Por Carolina Gómez-Ávila
A diferencia de la muchedumbre,
no considero que Juan Guaidó sea el presidente encargado desde el 23 de enero
de 2019, cuando en la Avenida Francisco de Miranda en Caracas –en un emotivo
mitin– protagonizó un juramento colectivo más bien confuso, que fue
interpretado engañosamente por los medios como autoproclamación.
Me refiero a los mismos
medios que omiten, maliciosamente, que el 5 de febrero siguiente –apenas 2
semanas más tarde– un acto legislativo de la Asamblea Nacional sí le dio ese
cargo, disolviendo la importancia de cualquier discurso político en la misma
dirección.
En ese momento no todo el
mal estaba hecho, pero no hicieron nada para frenarlo. Estamos ante la tragedia
de profesionales de la prensa que asumen que una declaración política vale
tanto como una ley, porque crecieron a la sombra del felón de la patria que las
dictaba los domingos por televisión.
Luchar contra la
malentendida autoproclamación nos costó meses, mientras los medios fueron
descubriendo nuevas formas de restar auctoritas a Guaidó, que de paso
no se ayudaba mucho con su discurso guabinoso. Es verdad que lo hemos visto
mejorar a grandes pasos, pero sigue requiriendo atención permanente.
La falta de un aparato
comunicacional efectivo y leal sirvió para que fueran royendo la gestión de
Guaidó mientras estaban al acecho de eventos, fuera de su deseo o control, que
pudieran cargársele a la cuenta.