Por Luis Pedro España
Más allá de la evidencia económica
y social que padecemos todos los días, y que con toda seguridad se llevará a
este gobierno antes de tiempo, muchos de los conceptos alternativos de los que
pretendió vestirse, no fueron sino dislocadas ideas que no aguantaron la
primera confrontación con la realidad.
Democracia directa,
representación de intereses sin instancias de intermediación, multiplicidad de
poderes públicos, esquema de relación con el Estado, nexos y composición de lo
civil con lo militar, modelo de economía mixta (por hacer la lista corta); no
fueron sino el resultado de un rosario de prejuicios
anti-partidistas, ideas simples sobre las virtudes de la intervención del
Estado y una desmedida sobrevaloración de tendencias emergentes poco prácticas.
Prometió ser la nueva esperanza
para alcanzar una democracia más participativa, una economía más incluyente y
un tipo de relaciones sociales más humanas y mucho más sensibles, que las
concebidas por un mundo moderno e institucionalizado que no tenía nada que ver
con nuestra idiosincrasia latina y caribeña.
Todo ello termino en una
anti-utopía. En sueños frustrados que hoy debemos recomponer. Superar
la ilusión chavista por otra más auténtica y real es la clave para que nos
demos una nueva oportunidad.
La hipocresía constitucional
de 1999
El texto constitucional de
1999 es un buen resumen de este intento desmedido de innovar por innovar o de
tomar partido por muchas de las ridiculeces que pretendían ser el sesudo
análisis de las causas de nuestros males de entonces.
Del texto constitucional
desaparecieron los partidos políticos, para dejarnos en manos de caudillos y
hombres fuertes; se suprimió el financiamiento público de las organizaciones
políticas, para quedar a merced de sospechosos mecenazgos, cuando no de
indebidas utilizaciones de las instituciones del Estado y su presupuesto.
Se crearon mecanismos de
democracia directa y participativa, difíciles de implementar (como el
mecanismo para la postulación de los integrantes del poder moral y electoral),
o burdamente desechados o manipulados, cuando las encuestas evidenciaban que la
consulta electoral (referéndums para ser más claros) indicaban que el gobierno
sería revocado, como ocurre en el presente.
Se le dio forma a un Estado
gigantesco imposible de gobernar.
Luego de casi dos décadas de
su promulgación, la sociedad venezolana lejos de hacerse más civil e
independiente, se fue haciendo esclava de un Estado (ahora si) omnipresente, y
un estamento militar sobrevalorado y utilizado por un jefe del ejecutivo (y del
proyecto transformador), que sólo entendía de normas marciales y sólo confiaba
en quienes habían pasado por los cuarteles y su orden cerrado.
El entusiasmo con el que
contó (y puede que cuente), el texto constitucional que se supone sigue
vigente, fue la apuesta de todo un país por unos prejuicios lentamente
macerados en la crisis de los años 80 y 90. Todas esas ideas no sirvieron para
construir nada y sí para destruir mucho. Defensores o detractores de la
constitución puede que estén de acuerdo en lo fallido que fue intentar su
aplicación.
Roto el pacto constitucional
por sus propios creadores, y luego de 17 años de confrontaciones políticas, de
inestabilidad y violencia, de ilusiones de riqueza y despertares de pobreza, el
país se encuentra sumido en su peor crisis económica y social, sin tener
haberes con los cuales recuperarse después de haber quemado todos los ahorros,
utilizado toda capacidad de préstamo y vendido muchos activos y hasta empeñado
las reservas en oro.
Venezuela va para su tercer
año consecutivo de recesión económica, su cifra histórica de mayor número de
hogares en pobreza, dependiente al extremo de una actividad económica en
relativa decadencia, pero sin las industrias, los capitales, y lo mejor de sus
recursos humanos, quienes se han ido o están haciendo las maletas para salir
corriendo de esta tragedia. No es mucho lo que tenemos para hacerle frente
al peor momento de nuestra historia.
No es mucho lo que tenemos
para cambiar de modelo.
¿Qué hacer?
Si le preguntáramos a los
venezolanos la causa de nuestra actual crisis, nos sorprendería los pocos que
aceptan reconocer que fueron nuestras falsas y prejuiciadas ideas las que nos
trajeron hasta acá.
Si bien es cierto que
algunas nociones ramplonas (como la virtud de la propiedad estatal sobre la
privada, la creencia en el precio justo, el intento por reducir los problemas
económicos a la avaricia de unos y la necesidad de muchos, así como la supuesta
moralidad superior de los militares sobre los civiles, o de los bolivarianos
sobre los demás), han quedado a un lado, también es cierto que no tenemos
muchas ideas con las cuales sustituir aquellas que nos trajeron hasta aquí.
En otras palabras, no está
del todo claro, y mucho menos es un nuevo consenso social, que incentivar la
oferta y al sector privado es la mejor manera de que “todos” vivamos mejor; o
que el Estado debe concentrase en algunas y puede que pocas funciones, y que se
entienda de una buena vez que el bienestar es responsabilidad de las familias y
no un regalo o favorcito del Estado.
Menos aún ha cambiado la
concepción que tenemos sobre nuestra principal actividad productiva. No son
muchos los que piensan que la industria petrolera quizás funcionara mejor (y
definitivamente produciría mucho más) si fuera más privada que pública y mejor
supervisada por el Estado que controlada por él. Carecemos de las ideas nuevas
y el consenso sobre ellas para cambiar de modelo.
Pero si esperamos que el
venezolano cambie mayoritariamente sus principios evaluativos y sus preferencia
socioculturales, para que entonces cambien las políticas públicas, pues estamos
fritos. No porque el venezolano no pueda cambiar, todo lo contrario, sino
porque esperar que cambie la conciencia para que después cambie el
comportamiento, es como poner la carreta delante de los caballos.
Si vamos a esperar que la
mayoría del pueblo deje de creer en lo que creyó, para luego entonces poder
viabilizar los cambios económicos e institucionales, entonces la senda de
equivocaciones y retroceso continuará. Lo que se necesita de las preferencias
de la gente es el rompimiento, o al menos la duda, del proyecto anterior, del
consenso previo que nos condujo a este desastre.
Y eso ya ocurrió. El
desabastecimiento extremo y lo que sigue, la temida hiperinflación, se
encargarán de echar por tierra, todos los prejuicios y simples recetas que
nos trajeron hasta aquí.
Liberados de las lealtades
del pasado y desesperados porque se resuelvan los problemas actuales, el pueblo
estará listo para escuchar nuevas ideas y apoyar nuevos proyectos. Eso sería
suficiente para que un nuevo modelo se activara y comenzara a resolver los
problemas y atender las necesidades, que el modelo antiguo no solo no
resuelve, sino que profundiza.
El nuevo modelo no necesita
entonces del consenso inicial, del convencimiento entusiasta del pueblo, lo que
requiere es el chance de que pueda írselo ganando porque resuelve problemas y
ofrece soluciones tangibles en el corto plazo.
El pueblo no apoyará en esta
ocasión etiquetas o eslogan. El pueblo apoyará soluciones.
Esa será entonces la tarea
pendiente. Tener listas las formulas, las políticas, las recetas con las
cuales dar al traste con esta pesadilla. Salir de esto, pasar la página e
iniciar un nuevo proyecto nacional, va a depender de que el nuevo gobierno de
soluciones pragmáticas del el primer día. Para eso hay que adelantar muchas
tareas técnicas y muchas otras políticas.
Tenemos desde ahora y hasta
el revocatorio, o la transición acordada, para adelantarlas y tenerlas a punto
para cuando la sociedad nos dé una nueva oportunidad.
09-06-16
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