Por Rodolfo Izaguirre
Toda pregunta abierta
exige una inmediata respuesta. Si se formula es porque ignoramos, suponemos o
intuimos lo que siempre ha estado al acecho: confesiones, revelación de
secretos hasta entonces bien guardados; la identidad del asesino, los motivos
de alguna discrepancia; las razones del estrepitoso fracaso político. La
respuesta puede alcanzar la enormidad de la montaña que se nos viene encima
sepultando la escuela donde más de ochenta niños tratan inútilmente de
explicarse por qué dos y dos son cuatro en lugar de veintidós; puede sobrepasar
la violencia del río que se desborda inundándonos por dentro.
Isaac Chocrón me enseñó
un elemental mecanismo de autodefensa. Él recibía diariamente docenas de
invitaciones de variada naturaleza. Las estudiaba con atención y en cada una se
preguntaba: ¿Me veo allí? Era como si se cuestionara a sí mismo en plena
reunión, mirando a los demás invitados: ¿Qué hago yo aquí? Entonces, cuando en
verdad no lograba verse allí desechaba la invitación.
Desperté esta mañana,
descorrí las cortinas del ventanal que da al jardín y permite ver claramente la
azul profundidad del cielo. “¡Permanezco vivo!”, me dije. ”¡Sigo acercándome
día a día a los noventa, una edad que no alcanzaron a vivir mis amigos de
tragos, libros y díscolas aventuras!”. Y, de pronto, sin saber por qué, me
asaltó la pregunta que desde hace algún tiempo también desorienta mis pasos:
¿Qué hago yo aquí!? y es para no creer lo que digo. Apenas bebí el tazón de
café, subí a mi lugar de trabajo. Me enfrenté a la computadora, abrí la
desordenada gaveta del escritorio y vi un papel doblado en cuatro y vapuleado
por el tiempo. Lo desplegué y era una carta fechada en mayo de 1986, en Madrid.
Una carta de Salvador Garmendia cuando se desempeñaba como consejero cultural
de la Embajada de Venezuela. Me estremecí de estupor porque en ella mi amigo se
hace la misma pregunta que acababa de asaltarme mientras me asomaba a ver el
azul del cielo. “¿Qué hago aquí, en Madrid?” Y a continuación, Salvador
escribe: “Y me acuerdo de Bedford, el personaje de H. G. Wells en el Viaje
a la luna, cuando al encontrarse solo en medio de la noche del espacio, se
pregunta, desanimado, ¿por qué habíamos ido a la luna? Y esa pregunta golpea en
medio de sus elucubraciones y va formando círculos que se vuelven cada vez mas
grandes y casi imposibles de abarcar. ¿Por qué había nacido en la Tierra? ¿Por
qué tenía vida? ¿Por qué existía…? Porque en definitiva, concluye Salvador, no
se trata de averiguar qué hago aquí, en Madrid, sino de preguntarnos qué
hacemos todos aquí: un aquí universal, vago e incomprensible”.
Pero Salvador escribió
estas reflexiones en un tiempo en el que el país venezolano no padecía la
insania de un socialismo desventurado, rígido y de izquierda delirante y España
no atravesaba una crisis política de facineroso desacierto como la que padece
en la hora actual.
La pregunta que hoy nos
hacemos no pretende abrazarse a una necia retórica filosófica o por simple
gusto de jugar con las palabras. ¿Qué hago yo aquí? trata de indagar en el por
qué de la propia pregunta.
Si yo fuese un político
de oficio, opositor o enchufado, se entendería que vivo en un país arruinado
por un régimen militar despiadado, y sin embargo sigo viviendo en él porque me
enriquecen sus dólares. Pero no soy político ni enchufado y tampoco me
enorgullecen los desvaríos de una delicuescente oposición. Me anima, al menos,
imaginar que puedo evitar un exterminio total. ¡Pero no sé cómo lograrlo!
Soy un ser que pasa por la calle igual a los que van de un lado a otro; un
hombre de la cultura nacido en un país absurdo y petrolero que niega por igual
a la belleza y a la sensibilidad. Sé que la poesía pesa menos que el viento y
carece de fuerza para demoler a gobiernos ilegítimos. Si fuese militar activo,
de esos que constantemente limpian y aceitan sus armas y mantienen lavados sus
cerebros acataría en posición de ¡firme! las órdenes del sátrapa, traicionando
juramentos y acarreando sumas de dinero robado para el paraíso fiscal oculto
bajo mis medallas y condecoraciones. No. ¡No soy militar!
Pero cuando veo el
desastre que ha pulverizado al país que me vio nacer me pregunto: ¿Qué hago yo
aquí? y la respuesta me enardece y me subleva porque no hago nada y al mismo
tiempo, hago todo, es decir, me niego a irme; permanezco de pie en medio de la
devastación y quiero pensar que mi presencia puede servir de espejo de lealtad
y rescate de una dignidad que creía perdida. Entonces siento que dentro de mí
la poesía se vuelve un arma poderosa; tan poderosa como inútil es el canto del
ruiseñor. Ese canto, sin embargo, pone a temblar a los déspotas del
narcotráfico y hace que mis amigos ya idos reaparezcan y me deleito al verlos
bellos, díscolos y sensibles. Escribo sobre mi mujer muerta hace ya varios años
y me estremece la gloria de saberla junto a mí convertida en un águila de
perfecto vuelo y yo en un ser luminoso como los relámpagos que estallan en la
noche. Y percibo a los perversos del poder enmudecer al mirarse unos a otros.
Es lo que hago y es lo
que explica por qué no me he ido con mis viejos huesos a otro lugar menos
maltrecho. Muchos años de mi vida los he dedicado al cine, a desentrañar los
misterios de su sintaxis y considero poco ético abandonar la sala de proyección
antes de finalizar la película. Es lo que me obliga a permanecer en el
desdichado país para ver cómo acaba esta mala y odiosa película bolivariana o
cómo termina por desvanecerse o por adquirir consistencia y eficacia la siempre
anhelada solidaridad internacional o si, por el contrario, todo va a resolverse
con pactos y nuevas traiciones que permitirían a las criminales conciencias
abandonar el país con las fortunas robadas y descomunales montañas de
atrocidades. Puedo imaginar también que una concertada invasión de armas y
voluntades procedentes de varios países sea capaz de echar a la ferocidad del
mar no a estos falsos políticos sino a los verdaderos azotes delictivos. Aquel
panameño vulgar llamado Noriega amenazaba al mundo con un machete, pero
comparado con los bolivarianos resulta un niño de pañales, tetero o biberón.
Pero ocurra lo que
habrá de ocurrir, siempre estaré mirando al Ávila aguardando con jubilosa
esperanza la respuesta a la inevitable pregunta que nos hacemos diariamente:
¿Qué hago yo aquí?
27-12-20
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