FERNANDO YURMAN 09 de agosto de 2017
Suceden
tiempos nuevos difíciles de descifrar, muestran un retroceso de la atmósfera
democrática en todos los centros neurálgicos del planeta. Todo confirma que la
democracia no es solo una postura formal de las leyes, sino un delicado talante
de la vida social. Se registra un ánimo sordo e inclemente de sometimiento,
urgencia y abuso, que unifica los acontecimientos. El creciente autoritarismo
del gobierno polaco, la voluntad fascista del húngaro, los arrestos
nacionalistas de los ingleses, el teatral pero sangriento caudillismo islámico
de Erdogan, y el incesante ordenamiento represivo y feudal de Putin, potencian
mutuamente los ecos autocráticos de Europa. Muchos de ellos tienen un pasado
histórico que los tienta, el zarismo anterior a octubre, la corte previa a los
jóvenes turcos de Ataturk, el oscurantismo nacional polaco, el fascismo nunca
olvidado de Horthy. Quizás el ejemplo más triste de esa defección ética sea
Donald Trump. El respeto institucional, que fue matriz de la sociedad
norteamericana, y que Lincoln mantuvo incluso en plena Guerra de Secesión, es
vulnerado hoy sin escrúpulos. Estas coincidencias no son casuales, exceden la
anécdota política, indican el horizonte de valores que nos acompaña.
Venezuela
es sintomática de Sudamérica, la soberbia criminal de Nicolás Maduro parece
cebarse del mismo ambiente permisivo, y la magnitud del affaire Odebrecht
alerta la septicemia de corrupción. Pocos estados se salvan de esta nueva Edad
Media. En el democrático Israel, el largo desempeño de un Primer Ministro, de
dudosa eficacia para todo lo que no sea perpetuarse en el sillón, también
integra esa oleada mundial de populismo autoritario y oportunista. Las fuertes
reservas democráticas de la sociedad israelí se desgastan en los codazos del
embate político y religioso.
Muchos
discursos actuales, secos de ideas, se precipitan en la vulgaridad o en un relativismo
moral obsceno. El lucido Dr Johnson, según cuenta James Bosswell, había
observado que los buenos modales y la gentileza también eran una forma de la
moral. Esa condición se multiplica en la política, dado el carácter preventivo,
casi pedagógico, de todo discurso público. Los efectos futuros de algunos
vómitos verbales de Trump contra sus adversarios son hoy desconocidos, pero
hacen recordar con desazón el destino histórico de aquel discurso que llamaba
“criaturas” o “plagas” a los judíos. El primer envilecimiento es siempre del
lenguaje, pero no el último. Chávez hablaba de “Refritar la cabeza de sus
enemigos”, a los que llamaba “escuálidos”. Su hijo político los convirtió por
hambre en verdaderos escuálidos, y luego los refritó en las calles.
Es una
notable paradoja que sea Alemania, que tiene en su memoria el crimen más
ominoso del siglo XX, quien sostenga hoy el aliento pluralista y receptivo de
Europa. Señala quizás una lección: la pesada herencia de redención que deja la
ligereza ética en los pueblos. Cuando Benjamín Netanyahu viajó años atrás a
Berlín, sostuvo con frescura que Hitler no era en realidad tan antisemita, y
que el Mufti de Jerusalén era la verdadera raíz antisemita de entonces. La
cuidadosa Merkel no aceptó esa afirmación de revisionismo histórico
improvisado. Lo tremendo es que la haya hecho un ministro israelí y desconozca
que los símbolos del mal son tan intocables como los del bien, y que disminuir
la malignidad de Hitler no es inocuo para ningún judío. Supone representar el mundo
judío con mucha convicción pero ningún fundamento. Una cosa es que la airosa
“jutzpá” israelí sustituya la legendaria prudencia judía, otra es que sea la
mera ignorancia.
Las
recientes medidas del rabinato religioso israelí para mantener su control, es
también un eco vibrante de la corriente antidemocrática. Religiosos o laicos,
los judíos nunca precisaron empujar el pensamiento más allá de su frente para
ser judíos. La identidad no es una voluntad excepto para el fascismo;
naturalmente es un resultado, una consecuencia histórica, por eso su vigor. El
pueblo judío no tuvo durante milenios una autoridad política centralizada, ni
tampoco un Papa, y esa dispersión unificó su paradójico destino. La deliberada
intemporalidad perduró y atravesó la historia: su fragilidad tenía la fuerza de
un diamante. Como ocurre con algunos pájaros, la identidad cuando se aprisiona
muere. Ahora la autoridad religiosa, usando las supersticiones más elementales,
procura otorgar legitimidad a los judíos y dictaminar su ser. Este dominio,
aparte de errado, es siempre vecino a la corrupción. En la diáspora jamás se
dio el caso de reelegir un rabino o funcionario que haya estado preso por corrupción
o transgresiones peores, pero esos casos ensombrecen muchas devociones en
Israel. Caudillos religiosos con conducta delictiva, o declaraciones
restrictivas brutales, son aceptados por estos contubernios religiosos sin
filtro y de gran poder político. Sus efectos pueden ser mayores que el simple
oprobio. El fervor antidemocrático, aunque se sostenga en pasiones
minoritarias, no es inocuo para el destino social, y menos en un país de vasto
pasado mítico pero de reciente memoria “real”. Cabe recordar que se fundó y
sostuvo sobre una delicada pasión ética, para no ser mera “leyenda” litúrgica,
y la degradación afecta más que a otros estados sin fundamento.
El
padre, el amo y la cultura política
El
síntoma característico que ilustra estas tendencias regresivas es el ataque a
la división de poderes que había postulado Montesquieu. La intolerancia a la
diferencia, la rigidez excluyente y antidemocrática, procura disolver esa
distribución del poder que lo balancea y equilibra. Los argumentos opuestos a
Montesquieu heredan siempre las razones de Carl Schmitt, que depositaba la
norma en el caudillo. La misma que convertía en enemigos los adversarios
políticos. Es curioso que el caudillismo, un carácter distintivo
latinoamericano, se revele hoy como una malsana condición universal, dispuesta
a emerger en todas las sociedades. Un amo que concentre la decisión parece el
fundamento arcaico de esa tendencia que erosiona el progreso.
Los
pueblos, en verticalidad con el líder que los constituye, son fundamentalmente
imaginarios, su temporalidad es mítica. Se advierte que solamente las
instituciones alcanzan solidas funciones simbólicas (aunque guarden atavismos
míticos). El pasaje del caudillo inicial al gobierno o parlamento no sucede en
una sola generación. Foucault describe una transformación del poder de tres
siglos, desde El Príncipe de Maquiavelo, en el siglo XVI, a la constitución del
gobierno parlamentario y las instituciones del Estado en el siglo XVIII. Ese
cambio lo advertimos en la evolución psicológica de una misma persona en el
tercio de una sola generación. Todo adolescente normal guarda internamente el
poder del padre cuando está en una cadena generacional, pero luego se desprende
y lo simboliza. Las entidades colectivas no “crecen” igual. Quizás puedan saltarse
etapas como en la China actual, o detenerse siglos en la autoridad religiosa
como en el Oriente Medio, pero su ritmo no se asimila a la evolución del
vínculo de lo imaginario con lo simbólico como lo registra el individuo. La
subjetividad social y la individual cortan de la misma tela, pero tienen moldes
distintos. El traslado del modelo simbólico individual permite una sugerente
ilustración metafórica como en las figuras “América grande”, “infancia de la
cultura”, “el verdadero Israel” , “crepúsculo de la civilización” o “joven
Italia”, pero poca precisión para contemplar los procesos sociales reales.
Durante
largo tiempo la función del padre fue cambiando, distribuyendo su poder en la
cultura. El amo original se dispersó en pediatras, maestros, funcionarios, y
todas las autoridades que con la marcha civilizatoria mostraban que la historia
no es en fila india, que los coetáneos también nos forman, y tanto como los
orígenes. No obstante, el anhelo del amo todopoderoso, retorna en muchísimas
patologías y conductas tiránicas familiares. Lo extraño es que ahora sea
también una tendencia general de la cultura política, como si hubiera ocurrido
un derrumbe cívico general que no pudimos advertir.
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