Carolina Gómez-Ávila 19 de abril de 2021
En principio,
de expectativas. Las de la población cada día parecen estar más determinadas
por ideas religiosas. Hablan de fe, piden piedad, reclaman venganza, desean el
infierno, oran por milagros.
En
algunos casos cumplen preceptos católicos, en la mayoría apelan a un pasticho
de base cristiana (católica o evangélica) relleno con mucho voluntarismo y
arropado con lo que les presten. Y les prestan cualquier cosa, desde
ideologías, pasando por doctrinas esotéricas hasta seudopsicología.
Para
ellos la unidad política se aprecia como la de una familia, como la de una
fraternidad o, peor, como la de una sociedad comanditaria, donde se espera que
todos los asociados sean solidariamente responsables de lo que haga cualquiera
de sus miembros, lo haya consultado con el resto o no, lo haya aprobado el
resto o no.
Por
eso, cuando uno de ellos roba, todos son acusados de ladrones y cuando uno de
ellos traiciona, todos son tratados como traidores.
Al
final, una simple falacia de composición nos descompone: concluir que algo se
cumple para un grupo si se cumple para uno o varios de sus integrantes.
Lo
peor es que esta falacia de composición construye víctimas, o sea, personas
tristes e iracundas. Y con el ánimo deprimido cualquiera está disminuido en su
capacidad para aportar su esfuerzo a una solución común.
Si
después de cada traición concluimos que todos los miembros de un grupo son
igualmente traidores, nos quedamos sin quienes nos representen en la lucha por
retornar a la democracia. Nos convertimos en almas en pena que necesitan de un
prodigio divino, nos sometemos a lo mágico-religioso.
Mientras
más cifremos nuestras esperanzas en un líder que no vemos, de quien pretendamos
portentos sin que nos decepcione, más vulnerables seremos a promesas falaces y
a estafas multitudinarias. Como pasó hace 23 años.
No es
posible acabar con esta necesidad religiosa de un milagro por lo mismo que no
es posible acabar con las apuestas en épocas de alarmante pobreza. Pero sí
podemos comprender que somos más fáciles de manipular cuanto más perfección
esperemos de los otros en épocas de gran necesidad.
Por
definición, solamente los partidos políticos pueden articular las necesidades
del pueblo ante el poder. No lo hacen los empresarios, no lo hace la Iglesia y
no lo hacen los medios de comunicación porque ellos ya están en el poder, son
poderes fácticos. No lo hace quien nos gobierna ni los militares porque se han
empeñado en destruirnos.
Así
que son estos partidos, esos mismos que están en una situación penosa, los
únicos a los que podemos apoyar en el retorno a la democracia.
La
próxima vez que un político nos haga una trastada —y estoy segura de que nos
esperan muchas— intente no despotricar de todos. Por lo mismo que, después de
los cuernos, no le conviene gritar que todas las mujeres, o todos los hombres,
son iguales.
Carolina
Gómez-Ávila
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