MARIO VARGAS LLOSA 28 de diciembre de 2016
Primero
fue el Brexity, ahora, la elección de Donald Trump como presidente de Estados
Unidos. Sólo falta que Marine Le Pen gane los próximos comicios en Francia para
que quede claro que Occidente, cuna de la cultura de la libertad y del
progreso, asustado por los grandes cambios que ha traído al mundo la
globalización, quiere dar una marcha atrás radical, refugiándose en lo que
Popper bautizó “la llamada de la tribu” —el nacionalismo y todas las taras que
le son congénitas, la xenofobia, el racismo, el proteccionismo, la autarquía—,
como si detener el tiempo o retrocederlo fuera sólo cuestión de mover las
manecillas del reloj.
No hay
novedad alguna en las medidas que Donald Trump propuso a sus compatriotas para
que votaran por él; lo sorprendente es que casi sesenta millones de
norteamericanos le creyeran y lo respaldaran en las urnas. Todos los grandes
demagogos de la historia han atribuido los males que padecen sus países a los
perniciosos extranjeros, en este caso los inmigrantes, empezando por los
mexicanos atracadores, traficantes de drogas y violadores y terminando por los
musulmanes terroristas y los chinos que colonizan los mercados estadounidenses
con sus productos subsidiados y pagados con salarios de hambre. Y, por
supuesto, también tienen la culpa de la caída de los niveles de vida y el
desempleo los empresarios “traidores” que sacan sus empresas al extranjero
privando de trabajo y aumentando el paro en Estados Unidos.
No es
raro que se digan tonterías en una campaña electoral, pero sí que crean en
ellas gentes que se suponen educadas e informadas, con una sólida tradición
democrática, y que recompensen al inculto billonario que las profiere
llevándolo a la presidencia del país más poderoso del planeta.
La
esperanza de muchos, ahora, es que el Partido Republicano, que ha vuelto a
ganar el control de las dos cámaras, y que tiene gentes experimentadas y
pragmáticas, modere los exabruptos del nuevo mandatario y lo disuada de llevar
a la práctica las reformas extravagantes que ha prometido. En efecto, el
sistema político de Estados Unidos cuenta con mecanismos de control y de freno
que pueden impedir a un mandatario cometer locuras. Pues no hay duda que si el
nuevo presidente se empeña en expulsar del país a once millones de ilegales, en
cerrar las fronteras a todos los ciudadanos de países musulmanes, en poner
punto final a la globalización cancelando todos los tratados de libre comercio
que ha firmado —incluyendo el Trans-Pacific Partnership en gestación— y
penalizando duramente a las corporaciones que, para abaratar sus costos, llevan
sus fábricas al tercer mundo, provocaría un terremoto económico y social en su
país y en buen número de países extranjeros y crearía serios inconvenientes
diplomáticos a Estados Unidos.
Su
amenaza de “hacer pagar” a los países de la OTAN por su defensa, que ha
encantado a Vladímir Putin, debilitaría de manera inmediata el sistema que
protege a los países libres del nuevo imperialismo ruso. El que, dicho sea de
paso, ha obtenido victoria tras victoria en los últimos años: léase Crimea,
Siria, Ucrania y Georgia. Pero no hay que contar demasiado con la influencia
moderadora del Partido Republicano: el ímpetu que ha permitido a Trump ganar
estas elecciones pese a la oposición de casi toda la prensa y la clase más
democrática y pensante, muestran que hay en él algo más que un simple demagogo
elemental y desinformado: la pasión contagiosa de los grandes hechiceros
políticos de ideas simples y fijas que arrastran masas, la testarudez obsesiva
de los caudillos ensimismados por su propia verborrea y que ensimisman a sus
pueblos.
Una de
las grandes paradojas es que la sensación de inseguridad, que de pronto el
suelo que pisaban se empezaba a resquebrajar y que Estados Unidos había entrado
en caída libre, ese estado de ánimo que ha llevado a tantos estadounidenses a
votar por Trump —idéntico al que llevó a tantos ingleses a votar por el Brexit—
no corresponde para nada a la realidad. Estados Unidos ha superado más pronto y
mejor que el resto del mundo —que los países europeos, sobre todo— la crisis de
2008, y en los últimos tiempos recuperaba el empleo y la economía estaba
creciendo a muy buen ritmo. Políticamente el sistema ha funcionado bien en los
ocho años de Obama y un 58% del país hacía un balance positivo de su gestión.
¿Por qué, entonces, esa sensación de peligro inminente que ha llevado a tantos
norteamericanos a tragarse los embustes de Donald Trump?
Porque,
es verdad, el mundo de antaño ya no es el de hoy. Gracias a la globalización y
a la gran revolución tecnológica de nuestro tiempo la vida de todas las
naciones se halla ahora en el “quién vive”, experimentando desafíos y
oportunidades totalmente inéditos, que han removido desde los cimientos a las
antiguas naciones, como Gran Bretaña y Estados Unidos, que se creían
inamovibles en su poderío y riqueza, y que ha abierto a otras sociedades —más
audaces y más a la vanguardia de la modernidad— la posibilidad de crecer a
pasos de gigante y de alcanzar y superar a las grandes potencias de antaño. Ese
nuevo panorama significa, simplemente, que el de nuestros días es un mundo más
justo, o, si se quiere, menos injusto, menos provinciano, menos exclusivo, que
el de ayer.
Ahora,
los países tienen que renovarse y recrearse constantemente para no quedarse
atrás. Ese mundo nuevo requiere arriesgar y reinventarse sin tregua, trabajar
mucho, impregnarse de buena educación, y no mirar atrás ni dejarse ganar por la
nostalgia retrospectiva. El pasado es irrecuperable como descubrirán pronto los
que votaron por el Brexit y por Trump. No tardarán en advertir que quienes
viven mirando a sus espaldas se convierten en estatuas de sal, como en la
parábola bíblica.
El
Brexit y Donald Trump —y la Francia del Front National— significan que el
Occidente de la revolución industrial, de los grandes descubrimientos
científicos, de los derechos humanos, de la libertad de prensa, de la sociedad
abierta, de las elecciones libres, que en el pasado fue el pionero del mundo,
ahora se va rezagando. No porque esté menos preparado que otros para enfrentar
el futuro —todo lo contrario— sino por su propia complacencia y cobardía, por
el temor que siente al descubrir que las prerrogativas que antes creía
exclusivamente suyas, un privilegio hereditario, ahora están al alcance de cualquier
país, por pequeño que sea, que sepa aprovechar las extraordinarias
oportunidades que la globalización y las hazañas tecnológicas han puesto por
primera vez al alcance de todas las naciones.
El
Brexit y el triunfo de Trump son un síntoma inequívoco de decadencia, esa
muerte lenta en la que se hunden los países que pierden la fe en sí mismos,
renuncian a la racionalidad y empiezan a creer en brujerías, como la más cruel
y estúpida de todas, el nacionalismo. Fuente de las peores desgracias que ha experimentado
el Occidente a lo largo de la historia, ahora resucita y parece esgrimir como
los chamanes primitivos la danza frenética o el bebedizo vomitivo con los que
quieren derrotar a la adversidad de la plaga, la sequía, el terremoto, la
miseria. Trump y el Brexit no solucionarán ningún problema, agravarán los que
ya existen y traerán otros más graves. Ellos representan la renuncia a luchar,
la rendición, el camino del abismo. Tanto en Gran Bretaña como en Estados
Unidos, apenas ocurrida la garrafal equivocación, ha habido autocríticas y
lamentos. Tampoco sirven los llantos en este caso; lo mejor sería reflexionar
con la cabeza fría, admitir el error, retomar el camino de la razón y, a partir
de ahora, enfrentar el futuro con más valentía y consecuencia.
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