IBSEN MARTÍNEZ 10 de agosto de 2016
Como
algunas otras obras maestras literarias latinoamericanas – pienso, por ejemplo,
en El gallo de oro, de Juan Rulfo –, El salvaje de la ópera, del egregio autor
brasileño Rubem Fonseca, comenzó siendo eso que los cineastas llaman “un
tratamiento literario”.
Aunque,
como es habitual en nuestra América, el dinero se acabó muchísimo antes de
arrancar el rodaje, Fonseca ya había tomado impulso y carrerilla y terminó por
darnos un gran libro, inspirado en la vida y obra de António Carlos Gomes
(1836- 1896), por sus muchas virtudes notable compositor brasileño, autor de
una ópera rarísima : Il Guarany (El guaraní) que, de cantarse, no se canta en
la otra lengua oficial del Paraguay sino, como ocurrió en su resonante estreno
en La Scala de Milán, en 1870, en italiano.
Ideas
tan sueltas como ésta me visitan desde que leí, el pasado 3 de agosto y en este
mismo diario, un reportaje de Carlos Salinas en torno a la prole de los esposos
Ortega Murillo, pareja decidida a cerrar el nepótico círculo de las dictaduras
dinásticas nicaragüenses iniciado por Anastasio “Tacho” Somoza en 1937.
Según
el reportaje, uno de los más avispados vástagos de Daniel Ortega se llama
Laureano y ha resultado, como en tiempos pasados se habría dicho en el llano
venezolano, una “lanza en un cuarto oscuro” para los negocios.
Afirma
el reportaje que el despabiladísimo Laureano ha sido “nombrado por su padre
como asesor presidencial en inversiones y mano fuerte de ProNicaragua,
institución que atrae a los inversionistas extranjeros”. Laureano – no resisto
la tentación de llamarlo Laureanito, tal como al hijo de “Tacho” Somoza, el
primerísimo bárbaro dictador nica, llamaron “Tachito” – es quien fue a China a
cortejar al billonario Wang Jing con la propuesta de construir un Canal
Interoceánico que dejase chiquito al de Panamá.
Sin
embargo, lo que interesa a mi bagatela semanal es señalar el interés de
Laureano Ortega por la obra del gran Giacomo Puccini.
Su
debilidad por Puccini lo ha llevado a instituir, en febrero de este año, y en
el Teatro Nacional “Rubén Darío”, de Managua, un festival “pucciano” que, a la
manera del festival de Torre del Lago, en Lucca, programó exclusivamente óperas
del autor de Madame Butterfly.
A mí,
para ser francos, me parece una iniciativa en extremo edificante, pues se
aparta de la presunta afición del patriarca de la familia, el comandante Daniel
Ortega, por el acoso sexual intrafamiliar, compulsión que, de no castigarse a
tiempo, puede muy bien conducir al incesto.
El
festival de Laureanito presentó por vez primera en Centroamérica obras del
compositor toscano, y ellas fueron Turandot y La Bohème. Sin embargo, hay algo
tiránicamente escarnecedor en la puesta en escena del Turandot de Managua y es
que haya sido justamente Laureanito el tenor a cargo del papel de Calàf.
La
estampa del hijo de un dictador centroamericano entonando el aria “Nessun
dorma” ante un auditorio cautivo, hecho de dignatarios del gobierno y empleados
de la administración pública, obligados a ovacionar, evoca los extravíos de la
millonaria Florence Foster Jenkins, quien, pese a ser tan sorda como una
bombilla incandescente, llegó a comprar, en octubre de 1944, todo el aforo del
Carnegie Hall para darse el gusto de cantar, un mes antes de morir, en un
verdadero teatro de ópera.
La
Foster Jenkins al menos se gastaba dineros legítimamente heredados de su padre.
Laureano, en cambio, emula a los grandes Giacomo Lauri-Volpi y Beniamino Gigli,
insultando a los nicaragüenses con el dispendioso espectáculo de su megalomanía
a costa de petrodólares birlados por Hugo Chávez a todos los venezolanos.
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