Por Ángel Oropeza
Decía Tocqueville que la
historia es una galería de cuadros en la que hay pocos originales y muchas
copias. Por esto, en días en que para algunos el desánimo y la desesperanza
amenaza con castrar su voluntad de lucha, es necesario recordar la historia,
para aprender de las copias antecedentes de tragedias que, sin esas enseñanzas
y comparaciones, hoy parecieran irremediables y definitivas.
En 1957, la penúltima
dictadura que sufrió Venezuela tuvo que inventar un artificio para huir de la
voluntad del pueblo. Contrario a la Constitución vigente de 1953, que
estipulaba elecciones directas, secretas y universales para escoger al
presidente de la República y otros cargos locales para ese año, el régimen
–ante el peligro cierto de perderlas– inventó un recurso desesperado e
inconstitucional para perpetuarse en el poder. Gracias a su control sobre el Consejo
Supremo Electoral, ordenó a este la convocatoria a un plebiscito para que la
gente “decidiera” si quería que el dictador continuara o no en el poder.
Por
supuesto, como toda dictadura, trató de convencer a los incautos de que esa
inconstitucional modalidad electoral era realmente una forma superior de
consulta democrática, porque se adaptaba a nuevas realidades políticas que no
estaban presentes al inicio de su mandato.
El plebiscito se efectuó el 15
de diciembre de 1957. Según el régimen, 87% de los venezolanos habría dicho
“Sí” a la continuación de la dictadura, cifra que por supuesto nadie creyó. Los
resultados fueron desconocidos por la Junta Patriótica. A pesar de ello, el
dictador fue juramentado el 20 de diciembre. Para muchos, el régimen había triunfado
y se había salido con la suya. Hubo desánimo y desesperanza en algunos que
pensaron, erróneamente, que estaban frente a la consolidación de la dictadura.
Sin embargo, las protestas estudiantiles y laborales que habían comenzado el 4
de noviembre cuando fue anunciado el plebiscito, continuaron, y la labor de la
dirigencia política no se detuvo. Para perpetuarse en el poder, el régimen
había cavado su propia tumba. La presión social y política fue tan intensa y
sostenida, que apenas un mes más tarde el todopoderoso Pérez Jiménez huía del
país y se derrumbaba la dictadura.
Lea ahora de nuevo los dos
párrafos anteriores. Solo cambie 15 de diciembre de 1957 por 30 de julio de
2017, borre 20 de diciembre y escriba 4 de agosto, reemplace Junta Patriótica por
Unidad Democrática, quite Pérez Jiménez y ponga Maduro, y finalmente cambie
plebiscito y ponga constituyente. Las similitudes no son coincidencias. Las
dictaduras se parecen y cuando se trata de aferrarse al poder, terminan
cometiendo los mismos errores.
El madurocabellismo se acaba
de jugar su última carta. Y para ello tuvo que pagar un precio muy alto:
repudio popular, aislamiento internacional y fractura de su base de apoyo
fáctico. La lucha democrática logró su objetivo y la constituyente fraudulenta
nació muerta. Para el gobierno, ese cadáver es su última esperanza. Cree ganar
en tiempo lo que pierde en gobernabilidad. Lo que está haciendo es solo
prolongar su agonía.
El cambio es indetenible y el
régimen lo sabe. Una evidencia es la decisión de prolongar hasta 2 años el
funcionamiento de la falsa asamblea constituyente, como una manera de intentar
proteger al régimen y a sus personeros ante la eventualidad probable de un
cambio político. Esta ilusión de que la falsa ANC funcione como garantía de supervivencia
del régimen es la mejor demostración de la debilidad intrínseca de una
dictadura que se cae a pedazos.
Al igual que en 1957, la clave
ahora está en no desfallecer, en continuar la lucha inteligente y sostenida, en
reforzar más que nunca la unidad de pueblo y dirigencia política. Que no haya
ni vuelta a la normalidad ni acostumbramiento. Lancemos el miedo a la espalda,
apartemos a los cómplices generadores de frustración y desánimo que no nos
dejan ver el horizonte luminoso que se esconde detrás de sus tristes figuras, y
levantemos la mirada. Esta historia es nuestra.
08-08-17
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