Álvaro Vargas Llosa 15 de enero de 2018
Es demasiado alto todavía el riesgo de que
la intervención termine siendo una operación básicamente estadounidense y
ampliamente percibida como un ataque imperialista.
Ricardo
Hausmann, académico de Harvard, ex ministro de Planificación de Venezuela y ex
funcionario internacional, ha alborotado el gallinero proponiendo, a través de
una columna en Project Syndicate, una intervención militar humanitaria para
rescatar a su país de una crisis que transita de “una catástrofe” a ser
“inimaginable”.
El
debate es legítimo y yo diría que necesario, independientemente de dónde se
sitúe uno en esa discusión. Yo no he llegado a la conclusión a la que ha
llegado él, porque creo que las consecuencias podrían ser demasiado costosas
desde diversos puntos de vista y porque sigo pensando que una gran presión
interna y externa todavía puede quebrar la resistencia de los sectores
militares que sostienen a Maduro. Pero el propósito de esta reflexión no es intentar
refutar a Hausmann sino defender, contra los insultos que recibe y las
deformaciones de su propuesta producidas por la propaganda chavista, su derecho
a poner sobre la mesa, seguramente a un costo personal significativo, una de
las pocas salidas que la tragedia de su país ofrece hoy. La culpa de que
alguien como Hausmann no vea otra escapatoria que esa del horror venezolano la
tiene el régimen que les inflige a 30 y pico millones de compatriotas suyos el
suplicio que es allí la vida diaria.
¿Qué
dijo y qué no dijo Hausmann? Primero, recordó a los lectores el drama social
venezolano con una estadística escalofriante: el salario mínimo equivale hoy a
2.740 calorías diarias (utilizando para la comparación los productos más
baratos que es posible adquirir). En mayo de 2012, el equivalente eran 52.854
calorías. Mientras esto sucede –en el contexto de una caída abismal de la
producción de petróleo y una inflación mensual de 50%-, el gobierno se preocupa
sobre todo de aumentar la represión adquiriendo sistemas chinos de control de
masas.
Frente
a ello, Hausmann se plantea las diversas salidas posibles. Como tanta gente en
este mundo (este servidor está entre ellas), el autor cree que la actual
negociación entre Maduro y la oposición es una burla. Se ha llegado al absurdo
de que mientras la Mesa de la Unidad Democrática negociaba con la dictadura,
Maduro iba convirtiendo en ilegales a los partidos que la componen. La elección
inconstitucional de una Asamblea Nacional Constituyente y el uso instrumental
de un Tribunal Supremo también ilegítimo hicieron a lo largo de 2017 que el
Parlamento venezolano quedara reducido a la insignificancia y se produjeran
tres elecciones fraudulentas. ¿Va Maduro, ante esa debilitadísima oposición, a
negociar en serio?
Descartado
eso, queda la opción del golpe militar. Hausmann cree que dicha opción convoca
demasiados fantasmas del pasado latinoamericano como para ser apetitosa para la
oposición y que en cualquier caso los uniformados están demasiado comprometidos
con la corrupción y la violencia (y el narcotráfico) como para facilitar una
transición.
Esto
lo lleva a plantear la intervención humanitaria. ¿Qué propone? Que la Asamblea
Nacional, a pesar de que ha sido barrida en la práctica, se reúna haciendo uso
de su legitimidad para destituir a Maduro y a su vicepresidente, cuyos activos
están congelados en Estados Unidos por los delitos que se le imputan. La
legítima administración interina pediría entonces a la comunidad internacional
intervenir, de tal forma que no habría una violación de la soberanía venezolana
sino una respuesta a la invitación del gobierno del país en cuestión (aunque no
lo dice así, ello evitaría una votación en el Consejo de Seguridad de la ONU en
torno al capítulo VII de la Carta de dicha organización, que con seguridad se
perdería). ¿Qué países participarían? Los que quisieran (“coalition of the
willing”): países latinoamericanos, Estados Unidos y países europeos.
Así,
el académico le abre la puerta de la jaula al tigre y nos sitúa frente a él. No
es infrecuente invocar la dimensión “humanitaria” de una crisis para justificar
una acción armada. Con otro lenguaje, ese fue el argumento de muchas acciones
militares en el siglo XIX (y el debate viene por lo menos desde Hugo Grocio,
muchísimo antes). En nuestro siglo, la ONU adoptó el principio de soberanía,
dado el contexto en el cual surgió esa organización, de un modo muy estricto.
Pero con el tiempo el principio de soberanía fue cediendo algunos espacios al
humanitarismo. En ciertos casos -el más importante fue quizá la intervención de
la OTAN en Kosovo, en 1999, a instancias de Bill Clinton- se trató de acciones
al margen de la ONU. En otros fue la propia ONU la que autorizó la violación de
la soberanía de un país por razones humanitarias. El caso más conocido es el de
la Libia de Gadafi, en 2011 (mediante la resolución 1973, que nadie, incluyendo
a Rusia y China, vetó en el Consejo de Seguridad).
No era
nada sencillo para la comunidad internacional, desde un punto de vista
jurídico, facilitar la preeminencia de las razones humanitarias sobre el
principio de la soberanía nacional. Para darle la vuelta al asunto surgió, a
partir de las horrendas crisis de los años 90 en África y Bosnia, la noción de
“responsabilidad de proteger”, originalmente propuesta por Canadá y que acabó
siendo adoptada por la ONU en 2005. Este instrumento jurídico fue utilizado
para la autorización de intervenir en Libia.
La
realidad es siempre más compleja que las fórmulas -ideológicas, jurídicas o de
otro tipo- que pretenden atraparla. El prestigio creciente que adquirió la
noción de intervención humanitaria en las últimas décadas es producto de esa
tensión entre una realidad compleja y la dificultad que tiene el Derecho
Internacional para establecer normas permanentes. Pero, además, hay factores de
poder que son ineludibles. Si las democracias occidentales, que reposan sobre
valores universales, se ven ante situaciones que ellas creen que hacen
imperativo intervenir en otro país, ninguna camisa de fuerza legal lo impedirá.
Estados Unidos ha intervenido cuando lo ha creído necesario al margen de la
propio ONU. No me refiero a las típicas intervenciones imperialistas, sino a
las que, ya sea por razones humanitarias o de defensa propia, han impulsado a
quienes tenían el poder. Pueden parecernos o no legítimas y podemos o no
rechazarlas, pero ocurren bajo un supuesto: que Estados Unidos, democracia
liberal construida sobre valores e instituciones de vigencia universal, debe
defender ese patrón republicano. Ello, independientemente de que las
intervenciones resulten exitosas (Panamá) o un desastre (Irak).
En la
otra orilla, regímenes no democráticos, como Rusia o China, también intervienen
en el exterior cuando lo creen necesario. Lo hemos visto en Ucrania, Siria o el
Mar del Sur de China. En todos esos casos puede argumentarse que había impulsos
imperialistas o hegemónicos. Pero Rusia invoca, en el caso de Siria, razones
que tienen que ver con la lucha contra el terror, causa que las democracias
liberales también sienten suya. Una prueba más de que la realidad seguirá, como
en el pasado, tensionando las cuerdas legales y políticas de la soberanía
nacional.
Hausmann
no ha hecho, pues, sino llevar ese debate ya existente y legítimo a América
Latina, en un caso en particular: el de un país que hace mucho rato dejó de ser
simplemente el de una dictadura donde hay presos y liberticidios, y pasó a ser
el de un régimen dispuesto a que sus ciudadanos mueran de hambre o de
enfermedades que ya no es posible tratar con tal de sobrevivir en el poder. Su
tesis –que no hay otra salida que la invitación, desde el interior de
Venezuela, a una intervención de la comunidad internacional- es respetable: la
amparan siglos de historia, tratados jurídicos antiguos y modernos, una
práctica internacional extensa y hasta el propio concepto de “responsabilidad
de intervenir” de la ONU.
Muy
distinta es, por cierto, la discusión acerca de si es viable desde un punto de
vista militar o posible, desde un punto de vista político, lo que él propone.
Creo, en lo personal, que la intervención militar sería mucho más compleja que
la que acabó con Manuel Antonio Noriega en Panamá (en parte porque Cuba jugaría
un papel ante la perspectiva de ser ella misma, el día de mañana, otro país
posible de una intervención internacional). Y creo, también, que los gobiernos
latinoamericanos, cuya indignante pasividad ante lo de Venezuela durante años
contribuyó a facilitarles las cosas a Chávez y luego a Maduro, no apoyarían la
iniciativa. En ausencia de ellos, Estados Unidos tendría que actuar casi en
solitario: no hace falta decir lo que eso provocaría en toda la región. Los
agonizantes regímenes populistas autoritarios que quedan se pondrían a la
cabeza de la denuncia, obligando a los gobiernos democráticos a secundarlos, y
probablemente la OEA, a pesar de que Estados Unidos es parte de ella, le daría
la espalda a la intervención. Basta, para prever lo que sucedería, recordar
cómo reaccionó cierto sector de América Latina ante la propuesta del jefe del
Comando Sur, Kurt Tidd, durante una presentación en el Congreso, de aumentar
los ejercicios militares conjuntos entre Estados Unidos y las Fuerzas Armadas
latinoamericanas.
Por
cierto, como principio elemental, la reacción latinoamericana ante lo que
decidan las principales democracias liberales del mundo no es de por sí
suficiente razón para que no actúen (en cualquier asunto) si la falta de acción
resulta mucho más contraproducente que la acción. Pero una intervención en un
país latinoamericano no puede dejar de tener en cuenta las ramificaciones, la
cadena de causas y efectos, que pueden derivarse de ella en la propia región.
No hay acción política y militar que no tenga consecuencias imprevisibles y a
menudo de duración tan larga que después de un tiempo resulta imposible
rastrear el origen de esas consecuencias. A mi modo de ver, es demasiado alto
todavía el riesgo de que la intervención termine siendo una operación
básicamente estadounidense y ampliamente percibida como un ataque imperialista
que debilite y descoloque a los gobiernos democráticos y dé pie al
resurgimiento de los populismos autoritarios que están en retroceso (al margen,
claro, de la propia Venezuela). Ello, a pesar del drama desgarrador que viven
miles de venezolanos y que no es un invento propagandístico imperialista.
Debemos
celebrar que este debate se haya abierto de un modo formal y académico porque,
además de ser legítimo, sirve para poner aún más presión sobre la dictadura
chavista y sobre la propia comunidad internacional, hoy más lúcida con respecto
a Venezuela que hace algunos años (aunque todavía ineficaz en ciertos casos
ingenuamente expectante respecto del farsesco diálogo entre Caracas y la
oposición). Y me alegro, por cierto, de que haya sido un venezolano que quiere
a su país, no un extranjero distante, el que se haya atrevido a poner un dedo
en ese avispero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico