RAFAEL LUCIANI 09 de diciembre de 2017
@rafluciani
En
estos tiempos de desesperanza y agobio para una gran mayoría, es bueno recordar
que el mensaje que los cristianos meditamos durante esta época de Adviento nos
recuerda la esperanza con la que vivían las primeras comunidades del siglo I, a
pesar de la persecución y el hostigamiento que sufrían. En ellas encontramos el
testimonio de muchos que asumieron las adversidades para transformarlas y no se
resignaron a tener que vivir con la pesadumbre de quien no ve futuro y se deja
llevar por la inacción. Por ello, resaltamos dos actitudes -la de Juan y la de
Jesús- que nos pueden ayudar a levantar el espíritu.
La
figura de Juan el Bautista fue ejemplar para Jesús. Su mensaje dejaba al
descubierto la grave situación sociopolítica y religiosa que vivía el pueblo, y
cómo muchos vivían resignados esperando a un Mesías que cambiara las cosas. Su
misión profética es presentada como una «voz que clama en el desierto». Se
trata de un clamor profético que media la angustia y la desesperación de tantas
personas que sufrían las consecuencias del empobrecimiento y la violencia. Una
«voz que asume la causa de las víctimas» para exigir un cambio radical en la
vida de los líderes políticos y religiosos, a quienes llama «raza de víboras»
(Mt 3,7).
Mover las conciencias
Juan
vive un momento de transición. Muchos habían permanecido indiferentes ante lo
que estaba sucediendo, se habían resignado y eran indolentes. Por eso quiso
mover las conciencias, pero no con el típico discurso de los sacerdotes, reyes
u hombres ricos de su época; tampoco al modo de los zelotas que promovían una
revolución violenta. Él era un profeta y asumió la causa de los que eran
ignorados por los poderes (Mt 11,7-9).
Juan
denunció situaciones concretas que deshumanizaban a la sociedad, como los
publicanos que cobraban por encima de lo debido, y los soldados que
extorsionaban (Lc 3,10ss). Herodes consideró que su mensaje atraía al pueblo y
ponía en riesgo la estabilidad de sus políticas colaboracionistas con Roma, por
lo que decidió mandarlo a matar (Mc 6, 17-29; Mt 14,3-12).
La
muerte de Juan afectó a Jesús (Mt 14,13), quien iniciaba su ministerio público
(Mt 4,23). Jesús había sido bautizado por Juan tomando conciencia de la
necesidad de un cambio sociopolítico y religioso. Al bautizarse expresó su
opción por discernir y cargar teológicamente con la realidad que pesaba sobre
el pueblo, entendiendo que cualquier cambio debía promover la justicia social y
el bienestar colectivo. ¿Estaría preparado el pueblo para un cambio sin
violencia? ¿Aceptarían los poderosos un mensaje que clamaba por justicia y
bienestar?
Jesús
aprendió de Juan que su pueblo andaba «como ovejas sin pastor» (Mt 9,36; Mc
6,34) porque sus líderes habían absolutizado a las mediaciones existentes (el
César, Herodes, el Templo y la Ley), y habían abandonado al pueblo colocando
sobre él cargas pesadas como el pago de altos tributos, la corrupción,
prácticas sacrificiales y la sumisión a actitudes colaboracionistas con los
romanos.
Ante
el anuncio del fracaso del sistema oficial, ¿no había posibilidad de encontrar
una esperanza? Jesús entendió que era la hora de un «nuevo comienzo» (Lc
4,18-20), el de la irrupción del reinado de Dios mediante la práctica de la
justicia social, la construcción del bienestar común y la enseñanza de la
solidaridad fraterna. Este será el reto de Jesús, «el profeta de Nazaret», cuyo
corazón había sido tocado por el mensaje de Juan. Un mensaje que llamaba a
dejar a un lado la indolencia y a ser honrados con la realidad.
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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