MOISÉS NAÍM / ANDREW WEISS 09 de septiembre de 2017
Una
operación violenta para reprimir a los ciudadanos que se manifiestan contra un
presidente autocrático deja decenas de muertos. La represión empuja a más gente
a la calle, lo cual desencadena una espiral de violencia y una acuciante crisis
humanitaria. Un presidente de Estados Unidos afirma rotundamente que el brutal
dictador debe irse. La Unión Europea está de acuerdo, pero ninguna gran
potencia tiene ganas de llevar a cabo una intervención militar directa. De
pronto, como si surgiera de la nada, Vladímir Putin coloca a Rusia en medio de
la crisis y garantiza la permanencia del dictador en el poder. El presidente
estadounidense queda en ridículo por su ineficacia.
Por
desgracia para el presidente Trump, esta situación, que ocurrió con Siria, está
repitiéndose ahora con Venezuela.
A
pesar de sus palabras beligerantes y sus nuevas sanciones contra Nicolás
Maduro, el gobierno de Trump ha guardado un curioso silencio sobre el papel de
Rusia, tal vez porque prefiere no llamar la atención sobre el hecho de que
Moscú se ha convertido en el prestamista de último recurso del país
latinoamericano en plena bancarrota.
A
primera vista, puede parece extraño que Rusia intervenga en un país tan alejado
de sus fronteras y que da la impresión de estar precipitándose hacia la ruina
total. Pero los lazos de amistad entre Rusia y Venezuela vienen de atrás, del
primer viaje del difunto presidente Hugo Chávez a Moscú en mayo de 2001.
Después regresó 10 veces, antes de morir de cáncer en 2013. En ese periodo,
Venezuela llegó a ser uno de los mejores clientes mundiales de la industria
armamentística rusa. Entre 2001 y 2011, le compró armas por valor de 11.000
millones de dólares.
A
medida que empeoraba su situación económica, la compra de armas disminuyó de
volumen y los intercambios comerciales pasaron a centrarse de las armas a la
energía. Al principio, los contratos estaban garantizados, en su mayoría, por
las ventas de petróleo venezolano. Pero los acuerdos comerciales fueron
volviéndose más complejos cuando los rusos empezaron a exigir más activos
materiales como garantía. Caracas accedió, y las empresas rusas a través de las
que se realizaban los contratos obtuvieron acciones de las compañías
petrolíferas e incluso el derecho a explotar yacimientos enteros en Venezuela.
Si
bien la relación entre Rusia y Venezuela ha sido siempre esencialmente
económica, la política, tanto nacional como internacional, nunca ha estado
lejos. La decisión del gobierno venezolano de neutralizar a la Asamblea
Nacional democráticamente elegida, que desató una escalada de las protestas
callejeras de la oposición en los últimos meses, se debió precisamente a la
necesidad de obtener un préstamo de Rusia.
La
Asamblea Nacional es la única palanca de poder que no controla Maduro. La ley
establece que todos los créditos internacionales y todas las ventas de los
activos nacionales deben someterse a su aprobación. Los líderes opositores que
están al frente de la Asamblea son totalmente contrarios a los acuerdos que
estaba ofreciendo el gobierno a empresas extranjeras, en particular a Rosneft,
el gigante energético ruso propiedad del Estado. El gobierno, muy necesitado de
dinero, decidió eludir el trámite e hizo que el Tribunal Supremo, un órgano que
sí controla, emitiera un fallo por el que se hacía con la autoridad de la
Asamblea Nacional, incluida la potestad de aprobar las nuevas transferencias de
activos a entidades rusas.
Hoy,
el gobierno de Maduro está haciendo todo lo que puede para pagar los 5.000
millones de dólares de deuda exterior que vencen en los próximos 12 meses. Con
las sanciones recién anunciadas por Estados Unidos, la empresa nacional de
petróleos, PDVSA, principal fuente de divisas, ha perdido la capacidad de pedir
préstamos a los bancos estadounidenses o europeos para poder pagar o
refinanciar la mayor parte de esa deuda.
En
esas circunstancias, resulta especialmente importante que Rosneft prestara a
PDVSA en abril más de mil millones de dólares; en total, los préstamos y
créditos concedidos por Rusia a Venezuela en los últimos años ascienden a más
de 5.000 millones de dólares.
Además,
Moscú ha ofrecido apoyo político. El ruso fue uno de los pocos gobiernos
extranjeros que aprobó la reciente disolución de la Asamblea Nacional, y los
máximos diplomáticos rusos, como el ministro de Exteriores, Serguei Lavrov,
acusan de forma habitual a Estados Unidos de ser la mano oculta que alimenta la
crisis venezolana. Sin embargo, la ayuda del Kremlin no es barata. Según se
dice, PDVSA está en negociaciones para vender a Rosneft acciones en otros
lucrativos proyectos de gas y petróleo a un precio muy bajo. Y Rosneft ha
arrebatado a la petrolera venezolana la rentable tarea de comercializar el
crudo entre sus clientes de Estados Unidos, Asia y otros lugares.
Después
de los éxitos logrados por Putin en sus hazañas de aventurerismo geopolítico,
la gran pregunta es si está pensando en intervenir también en Venezuela. Como
inveterado oportunista que es, tiene que ser consciente de que las palabras
recientes de Donald Trump sobre las posibles opciones militares para resolver
la crisis venezolana no eran más que vanas amenazas. En las agitadas calles de
Caracas, también está cada vez más claro que el régimen controla la situación y
que no parece que vaya a caer a corto plazo.
Lo que
no sabemos es si el Kremlin podrá permitirse los costes económicos y políticos
de mantener a Maduro en el poder. Pero nos sorprendería que Putin deje pasar la
oportunidad de ejercer su influencia en el patio trasero de Estados Unidos y,
de paso, conseguir buenas fuentes de ingresos. En Siria, Putin dio la vuelta a
una guerra civil caótica e impidió que Estados Unidos lograra su objetivo de
cambiar el régimen.
Tal
vez dejar al descubierto la vaciedad de la pomposa política exterior del
gobierno de Trump en Venezuela sea, por sí solo, suficiente recompensa.
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