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lunes, 4 de septiembre de 2017

Sanciones, legitimidad y represión por @benalarcon


Por Benigno Alarcón


Tras la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente, el escenario nacional pareciera moverse hacia uno de mayor autocratización, ingobernabilidad y, en consecuencia, de tutelaje militar.

Ello obliga al régimen a desarrollar su estrategia entre dos polos que pueden lucir opuestos, pero que en realidad son complementarios, al menos para un régimen cuya sustentabilidad no depende de la gobernabilidad democrática. Estos polos son: la legitimación de la Asamblea Nacional Constituyente como instancia supra-constitucional y el apuntalamiento de la capacidad represiva para garantizar la implementación de sus decisiones y mantener a la oposición a raya en un clima de descontento creciente. Siendo así, pareciera que la estrategia de la oposición debe considerar, entre otros objetivos, evitar el funcionamiento de ambos mecanismos de dominación.

Legitimidad y represión, aunque son mecanismos opuestos de dominación, son las dos caras complementarias de una misma moneda con la que funcionan los autoritarismos, aunque su dosificación varía en cada caso particular, dependiendo de cuánto se tiene de apoyo o rechazo. Pero aunque ambos mecanismos suelen estar presentes al mismo tiempo en mayor o menor medida, la verdad es que legitimidad y represión son siempre una combinación contradictoria que lleva en sí misma el germen de su propia destrucción. Es así como los gobiernos recién electos, pero con vocación autoritaria, suelen apoyarse, al principio, más en la legitimidad y poco en la represión. A medida que pierden su legitimidad y se empeñan en mantener el poder, se ven obligados a echar mano, cada vez con mayor frecuencia e intensidad, de la represión, volviéndose cada día más dependientes de la fuerza. Así entran en una espiral en el uso de la fuerza y van perdiendo legitimidad, un círculo vicioso del cual no hay retorno: la represión es el resultado de la pérdida de legitimidad y ésta es resultado de la represión.


En esta dinámica perversa, el uso legítimo de la represión se vuelve imposible y la misma pasa a depender, fundamentalmente, de la incondicionalidad de quienes reprimen, movidos por la capacidad del régimen para administrar recompensas y castigos que se traducen, por lo general, en la inclusión o exclusión de un sistema clientelar de distribución de poder y administración de recursos materiales, como el aumento progresivo de la participación militar en el gobierno, al punto de confundirse con éste.

Es en el debilitamiento de los pilares de ese mecanismo clientelar donde las sanciones económicas internacionales podrían tener algún sentido. Si la apuesta de quienes apoyan las sanciones aplicadas al régimen es una escalada del conflicto por el agravamiento de las condiciones internas, el resultado podría ser el opuesto. Podría generarse un rechazo contra quienes imponen y respaldan las sanciones, que sumirían a la gente en una dinámica en la que no habría tiempo ni ánimos para participar en nada distinto a lo esencial para la supervivencia.

Si el efecto de las sanciones es el de limitar la capacidad de administrar los premios y castigos que sostienen esa red clientelar represiva –y aumentan los costos de participar en ella– su contribución puede resultar clave para limitar el ejercicio indebido de la represión. Para que las sanciones tengan tal efecto, y no el contraproducente al que el régimen apunta con su narrativa antimperialista y de intervención, lo que la oposición sea capaz de hacer para aprovechar las sanciones es tan o más importante que las sanciones mismas.

La otra cara de esta moneda que debe ser atendida por la oposición es la de la pretendida legitimidad de la Asamblea Nacional Constituyente. De ella depende la sustentabilidad del régimen mediante la imposición de decisiones supraconstitucionales a las que se le intentará construir una fachada de legalidad, para avanzar en su autocratización y mantenerse en el poder, más allá del apoyo popular o incluso en su contra.

La preocupación por tratar de salvaguardar y construir legitimidad a la Asamblea Constituyente se hace evidente en el intento de justificar su convocatoria en una interpretación acomodaticia de la norma constitucional vigente, endosada por el Tribunal Supremo de Justicia, así como en la celebración de una elección cuyos resultados, anunciados oficialmente por el Consejo Nacional Electoral, fueron cuestionados hasta por la empresa informática responsable del proceso, que habla de una sobrestimación de los votantes, que en el mejor de los casos estuvo por debajo de la participación en la consulta del 16 de julio, en la que más de siete millones de personas se manifestaron en contra. Los esfuerzos por investir a la Asamblea Constituyente de legitimidad se mantienen al no intentar traspasar, por ahora, ciertos límites, como el del cierre del Poder Legislativo, abortado a las pocas horas de su insinuación.

Ante la realidad de una institucionalidad completamente controlada por el régimen, los cuestionamientos a tal legitimidad no podrán nunca ser evacuados por la vía institucional, ya que no existe institución independiente y neutral con capacidad de arbitraje entre las partes, que pueda dirimir el conflicto político. La legitimidad, entendida como subordinación voluntaria, solo puede ser cuestionada en este caso por la vía de los hechos, o sea,  mediante la no subordinación a sus decisiones.

En la medida en que los actores políticos y sociales se subordinen a las decisiones de la Asamblea Constituyente –así se denuncie constantemente su ilegalidad como hasta ahora se ha hecho– se contribuye a legitimar el ejercicio de su poder de facto, lo cual puede constituirse en el precedente para futuras decisiones o cambios en las reglas de juego que harían mucho más difícil, o imposible, materializar un cambio político.

01-09-17




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