Loris Zanatta 10 de septiembre de 2017
No
está lleno, el vuelo a Caracas, pero casi. Cuesta creerlo: ¿quién viaja allí en
estos tiempos? Un montón de chinos. Todos varones. Qué estúpido no haberlo
pensado: Beijing está comprando Venezuela. Sin su crédito, Nicolás Maduro ya
habría declarado bancarrota. Pero nada es gratis: ¡chau, soberanía!
En
Maiquetía se respira el Caribe. Al menos eso: de aire acondicionado ni hablar.
Es sofocante, pero la fiesta comienza: primero en distribución de la riqueza,
anuncia un panel gigante. ¡Qué raro!: casi no hay aviones en el aeropuerto. Era
un centro neurálgico. ¿Qué pasó? Pero hay muchos militares, aburridos y torvos.
Dan miedo.
Soy
invitado y quiero tener algo en el bolsillo. La chica del cambio me mira
incrédula. Así es que mi billete de cincuenta euros ingresa a la historia: lo
fotocopia y me pide certificar la tontería con huellas dactilares. A cambio,
consigo treinta y dos billetes, una libra de papel: afuera me habrían dado seis
veces más. La mayoría son de 100 bolívares. Valen cinco centavos de euro cada
uno. No sirven para nada, pero son los más difundidos.
Salgo
en busca de la igualdad de la que el gobierno se jacta. Voy acompañado porque
Caracas es peligrosa. Mucho. No confío del todo en las estadísticas: un día leí
que Argentina tenía menos pobres que Alemania. A primera vista, nada nuevo: al
Oeste, los ranchos de siempre, luego Catia, donde nadie se detiene en el
semáforo en rojo y la gente deshace las bolsas de basura en busca de comida.
Más que de veinte años de socialismo y petróleo a las estrellas, esta ciudad
parece salir de un bombardeo. Al Este estaba la Caracas “bien” y allí
permanece, con sus hermosos jardines y sus tiendas. Pero hay algo que no me
convence. Lo entiendo hablando con los clientes de un panadero del Chacao, de
una frutería de Altamira, paseando entre estantes casi vacíos: hay bronca,
humillación, desamparo.
La
vieja oligarquía hace las maletas, la clase media ha perdido todo. Pero
entonces es cierto: ¡aquí está la igualdad! Los pobres siguen siéndolo, pero al
menos ahora lo son todos. Hugo Chávez revirtió el aforismo de Olof Palme: ha
odiado a los ricos más que amado a los pobres, y ahora la pobreza reina
soberana. Soberana pero no pacífica: el volcán murmura, la tensión es palpable.
Ver para creer: salgo al Petare. He visto muchas villas o favelas pero esta las
supera a todas. Respecto al pasado, le añadieron un teleférico. Une la base a
la cumbre, sin paradas intermedias. Casi todo el mundo vive en el medio. ¿Una
idea genial? Su vida es conocida: narcos y suciedad, violencia y corrupción,
robos y violaciones. ¿Y el Estado? No llegó.
Vuelvo
a la ciudad y, mirando bien, descubro autos nuevos, restaurantes elegantes,
centros comerciales de moda. Menos mal. ¿Pero la igualdad? Alguien es más igual
que los otros. Y el secreto es siempre el mismo: tienes que poseer dólares,
recibirlos al cambio oficial y revenderlos al paralelo. En ese caso, serás
rico. Sin producir nada.
¿Pero
cómo puedes tenerlos si los tiene todos el Estado? En la pregunta está la
respuesta: tienes que hacerte con un pedacito de Estado. ¿Cómo? Conviértete en
bolivariano. El Estado es su botín. Los nuevos ricos son especuladores
codiciosos, cínicos parvenues, jóvenes desenfrenados: están en todas partes y
se notan. Los llaman boliburgueses, bolichicos: en el plano etimológico, son
nombres impecables.
El
chavismo odia el mercado. Corrompe al pueblo, instiga el egoísmo. Es cosa de
imperialistas, veneno de capitalistas. Y lo combate: controla las divisas,
nacionaliza y expropia, levanta aranceles, administra precios, raciona bienes,
retiene ganancias. ¿Y cuál es el resultado? En Caracas no se habla sino de
dinero: el estiércol del demonio está en la boca de todos. Todo se vende y todo
se compra. No es un trastorno compulsivo: es una cuestión de supervivencia.
¿Dónde encuentro harina? ¿Quién me cambia los bolívares a la mejor tarifa? ¿Me
compras la leche en polvo mexicana que el gobierno metió en la canasta de
racionamiento? ¡Así podré comprar un poco de papel higiénico! En el mercado
negro, obviamente. Vuelan sms, llueven whatsapp: todos comerciantes,
especuladores, corredores de bolsa. ¿Es legal? No. ¿Está prohibido? Depende.
Pero ten cuidado con lo que haces: una espada cuelga sobre tu cabeza.
Cuando
Hugo Chávez llegó al poder, el barril de petróleo se vendía a 8 dólares: nada.
No es de extrañar que el viejo sistema democrático, ya socavado por la corrupción,
se derrumbara. Unos años más tarde el barril subió a 25 dólares y Chávez lo
celebró: así está bien, dijo. Desde entonces, el precio se situó durante años
por encima de los 100 dólares: increíble. Los cofres del Estado se rellenaron y
el gobierno actuó como un cajero automático que alimentaba la orgía de consumo.
¿La gasolina? Gratis. Y así el agua, el gas, la luz. No para los pobres: para
todos. ¿Créditos? A tasa negativa. ¿Transporte? Paga el Estado. ¿Armas?
Compren, compren. ¿Petróleo a Cuba? Claro. Chávez inspeccionaba su reino en
DirectTV.
Me
gusta este terreno; quiero levantar un pueblo aquí: se expropiaba y se hacía.
¿De quién es esta casa? Hay que hacer tal cosa con ella: se tomaba y se hacía.
¿Estoy exagerando? Para nada: así fue. Obviamente, entonces se votaba y siempre
ganaba el régimen: el pastel era enorme y había algo para todo el mundo. Hasta
que el petróleo cayó. Era predecible, pero no lo previeron. Chávez había sido
cabeza de la familia que gana la lotería y derrocha todo: de tanta riqueza, no
quedaba nada.
Así
fue como sus herederos comenzaron a vender las joyas de la familia; y a cerrar
las urnas para no perder el poder. Incluso los pobres de Catia y Petare votaron
contra el chavismo en 2015. ¿Cómo puede ser? La economía no es una ciencia
exacta pero tiene algunas leyes y se sabe cómo los gobiernos pueden matar el
crecimiento económico: inflación excesiva, alto diferencial entre el tipo de
cambio oficial y el paralelo, elevados déficit presupuestarios, tipos de
interés insostenibles para las actividades crediticias, restricciones al libre
comercio, servicios públicos de mala calidad. Todo esto fomenta la corrupción e
inhibe la producción. En todas estas voces, el chavismo es campeón olímpico:
primero con ventaja. ¿Los efectos? Nadie produce, nadie invierte, nadie ahorra.
Los que tienen dinero lo gastan o compran dólares para guardarlos en un banco
extranjero: los funcionarios del régimen, los primeros. Venezuela es así: un
limón exprimido, un botín saqueado, un país devorado por su nueva clase
dirigente.
De un
régimen socialista, cabría esperar la creación de un Estado fuerte, respetado y
eficiente. ¡Ojalá! No hay rastro de él en Venezuela. Aparte los servicios
secretos manejados por los cubanos, que saben. Por lo demás, el Estado es un
desastre, como los servicios que debe proporcionar: seguridad, educación,
salud, transporte, prisiones. Uno peor que el otro. Baste decir que en Caracas
hay un barrio llamado “Sin ley”...
Y si
el número de asesinatos asusta, la tasa de impunidad asola: matar en Caracas es
una de las acciones menos arriesgadas del mundo. Se entiende que la ciudad se
vacíe con las primeras sombras. La legalidad no importa mucho al régimen,
acostumbrado a pactar con las pandillas: mantengan el orden y tendrán campo
libre. Pero si rompen las reglas, rendirán cuentas. No a la ley, sino al
terrorismo de Estado: llegará al amanecer con las máscaras de los cuerpos
especiales para matar, secuestrar, violar, desaparecer. Lo mismo ocurre en las
cárceles: en épocas normales son espacios que el Estado cede a los criminales,
que los convierten en base de sus tráficos. Salvo las cárceles de mujeres,
burdeles privados de la policía. Si, sin embargo, una afrenta perturba esa paz
mafiosa, ocurrirá lo que acaba de suceder en el interior del país: decenas de
presidiarios asesinados con un golpe en el cogote y las manos atadas a la
espalda. Así habla el Estado chavista.
Agotados
los petrodólares, las escuelas y los hospitales están colapsando. El gobierno
les regaló a los niños unas computadoras portátiles llenas de programas de
propaganda chavista: Papá Noel tiene nombre y apellido. Muchas familias les han
puesto programas normales y las han vendido. Como todo. La Universidad está
para llorar; quien aplaude al gobierno recibe fondos; quien no lo hace sufre.
El gobierno se jacta del boom de la matrícula pero engaña. Las Universidades
serias se negaron a reconocer sus títulos por insuficientes, por lo que el
gobierno creó sus propias universidades: son tremendas pero las estadísticas no
lo consideran. Lástima que detrás de los números se esconda a menudo el
infierno. Es lo que ocurre en los hospitales: hay quien perdió familiares
debido a la falta de medicamentos. Sé de varios a quienes les tocó alcanzarles
los guantes y las máscaras a los cirujanos. No hay vacunas: supe de familias
desesperadas que los recibieron de países remotos. Es de esperar que no viajen
con transporte venezolano: sucios, rotos, contaminantes y especialmente
peligrosos; incluso el metro, que fue una vez un oasis de paz y buena
educación.
Luego
están las casas populares, una deuda social que grita al cielo. De ellas se
ocupó la “Misión vivienda”; y para que quedara claro a quién los pobres tenían
que besarle la mano, cada edificio lleva la firma o la cara de Chávez. Paciencia:
¡siempre que los pobres tengan un hogar! ¿O no? Nada es lo que parece en
Venezuela. A Chávez no le gustaba que los constructores privados ganaran dinero
construyendo casas para “su” pueblo; pero tampoco podía excluirlos así no más.
Así que les envió los planes de construcción que el gobierno había adquirido en
China. Y en chino estaban. Las empresas olfatearon la trampa pero igual los
tradujeron. Descubrieron así que eran inadecuados para el clima y el suelo de
Caracas. Chávez les respondió desde la TV. Los escuálidos, los burgueses, no
quieren cooperar con mi gobierno. Y cedió toda la obra a sus amigos. ¡Y se
nota! Esos edificios reflejan el gusto estético de los arquitectos bielorrusos
que los levantaron y su precoz desgaste evoca los tristes suburbios de Europa
del Este. A Chávez no le importaba que los pobres tuvieran hogares decentes y
de propiedad, tanto que esas casas no tienen servicios, son tórridas y
concedidas apenas en usufructo. Lo que le importaba al Jefe eran las
estadísticas, para jactarse de haber construido tanto; y la conquista de
territorio en los barrios de la burguesía: era un militar y su capricho fue
Ley.
Sacando
las sumas, el Estado que el chavismo ha creado no tiene ni un pelo del Estado
de la tradición reformista socialdemócrata. Está plenamente inscrito en aquella
del antiguo patrimonialismo ibérico: absolutista y confesional. No permite
ningún pluralismo de poderes ni de ideas. No es un Estado de derecho ni
reconoce las libertades individuales: el ciudadano es un microbio a merced de
cualquier tipo con el gorro rojo que se le cruce en la calle. Ese tipo tendrá
un poder absoluto y el ciudadano no tendrá instancias a las que recurrir si
aquel decide hacerle daño. El Estado chavista pertenece a quienes lo ocupan: no
distingue entre riqueza pública y riqueza privada. Todo esto en nombre de un
pueblo inefable del cual el chavismo enarbola el monopolio, como si fuera suyo.
El
chavista es un régimen militar y lo es cada vez más, a medida que pierde el
consenso. Los recientes ladridos del presidente Trump son música para sus
oídos. Las fuentes de las cuales los militares tiran el poder son dos; ambas
son complementarias y poderosas. La primera es el control que ejercen sobre la
producción y distribución de bienes. En ese sentido, son el esqueleto del
régimen que, si se derrumbara, lo haría sobre la cabeza de ellos. Al defender
el chavismo, los militares se protegen a sí mismos. Esto los convierte en una
casta privilegiada. Son los militares quienes manejan los dólares. De ahí su
arrogancia y corrupción.
La
segunda fuente de poder militar es simbólica: los militares administran el
culto del Jefe, lucran sobre el mito del Dios Chávez. El culto de la
personalidad al que se asiste en Venezuela es tan kitsch y anacrónico que nos
deja incrédulos. Sería cómico, si no fuera para llorar. Los ojos de Chávez
pintados en todos lados, sus imágenes en cada rincón, sus pomposas frases
reproducidas infinitamente. Por otra parte, fue él mismo el primero en
pretender que los venezolanos no tuvieran más Dios que él: cambió los símbolos
de la Nación como se cambia una camisa, hizo reescribir los libros de Historia,
alcanzó la cima del grotesco haciendo exhumar los restos de Bolívar. Quien
tenga hígado o sentido del humor puede seguirlo en youtube: el himno nacional
al fondo, los forenses vestidos de astronautas entran en la cripta y, entre
frases severas, extraen los restos de los cuales se inferirá la verdadera
imagen del Libertador. Ahora lo llaman “el Bolívar de Chávez”.
Todo
esto parecería hacer de la Venezuela chavista una Macondo exuberante. Pero si
la Macondo de García Márquez era mágica y tierna, la venezolana es fanática y
feroz, implacable en sus abusos y chantajes. He tenido en mis manos las balas
de acero disparadas por la policía contra los manifestantes, causa de muchas
muertes; oí a los testigos de la brutalidad militar y sus torturas despiadadas,
del violín partido en la cabeza del joven músico, de la muchacha violada sobre
él, en el ritual machista más típico de los ejércitos de cualquier lugar. ¿No
fue Chávez mismo, por otra parte, quien inauguró el género, cuando mandó violar
a la jueza Afiuni? La jueza se había atrevido a liberar a un enemigo político
del gobierno porque los términos de la custodia habían expirado: Chávez la hizo
sentenciar a 30 años y luego violar. Incluso su amigo, el intelectual Noam
Chomsky, se avergonzó: “La jueza Afiuni ya sufrió bastante”, dijo.
Negligencia,
corrupción, violencia, autoritarismo: la lista del oprobio chavista es
infinita. Pero me quedaron esculpidas en la mente las palabras de una amiga.
Sus ojos eran láminas, su tono, de ira fría: son unos ineptos; no saben hacer
nada y todo lo que hacen, lo hacen mal. Esto es lo que pensaba y no encontraba
cómo decir. La ineptitud, la ideología barata, unidos en una mezcla explosiva
de arrogancia, violencia y riqueza fugaz, cavaron un hoyo que se tragó el país.
La ineptitud lo impregna todo. Está en el esqueleto del rascacielo inacabado
que domina el centro de la ciudad, en el ferrocarril que muere en la nada en
las afueras, en los contratos a los amigos y a los amigos de los amigos, como
la brasileña Odebrecht.
En la
periferia de Caracas hay un jardín verde como sólo el verde de los trópicos
puede ser. Está salpicado de cruces; bajo cada cruz un nombre: casi todos
chicos, estudiantes. Y entre las cruces una sábana que lleva pintada una frase:
tu indiferencia te hace cómplice. En el mundo hay muchos cómplices de semejante
plaga. Vi a estudiantes romper vidrieras por cuestiones nimias, no vi a nadie
gastar una palabra sobre los jóvenes asesinados en Caracas; leí periódicos que
ensalzaban a Chávez olvidar el tema como si nada; oí a docentes conducir la
carga contra el neoliberalismo y cabalgar el tigre de la revolución venezolana,
sin tener idea que de liberalismo Venezuela ha tenido poco o nada, pero al
menos tuvo una democracia que dio refugio a quien escapaba de otras dictaduras.
Así es: el mundo está lleno de aficionados que aman subirse a cada tren
latinoamericano que repite el antiguo solfeo populista.
En el
aeropuerto se está poniendo peor: por el calor y por los militares que rodean
la cola del embarque. Escalofríos. Están buscando drogas, pero es absurdo: ya
nos han registrado tres veces. Búsquenla donde está, murmura una anciana: en el
palacio presidencial. Dos días más tarde arrestaron a un activista de derechos
humanos a punto de salir del país. El último militar lo encuentro justo en la puerta
del avión en el fondo del tubo: parece Chile en 1973. Al despegar, suspiré
aliviado.
Loris
Zanatta es catedrático en la Universidad de Bolonia; autor de La internacional
justicialista y La larga agonía de la nación católica, entre otros estudios.
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