, por mi idiosincrasia o como miembro de los conjuntos que
me posibilitan y limitan, pero no como ser humano. El camino del reconocimiento
de la propia dignidad pasa inexorablemente por el reconocimiento de la de los
demás, con las especificaciones que hemos resaltado.
Esta
dirección vital despersonalizadora puede llegar a tanto que ya no se perciba la
negación práctica que uno hace de su condición de persona porque implícitamente
se ha asumido que ser persona es ser de ese bando y de esa condición. Llegados
a este punto, no se capta que se violan derechos humanos cuando no se les
reconocen a otro que no es de los míos, sea de mi clase, sea de mi afiliación,
sea de mi condición. Se violan impunemente, sin ningún remordimiento de
conciencia ni sanción social.
Por
eso es fundamental hacerse cargo del problema que plantea esta situación con la
mayor concreción posible, de manera que lo vea pormenorizadamente en la
realidad para que, después de haber internalizado con la mayor claridad posible
el panorama que, me guste o no, es mi horizonte vital, capte en qué medida
estoy implicado en esta trama perversa y en qué aspectos, aunque no estoy
implicado, me siento más tentado por la situación y en cuáles tengo más
propensión por mi idiosincrasia a entrar por ese camino.
Llegados
a este punto se vuelve perentoria la tarea de liberar mi voluntad de manera que
no responda automáticamente a esos estímulos ambientales, no pocas veces
interiorizados. Hay que hacer un trabajo constante para obrar no desde ese
nivel de mi realidad, que por más que lo haya absolutizado es un aspecto
particular, sino desde lo más genuino de uno mismo que es nuestra condición de
hijos de Dios en su Hijo Jesús y, consiguientemente, desde nuestra condición de
hermanos de todos, privilegiando a los pobres y sin excluir a los enemigos, y
más en general a los excluidores. Tenemos que tener presente que la única
manera de liberar nuestra libertad es actuar desde esa condición de hijos y
hermanos. En la medida en que lo hagamos iremos adquiriendo consistencia,
densidad humana, para obrar no desde los estímulos ambientales o desde nuestra
pasión dominante, sino desde nosotros mismos, desde este núcleo sagrado e
inviolable que nos liga a los demás, que es el núcleo personal.
Somos
agentes personalizadores en la medida en que seamos pacientes
Lo que
venimos diciendo es que quienes configuramos la red social de la Iglesia no
somos ante todo agentes sociales y pastorales, es decir, que trabajamos con los
demás como una expresión cabal de nuestra condición cristiana, como un
ejercicio primario de la caridad. Lo que venimos diciendo es que como red
social de la Iglesia somos ante todo pacientes pastorales y que solo en la
medida en que lo vayamos siendo y en que logremos, por tanto, esta
transformación interior que libere nuestra libertad y nos dé la densidad que
necesitamos, podremos configurarnos como agentes o, para decirlo más
cabalmente, podremos ayudar a los demás.
Nosotros
no somos extraterrestres que incidimos en esta situación como ángeles del
cielo. Como dijo Isaías cuando lo llamó Yahvéh, somos gente de labios impuros
que habitamos en un pueblo de labios impuros. Isaías tuvo que comenzar por un
doloroso proceso de purificación interior. Eso es lo que estoy diciendo. Pero
con la diferencia de que si es verdad que, en todo caso, es imprescindible la
purificación interior, en nuestro caso, como hemos mostrado, la liberación de
la libertad y la consistencia interna no se obtendrán sin esta afirmación
concreta de los otros, especialmente de los pobres y sin excluir a los
enemigos, a los que nos están excluyendo.
Las
relaciones personalizadoras no homogeneizan ni funden; diferencian y unen
Un
brevísimo excuso para fundamentar trinitariamente lo que acabamos de decir: las
personas divinas se llaman tales por sus relaciones, es decir, no es que exista
el Padre, el Hijo y el Espíritu y se relacionen: eso sería triteísmo. Es la
relación la que, a la vez, o sea, sin proceso ni menos aún, tiempo, pone la
diferencia y la mantiene unida.
Por
tanto, es el reconocimiento de todos los seres humanos en cuanto humanos y el
ejercicio concreto de la respectividad positiva con ellos lo que nos constituye
en humanos. Si no aceptamos esa respectividad constituyente nos asumimos
meramente como individuos. Si aceptamos la respectividad únicamente con los
nuestros, de cualquier manera que los definamos, nos asumimos como meros
miembros de conjuntos. Solo nos asumimos como personas humanas en cuanto
ejercitemos esa respectividad en la que con-sistimos, es decir, en
la que existimos en este mundo juntamente con los demás. Y complementariamente
ese ejercicio de la respectividad, en que consiste el con-sistir nos da
consistencia, nos densifica, nos hace de suyo.
Pretender
ser de suyo sin esas relaciones, o sea, autárquicamente, no
puede llevar a un de suyo personal, sino a absolutizar un
elemento de nuestro yo, aislándolo de la trama en la que cobra sentido y
poniendo todo nuestro ser en función de él. Con ello se logra una unificación
interior despersonalizada que puede alcanzar un gran poder de irradiación, que
puede constituirse en lo que se llama una gran personalidad pero que ni es
personal ni puede personalizar, sino que, por el contrario, despersonaliza al
propio sujeto y a quien se deja absorber por su radio de influencia.
El
costo de vivir como hijos y hermanos
Ahora
bien, en una situación como la que hemos descrito, ejercitar esas relaciones de
filiación y fraternidad tiene un costo elevadísimo. Ante todo, la incomodidad
constante de desmarcarse de lo que se dice y hace, de lo que se valora y de lo
que se sanciona. Moverse a otro nivel, al nivel de la aceptación positiva de
todos y de querer el bien de todos, crea la sospecha de la deslealtad, de que
esa persona no es de los nuestros; más todavía, de que no quiere ser como
nosotros y de que esa decisión supone el juicio implícito de que no es bueno
ser así, como se es, como son los configurados por el ambiente establecido. En
el mejor de los casos esa persona será vista con ambivalencia: por un lado, si
esa persona se da mucha maña en que su ser hermano pueda ser percibido por los
demás, ellos verán con agrado esa respectividad positiva que además es
gratuita; pero, por otro, ella precisamente pondrá en evidencia la resistencia
que tienen los otros a la fraternidad, es decir, ellos sentirán ese malestar y
tenderán a descargarlo en quien lo causa, aunque no lo haga intencionalmente
sino que les exprese, por el contrario, su benevolencia.
La
persona tiene que estar muy ganada para la filiación y fraternidad para
soportar esa incomodidad e incluso esa hostilidad, es decir, para que ya que le
afecta no le influya, sino que lo mueva a afincarse más en la filiación y
fraternidad.
Relacionarse
con las personas divinas ayuda a hacerlo con las humanas
En
general podemos decir que se requiere un ejercicio muy asiduo de filiación para
ejercitar en esta situación la fraternidad y más para ejercitarla no como
práctica virtuosa, sino como ejercicio genuino de fraternidad, es decir, con
alegría. Para nosotros, como para Jesús, ser hermanos es una consecuencia de
ser hijos de Dios; por tanto, cuanto más cultivemos la relación con el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, más hermanos seremos de los demás desde el
privilegio de los pobres y sin excluir a los enemigos. Ahora bien, la relación
tiene que ser precisamente con el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo
porque otros dioses que se cultivan en el cristianismo actual no mueven a la
fraternidad, sino a juzgar a los demás y a excluir a los tenidos como pecadores
y a encerrarse narcisísticamente en su virtud.
Más
aún, ordinariamente, quien quiera vivir como hermano de todos también
necesitará pertenecer a colectivos constituidos en base a esta filiación y
fraternidad de los hijos de Dios, para que el ejercicio gozoso de ese
reconocimiento mutuo entre los hermanos en Cristo fortalezca la determinación
de vivir la fraternidad en el ambiente más amorfo e incluso hostil de esta
sociedad en esta hora.
Pero
lo mismo que dijimos respecto de Dios lo decimos ahora respecto de los
colectivos autodenominados cristianos, porque no pocos de ellos se configuran
en base a códigos sacralizados y, por tanto, a espíritu de cuerpo que excluye,
y no en base al cultivo de la fraternidad evangélica que es siempre abierta.
Solo la pertenencia a esos últimos es una palanca poderosa para vivir como
hermano de todos.
Y,
sobre todo, tendrá que ejercitar constantemente la respectividad fraterna y
discipular con Jesús de Nazaret. Él es el Hijo único y eterno de Dios y, al
hacerse Hermano nuestro, las criaturas de Dios que nos llamamos tales porque el
Creador nos da nuestro ser, llegamos a ser sus hijos porque nos da su mismo ser
de Padre y así los pertenecientes a la misma humanidad podemos llegar a
asumirnos como verdaderos hermanos, en el Hermano universal.
Porque
la paradoja humana consiste en que lo que personaliza al ser humano es un mero
don, totalmente fuera del alcance de las posibilidades inmanentes de los seres
humanos. Es decir que, de hecho, en nuestra existencia histórica, la única
real, hemos sido creados para un fin que nos excede absolutamente. Por eso la
iniciativa la tiene Dios que nos envió a su Hijo único y eterno para que se
hiciera nuestro Hermano y en la Pascua derramó al Espíritu de su Hijo sobre
toda carne para que nos posibilitara vivir como hijos en el Hijo y, por tanto,
como hermanos de todos en el Hermano universal. Es decir que, en definitiva,
todos podemos vivir como hijos y hermanos, que es el modo concreto y real de
ser personas y así llegar a constituirnos en de suyo.
Así
pues, el ejercicio de la fraternidad concreta hacia amigos y enemigos,
privilegiando a los pobres, es la victoria sobre las actitudes y posiciones
ambientales, tanto de la polarización como del individualismo, como del
arribismo, como del sectarismo, que equivale a decir la libertad respecto de
ellas, que pueden llegar a afectarnos, pero sin influirnos.
Las
relaciones humanizadoras en la cotidianidad son decisivas
Esta
fraternidad concreta ha de llevarse a cabo, sobre todo, en la cotidianidad. Sin
ese entrenamiento, sin ese caldo de cultivo habitual, no se dará tampoco en
coyunturas en las que están en juego aspectos muy sensibles de la existencia.
La humanidad de cada quien y, por tanto, la paz interior y la paz social se
ganan en la cotidianidad. Esto es lo más decisivo. No podemos soñar en grandes
metas si descuidamos la vivencia cotidiana en la que, de hecho, vamos
edificándonos como personas (como hijos y hermanos) o despersonalizándonos.
Por
eso para el encuentro de constructores de paz he propuesto durante varios años
una investigación sobre el cultivo de la paz en la cotidianidad, que
consistiría no solo en hacer una radiografía de cómo anda la paz en nuestra
vida cotidiana como individuos y en la vida cotidiana de cada una de nuestras
organizaciones, sino sobre todo en identificar los factores positivos en cada
uno de nuestros ambientes específicos para que, apoyándonos en ellos y
cultivándolos más todavía, podamos disminuir las negatividades y desterrar lo
incompatible con la paz.
Tareas
para cualificar la cotidianidad y transformarla superadoramente
Desde
ese cultivo de la fraternidad en la cotidianidad viene la propuesta de tareas
concretas en áreas específicas, que la ejerciten de modo situado, tanto para
cualificar la vida cotidiana como para introducir en ella transformaciones
superadoras de negatividades y potenciadoras de positividades. Ante todo
tenemos que examinar lo que hacemos en esta dirección en cada una de las
organizaciones que componen la red.
La
pregunta es si en ellas actuamos como meros agentes o personalmente. Es una
pregunta decisiva. Y es imprescindible hacérsela porque la Ilustración concibe
la actuación en cuanto agentes, una actuación que no compromete la vida privada
ya que acontece a nivel profesional. Esa actuación puede ser muy meritoria y
eficaz, pero no humaniza porque es unidireccional y vertical y no horizontal y
mutua. Y no puede hacerse recíproca porque se limita a la transmisión de bienes
civilizatorios que el ilustrado posee y el otro no. Es la relación de un médico
con un paciente o de un profesor con un alumno o, más en general, de un
promotor con un promovido, cuando los papeles están absolutizados. Es una
relación altruista, no una relación fraterna que solo se da cuando acontece
entre esa persona que es promotora y la otra que es promovida, en la que lo
absoluto es la condición de persona de ambos y lo relativo sus respectivos
papeles.
Ordinariamente
está tan connaturalizada la relación ilustrada que no es nada fácil
desestructurar la relación para reestructurarla desde la primacía personal.
Incluso a veces se ve como una amenaza para el funcionamiento expedito de la
institución y, en definitiva, para la institución misma. Esto vale también para
la institución eclesiástica en la que tienen que privar las relaciones
horizontales y mutuas de condiscípulos, tanto que ellas tienen que modular el
modo de comportarse los agentes pastorales.
La
humanización de lo político y lo económico es punto de llegada
Solo
si se avanza significativamente en este tipo de relaciones personalizadoras en
la cotidianidad y en el modo de llevar a cabo esas tareas concretas y
específicas, puede llegar a incidirse humanizadoramente en los campos mucho más
endurecidos de la economía y la política. No pueden abandonarse esos ámbitos
tan decisivos pero, si se les entra directamente, sin ese trabajo previo,
ordinariamente se obtiene más de lo mismo y no cambios superadores.
Pero
esto no le toca a la red social de la Iglesia, aunque sí a sus participantes en
cuanto ciudadanos y más concretamente en cuanto cristianos que son ciudadanos.
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