MANUEL CUESTA MORÚA
13 ENE 2015
Jean
Paul Sartre lo dijo bien en 1960: “Si Estados Unidos no existiera, Cuba debería
inventarlo”. Pero Barack Obama desinventó a los Estados Unidos de Castro.
Analizar
esta mutación geopolítica, que descoloca todo un proyecto concebido desde y
para la confrontación, requiere más perspectiva para entender con claridad la
derrota estratégica del régimen cubano, pero lo que acaba de acontecer el 17 de
diciembre no puede entenderse con los criterios normales de la política
mediana. Se sitúa en el espacio decisorio de los hombres de Estado que apuestan
por la sabiduría política, más que por la continuidad que impone larealpolitik.
Y la sabiduría política sienta a los enemigos en la mesa. Para sorpresa de uno
de ellos.
Ese
tipo de decisiones sabias, y también riesgosas, no abundan. En la época moderna
lo he visto solo en tres ocasiones: en la India de Mahatma Gandhi, en los
Estados Unidos de Martin Luther King y en la Sudáfrica de Nelson Mandela. En
los tres momentos, y a contrapelo de la realpolitik ―que se
define bien como la política desde el status quo―, se rompió el
curso de los acontecimientos, que marcaban una deriva violenta como solución
aparente de conflictos históricos, a favor de la visión de lo que es mejor
según criterios morales, políticos, civilizatorios y de eficacia. Por ese
orden.
Barack
Obama tiene límites inmediatos para ser comparado con esos tres íconos de la
historia moderna, pero el proceso de normalización de las relaciones entre los
gobiernos de Cuba y de los Estados Unidos que puso en marcha, hace saltar por
los aires la realpolitik en el hemisferio occidental en tres
zonas diferenciadas: Miami, América Latina y Cuba.
En
estas tres zonas la realpolitik la determina más el discurso
que los hechos. Cuba, después de 1959 es eso: la hegemonía de la autonarración
y el raquitismo de los hechos. La narrativa emocional y su percepción derivada
han sido la base del tipo y de la estructura de relaciones que ellas han
sostenido por más de medio siglo con los Estados Unidos.
Fue
la narrativa la que convirtió el acontecimiento de la revolución cubana en un
proceso contra los Estados Unidos. El gusto ideológico y cultural por el relato
atrapó a un evento de restauración democrática abierto al futuro, según su
pacto y discurso original, dentro de un conflicto utópico permanente, casi
naturalizado, pero con poca densidad histórica acumulada. A partir de aquí
nació en Miami un contra relato que fijó, hasta bien entrado el siglo XXI, las
opciones reales de la política estadounidense. Y América Latina, a derechas, y
sobre todo a izquierdas, redactó su propio relato intensamente superficial: una
ficción sobre una Cuba que ignora contra unos Estados Unidos que resiente.
Lo
que ha hecho Obama es desarticular a tres centros de poder que se constituyeron
por la narrativa; poniéndolos a la defensiva. La exaltación en Miami, el
silencio en La Habana y el discurso de izquierda reminiscente en América Latina
son reacciones distintas ante un mismo hecho: después del 17 de diciembre los
Estados Unidos han dejado sin narrativa ideológica al hemisferio occidental.
Un reciente artículo en este
mismo periódico de un prominente líder progresista del
hemisferio, Ricardo Lagos, refleja la perplejidad con la que se recibe en
cierta izquierda la noticia de la normalización entre Los Estados Unidos y
Cuba. Como si no hubiera ocurrido nada en los últimos veinte años, el texto se
recrea en un paseismo mítico y reproduce de forma intacta el lenguaje de los “gloriosos
sesenta”, en el entendido de que la revolución cubana habría sido una utopía
posible si no se hubiera topado con la oposición de los Estados Unidos. Cuando
lo contrario es lo cierto: Cuba fue una utopía gracias a los yanquis.
Desde
Miami, aunque no en todo Miami, el paseismo se invierte. Los Estados Unidos, se
dice, han traicionado la causa, desconociendo la memoria de miles de muertos y
de desaparecidos en la empresa de recuperar la democracia. Esos sectores ―bien
comprometidos con Cuba por cierto―, no se dan cuenta, sin embargo, que el
enemigo inventado era el enemigo necesario para impedir, con bastante éxito,
que la controversia democrática alcanzara los primeros planos de la escena
pública cubana. Y occidental.
La
Habana, por su parte, alimenta su pasado con el vacío narrativo. De ahí el
silencio y la ausencia de un discurso alternativo para tiempos de paz. La
destrucción de su narrativa es de tal calado que no encuentra cómo responder al
dilema del enemigo por transitividad. Hasta ayer, la comunidad prodemocrática
cubana era el enemigo agregado porque era amiga del enemigo principal. ¿Qué
debe pasar ahora, siguiendo el hilo del alegato histórico, cuando se normalizan
las relaciones entre dos Estados enemigos? ¿No sería lógico iniciar el proceso
de normalización entre el Estado y la sociedad cubanos? ¿Se ha roto de pronto la
transitividad?
Después
del 17 de diciembre ya no se puede narrar en el hemisferio occidental. Dicho
con mejor exactitud: solo se pueden narrar la democracia y sus valores. Y esta
narración se abre por obligación a la política y a lo político si quiere
sobrevivir como articulación de la sociedad. El desafío mayor recae, no
obstante, sobre lo que insisten en llamar Revolución Cubana: ella se enfrenta a
su propio origen revolucionario, en el que se inscriben las libertades
fundamentales, el Estado de derecho y las elecciones libres y democráticas.
Para
corregir a Sartre: esa es la única revolución en Cuba que no necesita inventar
a los Estados Unidos.
Manuel
Cuesta Morúa es Portavoz del partido Arco Progresista y Gestor del proyecto
Consenso Constitucional.
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