Por Héctor Silva Michelena
Si errar es de humano,
rectificar es de valientes. Estos no significa traicionar las ideas y
convicciones que uno habría sostenido durante un tiempo, corto, mediano o
largo. El mundo es cambiante y, mucho más, las personas inteligentes que saben
interpretar la dirección de los cambios. Lo que era verdad en un tiempo y lugar
determinados, deja de serlo en un contexto radicalmente distinto. Reconocer
esto y a rehacer el camino, es esencial a esa virtud que llamamos honestidad.
Contrariamente, aferrase a ideologías caducas y a procederes malsanos, no solo
conduce al error sino que se cae en el fango del mal. Cuando se trata del
máximo gobernante de una nación, la situación llega a lo peor de la especie
humana.
En una sociedad democrática,
más aún si es republicana, la calidad de sus instituciones es fundamental.
Estas tienen por funciones dar pautas a los ciudadanos y otorgarles seguridad.
Sin instituciones transparentes, sólidas y apegadas a la ética no hay sociedad
que se mueva ordenadamente; solo estaríamos ante un conglomerado que, al no
tener claras sus pautas, o verlas violadas por las máximas autoridades,
entraría en un caos completo, en un desorden letal, que llamamos anomia. Por
eso existen los grandes pactos sociales, o contratos sociales que, en los
tiempos modernos, se los da el soberano, que ya no es un monarca absoluto, ni
un rey divino, sino un gobernante que jura cumplir y hacer cumplir el máximo
pacto social que puedan darse las sociedades organizadas: la Constitución.
Si se trata de una democracia
republicana, el soberano es, intransferiblemente, el pueblo, que no puede ser
burlado por nadie, y mucho menos por quien ha jurado cumplir con la carta
magna. Ese gobernante puede tener legitimidad de origen, mediante el sufragio
universal popular, pero también, y esto es determinante, la legitimidad debe
ser de desempeño. Si se desvía permanentemente de la ruta constitucional, con
los fines que sean o digan, quedan incursos en un grave delito: la violación o
ruptura del orden constitucional que el soberano –el pueblo– se dio. Por eso,
ese gobernante puede ser destituido y sometido a juicio, según lo pautado en la
carta magna y las leyes. Este es, rotunda y evidentemente, el caso de Nicolás
Maduro. Este gobernante, al hacerlo al margen de la ley, incurre en grave
delito, no solo por mal gobierno, sino por traicionar el soberano contrato
social que el pueblo se dio.
Esto es, sencillamente, lo que
constató, tal vez tardíamente, la fiscal Luisa Ortega Díaz. Pero más vale tarde
que nunca. La fiscal, con un notable coraje y una seguridad que da la razón
suprema del amor a una nación, la defensa y hacer valer la Constitución, se ha
enfrentado con rectitud a la agresión y aberración de un TSJ espurio y sumiso
al Ejecutivo, y a otros poderes extranjeros, los del castro-comunismo
chupasangre y dictatorial.
El día 4 de julio, fecha
fijada para el antejuicio de mérito por el bochornoso TSJ, Luisa Ortega Díaz ha
dado una demostración concluyente de civismo, y eso significa, léase bien, de
celo por las instituciones e intereses de la patria. Por cumplir sus funciones,
prescritas en la Constitución, ha recibido los insultos de un dictadorzuelo.
Refiriéndose a la fiscal, y su firme rechazo a ir a “convalidar un circo que
teñirá nuestra historia con vergüenza y dolor, y cuya decisión está
cantada", y luego agregar, con conocimiento de causa: “Es claro que el TSJ
perpetrará una nueva violación de nuestra Constitución para anular a la última
institución capaz de defender a las personas y manifestantes”, el cobarde
Maduro ladró: “Me dan asco los traidores y traidoras, que pretendan hablar en
nombre del comandante Chávez y salgan a apoyar a los violentos”. Días antes,
irresponsable y criminalmente, Maduro advirtió de que si se destruye la
revolución bolivariana "iría a las armas", y que "lo que no se
pudo lograr con los votos lo haríamos con las armas". En este discurso se
delata a sí mismo como un tiranuelo que solo sabe apelar a las armas, gases
tóxicos, cárceles y muerte. La fiscal se lo dijo muy claro a esos llamados
magistrados, a quienes no reconoce como tales: “No los reconozco, con este acto
quedará abierto el camino para aniquilar con vías violentas el descontento
popular”.
La fiscal fue acusada por un
hombre sin probidad, Pedro Carreño, después de que rechazó a una asamblea
constituyente convocada por Maduro, a la que también se oponen la oposición y
el pueblo en la calle. En el clímax de la abyección, Carreño pidió al TSJ
evaluar la salud "mental" de Ortega y, a solicitud suya, el máximo
tribunal le impuso prohibición de salida del país y congeló sus cuentas y
bienes. Eso es lo que hacían los criminales de la KGB soviética, acusar de
“locos” a los disidentes. Y luego al gulag, y a la tumba. "Me acusan de
atacar las decisiones del presidente de llamar a una constituyente. Sí, lo hice
y lo seguiré haciendo porque esa convocatoria viola la Constitución",
reafirmó la honorable fiscal. Desafiando al gobierno, ella emprendió una
batalla contra esa constituyente, por considerar que violenta la democracia y
destruye el legado del fallecido presidente Hugo Chávez.
Aclaro que nunca voté por
Chávez, y le hice oposición, donde me era posible, desde aquel oscuro 4 de
febrero de 1992, cuando un grupo de militares ejecutó un intento de golpe de
Estado en Venezuela contra el entonces presidente constitucional Carlos Andrés
Pérez. Aclaro que nunca voté por Pérez o AD o Copei. No pertenecí nunca a la IV
república, ni mucho menos a la llamada V república. Pero me complacen acciones
como la de Luisa Ortega Díaz, la fiscal.
Todo este episodio grotesco
pasará a integrar una podrida página de nuestra historia, digna de ser
incluida, si el espíritu inmenso de Jorge Luis Borges no se retuerce en su
lecho final, en su Historia universal de la infamia, codo a codo con el
atroz redentor Lazarus Morel, traficante y asesino de negros. Su gran negocio.
08-07-17
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