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martes, 5 de septiembre de 2017

ARISTÓTELES; SIN LEYES LA DEMOCRACIA ES UN DESPOT ISMO, por Héctor Silva Michelena



Héctor Silva Michelena 04 de septiembre de 2017

Políticas, Libro VI, cap.IV, Austral, Madrid.

La redacción de los textos de Aristóteles que han llegado hasta nosotros (con frecuencia notas de cursos) no hace siempre fácil su lectura. Es el caso de este pasaje. El mismo merece, sin embargo, el esfuerzo que reclama su clara inteligencia. No solamente hay allí lo que es, sin dudas el punto de llegada de la reflexión de Aristóteles sobre la democracia, es el enunciado más firme que implica para él la noción de politéia; podríamos adelantar que Aristóteles nos lega aquí como testamento la lucidez conquistada por Grecia de una de sus invenciones más sublimes: la democracia.

Aristóteles viene de mostrar que varias formas de sociedad pueden merecer el nombre de democracia, según la naturaleza del pueblo (cf. también texto nº. 7) o la definición de la ciudadanía, siempre que la igualdad ante el poder esté asegurada. Es ahora la relación de la democracia con la ley que él va a examinar.

Esta cuestión es para él la más fundamental. Cada forma política se desdobla en una no-forma, según que se desenvuelva en un cuadro legal instituido, o que pretenda eximirse de la ley. Tal es la relación entre monarquía y tiranía y tal va a ser aquí la relación entre democracia y demagogia.

Sobre este punto, Aristóteles enuncia un principio constitutivo de la democracia (cf., texto nº. 1 a cerca de Ótanes cuando define la democracia como un control de la legalidad. (Recordamos que Otaés fue un noble persa que hacia el 522 a. C. apoyó a Darío I en su ascensión al trono). Podemos leer en Esquines (en su oración Contra Timarco, I, IV-V): “existen en el mundo tres tipos de gobierno: la monarquía, la oligarquía y la democracia. Las dos primeras formas son regidas por el buen placer de los jefes, los Estados democráticos son regidos, al contrario, por las leyes que garantizan la seguridad de los ciudadanos de un Estado democrático y de su Constitución, en tanto que las monarcas y los jefes de una oligarquía hallan su salud en la desconfianza y en sus guardaespaldas” (gardes du coprs) (1).

Esto es por lo que los demócratas atribuían tanta importancia a la protección de la Constitución, concebida como una muralla contra la degradación de la democracia en demagogia. Tales eran como lo muestra, Mogens Herman Hansen un filólogo clásico, especialista en la democracia ateniense y en las polis, la función del ostracismo y la de la “graphé para nomon” (acción en justicia contra aquel que propone una ley no constitucional). Como lo dijo el orador Licurgo (Contra Lycophron) (2).

Se desmarcan así de manera decisiva de Platón, para quien la demagogia es consecuencia necesaria de la democracia; Aristóteles construye una oposición regulada ente demagogia y democracia. El poder del pueblo en una democracia se ejerce en el marco legal de una constitución, la demagogia ignora la legalidad. La soberanía en democracia se ejerce mediante la participación de cada ciudadano en las magistraturas, la demagogia, los ahoga en una masa anónima (cf. texto nº. 38). La democracia procede por leyes, voluntad de todos válida para todos, la demagogia corrompe esta voluntad y confunde la ley con el decreto.

Aristóteles da un argumento que desarrollará Rousseau (texto nº. 33) y pone en su lugar las relaciones de la democracia con lo que nosotros denominamos “Estado de derecho”; por la conclusión en la cual se detiene, tiende de hecho, a confundir la verdadera democracia con la politéia equilibrada que él expone a su querer. Es lo que Francis Wolf (Aristóteles y la política) ha llamado el Aristóteles demócrata.

(1)        (En el año 346 a. C. el orador Esquines pronunció un demoledor discurso acusando de prostitución a Timarco, uno de sus enemigos políticos. A través de este discurso se ha procedido a llevar a cabo un profundo análisis sobre la masculinidad, el homoerotismo masculino y la idea de ciudadanía en la Atenas de este período, así como de las relaciones y dependencias que se establecen entre dichos elementos, observándose, de esta manera, cómo el desempeño de determinados comportamientos, en este caso sexuales, contribuyeron a formar un modelo concreto de masculinidad sobre el que se asentó la idea de ciudadanía. Todo ello nos ofrece una visión particular, en primer lugar del fenómeno homoerótico en la Atenas clásica, y, en segundo lugar, de la forma en que se construía la ciudadanía ateniense y de los elementos que contribuían a sustentarla. http://eprints.ucm.es/26014/).

(2)        Licurgo (390-324 a.C) orador ateniense y hombre de Estado. El único ORADOR ÁTICO de sangre noble. Como orador apoyó las políticas antimacedónicas de Demóstenes, el único discurso suyo que se conserva es el titulado Contra Leocrates, (quien era un líder ateniense, general de la Primera Guerra del Peloponeso. Él dirigió las fuerzas atenienses que conquistaron la isla de Egina, tradicionalmente un rival naval de Atenas. Dirigió la gran batalla naval en la que según se informa, los atenienses capturaron o hundido setenta naves; Leócrates dirigió las fuerzas atenienses en tierra para sitiar Egina -islas de Grecia situadas en medio del golfo Sarónico-. El egineta finalmente se rindió a los atenienses y se convirtió en aliados sujetos de Atenas).  En su discurso Contra Licofrón dice “es en efecto pecar contra la piedad liberar sin castigo al hombre que, no contento con violar las leyes escritas por las cuales la democracia debe subsistir que introducir novedades pícaras y convertirse en legislador”. Licofrón tirano de Feras, 355-352 a.C, uno de los asesinos de Alejandro de Feras, se convirtió en tirano después de un breve gobierno de Tisifono. Se alió con Focis y se enfrentó con Filipo II de Macedonia en la desastrosa batalla del Campo de Azafrán.

 Escribe Aristóteles:

En efecto, en las democracias en que la ley gobierna, no hay demagogos, sino que corre a cargo de los ciudadanos más respetados la dirección de los negocios. Los demagogos sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía. El pueblo entonces es un verdadero monarca, único, aunque compuesto por la mayoría que reina, no individualmente, sino en cuerpo. Homero (1) ha censurado la multiplicidad de jefes , pero no puede decirse si quiso hablar, como hacemos aquí, de un poder ejercido en masa o de un poder repartido en muchos jefes, ejercido por cada uno en particular. Tan pronto como el pueblo es monarca, pretende obrar como tal, porque sacude el yugo de la ley y se hace déspota, y desde entonces los aduladores del pueblo tienen un gran partido. Esta democracia es en su género lo que la tiranía es respecto al reinado. En ambos casos encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos; en el uno mediante las decisiones populares, en el otro mediante las órdenes arbitrarias. Además, el demagogo y el adulador tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado; el uno cerca del tirano, el otro cerca del pueblo corrompido. Los demagogos, para sustituir la soberanía de los derechos populares a la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo, porque su propio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del pueblo de quien ellos soberanamente disponen, gracias a la confianza que saben inspirarle. Por otra parte, todos los que creen tener motivos para quejarse de los magistrados, apelan al juicio exclusivo del pueblo; éste acoge de buen grado la reclamación, y todos los poderes legales quedan destruidos. Con razón puede decirse que esto constituye una deplorable demagogia, y que no es realmente una constitución; pues sólo hay constitución allí donde existe la soberanía de las leyes. Es preciso que la ley decida los negocios generales, como el magistrado decide los negocios particulares en la forma prescrita por la constitución. Si la democracia es una de las dos especies principales de gobierno, el Estado donde todo se resuelve de plano mediante decretos populares no es, a decir verdad, una democracia, puesto que tales decretos no pueden nunca dictar resoluciones de carácter general legislativo.

(1)  Homero, Ilíada, cap.II, v 204

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