Por Froilán Barrios
Lo sucedido recientemente en
Bolivia es parte de la tragedia política de América Latina, que refleja las
tareas no resueltas de nuestra historia, al considerarse el presidente de un
país con el poder ilimitado de saltarse a la torera la Constitución Nacional,
evadir la institucionalidad que tanto ha costado edificar en nuestro continente
y burlarse del pueblo que lo eligió en dos ocasiones como primer mandatario.
La llegada de Evo a la
presidencia significó a la nación del altiplano una nueva ruta, por primera vez
asumía el cargo un indígena perteneciente a una de las etnias más arraigadas en
la región, la aymara, convirtiéndose en un argumento recurrente sus orígenes
para mantenerse eternamente en el poder, mediante la justificación de la
opresión por siglos de conquista y colonización, luego por el militarismo
gobernante en el siglo XX y la explotación de las élites neoliberales hasta
principios del siglo XXI.
En resumen se presentó ante
el mundo como el redentor del agobiado pueblo, cuya historia verdadera preñada
de injusticias, violaciones y atropellos había que rescatarla de las garras del
imperio y sus secuaces, a cambio de apropiarse del Estado plurinacional
boliviano, para ponerlo al servicio del castrismo y sus secuaces del chavismo.
En verdad su gestión
significó la promoción de políticas sociales, de crecimiento económico
sostenido registrado en promedio de 4,5% anual, con salario mínimo de 300
dólares mensuales y una deuda externa que compromete el 9% del PIB, resultados
que finalmente no disminuyeron la desigualdad y la pobreza significativamente.
Aun así estos son datos sorprendentes frente a los casos de Argentina o
Venezuela, cuya economía es la vergüenza del continente, al decrecer el PIB
hasta -65% y representar la deuda externa el 70% del PIB, con salarios de 10
dólares mensuales
¿Qué pasó entonces ante
estos registros que denotan una relativa estabilidad económica? Que luego de 14
años de gestión la mayoría de la población exigió cambios, votó en contra de un
tercer mandato de Evo Morales mediante referéndum en 2016, este lo desconoció y
caprichosamente insistió en el fallido intento de octubre de 2019, que lo llevó
al impasse político y a la pérdida del poder.
Las elecciones recientes evidenciaron
un gigantesco fraude solo viable con un CNE made in Caracas, que resultó en el
fiasco no aceptado por el pueblo en la calle, que rechazó el chantaje de la
supuesta prosperidad económica para legalizar una nueva dictadura en la
accidentada historia boliviana.
Sus seguidores
internacionales, ahora “ardientes defensores de la democracia” representados
por los gobiernos de Cuba, Rusia, Venezuela y México, no perdieron tiempo y
denunciaron un golpe de Estado, cuando golpe -como dijera Héctor
Schamis- “es un cambio de gobierno que se aparta de la legalidad y la norma
constitucional. Fraude electoral califica como tal. Evo Morales no refutó un
solo punto del informe de la OEA en el que se da cuenta de un fraude obsceno”.
Las lecciones del terremoto
democrático en el altiplano son diversas y variadas: a Evo lo disminuyó a su
fracaso como aspirante a dictador, a sus áulicos maduristas los ha hecho sufrir
revoltijos estomacales al signarles su próximo destino, a los mandatarios del
continente que no escuchan las voces populares de cambio y a la oposición
vernácula la necesidad de la verticalidad, la coherencia y la unidad a la hora
de derrotar la tiranía que nos agobia a los venezolanos.
13-11-19
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