San Josemaría Escrivá 10 de febrero de 2018
¿Qué
hacer? Os decía que no he procurado describir crisis sociales o políticas,
hundimientos o enfermedades culturales. Con el enfoque de la fe cristiana, me
vengo refiriendo al mal en el sentido preciso de la ofensa a Dios. El
apostolado cristiano no es un programa político, ni una alternativa cultural: supone
la difusión del bien, el contagio del deseo de amar, una siembra concreta de
paz y de alegría. Sin duda, de ese apostolado se derivarán beneficios
espirituales para todos: más justicia, más comprensión, más respeto del hombre
por el hombre.
Hay
muchas almas alrededor de nosotros, y no tenemos derecho a ser obstáculo para
su bien eterno. Estamos obligados a ser plenamente cristianos, a ser santos, a
no defraudar a Dios, ni a todas esas gentes que esperan del cristiano el
ejemplo, la doctrina.
Nuestro
apostolado ha de basarse en la comprensión. Insisto otra vez: la caridad, más
que en dar, está en comprender. No os escondo que yo he aprendido, en mi propia
carne, lo que cuesta el no ser comprendido. Me he esforzado siempre en hacerme
comprender, pero hay quienes se han empeñado en no entenderme. Otra razón,
práctica y viva, para que yo desee comprender a todos. Pero no es un impulso
circunstancial el que ha de obligarnos a tener ese corazón amplio, universal,
católico. El espíritu de comprensión es muestra de la caridad cristiana del
buen hijo de Dios: porque el Señor nos quiere por todos los caminos rectos de
la tierra, para extender la semilla de la fraternidad —no de la cizaña—, de la
disculpa, del perdón, de la caridad, de la paz. No os sintáis nunca enemigos de
nadie.
El
cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos
—con su trato— la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse
gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en
departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o
insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su
vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a
todos.
¡Si
viviésemos así, si supiésemos impregnar nuestra conducta con esta siembra de
generosidad, con este deseo de convivencia, de paz! De ese modo se fomentaría
la legítima independencia personal de los hombres; cada uno asumiría su
responsabilidad, por los quehaceres que le competen en las labores temporales.
El cristiano sabría defender antes que nada la libertad ajena, para poder
después defender la propia. Tendría la caridad de aceptar a los otros como son
—porque cada uno, sin excepción, arrastra miserias y comete errores—,
ayudándoles con la gracia de Dios y con delicadeza humana a superar el mal, a
arrancar la cizaña, a fin de que todos podamos mutuamente sostenernos y llevar
con dignidad nuestra condición de hombres y de cristianos.
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