ANTONIO ELORZA 22 de diciembre de 2016
Hace
ahora veinticinco años, el 25 de diciembre de 1991, el presidente Gorbachov
anunció la disolución de la URSS, consecuencia del fallido golpe de Estado del
21 de agosto. La cuesta abajo iniciada dos años antes en las democracias
populares llegaba a su conclusión lógica: el fin del comunismo soviético. De
esa trayectoria parecía participar incluso China, sin que percibiéramos que
Tian an-men había sido el muro contra el cual se estrellaron definitivamente
las expectativas democráticas. Recuerdo también haber asistido con Javier
Pradera a unas jornadas sobre Cuba en Madrid, donde se daba por supuesto que
estaban contados los días del castrismo, privado del maná ruso.
Pero
“la última palabra todavía no ha sido pronunciada”, según advirtió el jefe de
la Stasi, Mischa Wolf, tras la caída de la República Democrática Alemana (RDA).
El año de 1991 supuso el fin del comunismo soviético, y con él de la presencia
efectiva de los partidos herederos de la Tercera Internacional en Europa. No de
los regímenes comunistas extraeuropeos. Bajo el liderazgo de Deng Xiao Ping,
China reemprendió el experimento que la revolución cultural abortó en sus
preliminares, de recurso a la disciplina confuciana, sin sombra de pluralismo
político, hasta consolidar una vía de crecimiento económico sometida al
monopolio de poder del Partido Comunista Chino (PCCh). Fue imitada por Vietnam
y Laos. Por su parte, gracias a las subvenciones de Chávez, el régimen
castrista malvivió hasta hoy. Y en Corea del Norte se afirma una tiranía
dinástica de signo belicista, configurando un modelo de país-cárcel.
El
denominador común fue el recurso a una represión permanente. El enorme éxito
económico de China ha permitido dejar de lado la reivindicación política, salvo
en Hong Kong, pero aun donde la gestión económica sigue arrastrándose, caso de
Cuba, a pesar del lavado de fachada propiciado por Obama, sigue bloqueada toda
apertura política. Igual que sucedía en España con Franco, los cubanos saben
que Raúl Castro dispara. El cambio de imagen afecta para Cuba solo a los medios
occidentales y a los inversores, no a los derechos humanos.
Mirando
hacia atrás, a pesar de la profunda crisis del “socialismo realmente existente”
en los años 80, el happy end difícilmente hubiera llegado sin el reformismo de
Gorbachov y su reticencia a emplear las armas en la defensa de los regímenes
soviéticos. Por algo es tan odiado en su país. Pensemos en la importancia en
Rusia del sentimiento continuista de exaltación nacional, hoy encarnado por
Putin, quien sin duda en 1989 y 1991 hubiese actuado de otro modo. Hay un hilo
rojo desde el imperialismo zarista a Stalin, y de este al actual presidente
ruso. Stalin no dudó en elogiar una política zarista de expansión territorial,
que asumió explícitamente como heredero a partir de 1939, aprovechando cada
ocasión para ensanchar fronteras. En cuanto a Putin, desde su posición en la
KGB, vio en el desplome de la URSS “la mayor catástrofe geopolítica del siglo
XX”; y por lo que se ve, hará todo lo posible para su restauración en nombre de
Rusia, sin que cuenten los muertos y las violaciones del derecho internacional.
Sus vecinos lo saben demasiado bien.
La
imagen gloriosa del orden soviético, o lo que quedaba de ella tras Praga 68 y
las noticias del desplome económico, se derrumbó como un castillo de naipes.
Las maravillas de la RDA cantadas por Mundo Obrero al borde de la caída del
muro, o la construcción del socialismo, pregonada aun en 1988 por Julio
Anguita, fueron borradas por la realidad del aberrante régimen policial de La
vida de los otros, y unas economías no competitivas con las occidentales.
“Proletarios de todo el mundo, perdonadnos " (verzeihen uns) ponía una
inscripción en boca de Marx y Engels. Y la apertura de los archivos soviéticos
deshizo el mito de que la monstruosidad de Stalin había sustituido al comunismo
auténtico de Lenin, quien desde 1917 fue creador consciente de un Estado
terrorista.
¿Por
qué no se dio respecto del comunismo una imprescindible clarificación? No sirve
aducir que quiso la emancipación de la humanidad, ya que produjo lo contrario.
Pero sí es cierto que su lucha contra regímenes reaccionarios, de no alcanzar
el poder, constituyó un factor democrático de primer orden por su determinación
y por la entrega y sacrificio de sus militantes. Recordemos aquí, entre otros
muchos, a figuras ejemplares como Simón Sánchez Montero, José Sandoval, Domingo
Malagón. Con todas sus contradicciones, también Pasionaria, Joan Comorera, José
Díaz. Y Federico Sánchez.
En línea
con el antecedente de los frentes populares de 1936, el eurocomunismo, la
búsqueda de un comunismo democrático, fue su expresión. “Si los comunistas no
somos los demócratas más consecuentes”, advirtió Togliatti, “seremos superados
por la historia”. Pero mal cabía esperar esa revisión ante la pinza de una
presión occidental dominada por un anticomunismo de guerra fría, y de la
ofensiva permanente desatada desde la URSS de Brezhnev. Así, nunca se dio la
imprescindible ruptura del cordón umbilical con el marxismo soviético. Salvo en
el Partido Comunista Italiano (PCI), las limitaciones eurocomunistas eran
insalvables, caso en Francia de Georges Marchais —”el hombre de Cromagnon de la
izquierda”, Mitterrand dixit- o de un Santiago Carrillo que pretendía impulsar
la democracia desde “el Partido Comunista de siempre”, el de Stalin, y en lo
posible, al modo de Stalin.
Luego
intervino la máscara. Así, entre nosotros, Izquierda Unida, convertida en la
antítesis de su proyecto, sirviendo solo para amparar la hibernación comunista,
con punto de llegada en el jurásico “clase contra clase” de Alberto Garzón,
simple apéndice de Podemos. De hecho la formación morada es hoy, bajo Pablo
Iglesias, inconsciente seguidora de “aquel calvo genial” (sic), quien enseñó en
1917 como puede obtener respaldo de masas una organización rígidamente
centralizada en manos de un jefe. ¿Finalidad? Entregarse a la erosión de la
libertad —aquí, del orden constitucional— y a la eliminación de todo competidor
de izquierda.
Resulta
preciso volver a Lenin para entender hasta qué punto era irreformable el
comunismo soviético, basado en la eliminación de la democracia y de todo
pluralismo mediante la violencia de Estado. Lo probó el fracaso de los intentos
finales del propio Lenin por hacer del partido “una gota en el mar del pueblo”.
Su dictadura del partido-Estado desembocaba inevitablemente en Stalin.
1991
fue el fin de la URSS, la muerte de una utopía, pero no significó la extinción
del comunismo, dada la supervivencia directa de su legado en China, Vietnam, o
Cuba, e indirecta en regímenes de opresión y miseria (Venezuela, Nicaragua).
Tampoco canceló la exigencia de seguir luchando contra la injusticia social.
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