Fernando Mires 10 de noviembre de 2017
El
presente texto intenta analizar los vínculos que se establecen entre la
representación política y los elementos menos representativos del poder.
Partiendo de la base de relaciones interpersonales duales, se intentará
indagar, usando entre otros, ejemplos cinematográficos, acerca de los vínculos
contraídos entre esas dos dimensiones del poder al nivel de lo político
propiamente tal.
Cabe
precisar que el texto ha sido escrito en clave de ensayo, es decir, no se trata
de un artículo de opinión relativamente extenso sino de un ensayo breve.
1. El
Amo y el Sirviente
Si uno
afirma que El Sirviente es un clásico del cine, creo que nadie
va a estar en desacuerdo. Me refiero a ese legendario filme del año 1963
dirigido por Joseph Losey cuyo guión fue escrito nada menos que por Harold
Pinter (Premio Nobel de Literatura, 2005) y en el cual brilló como nunca el
gran actor británico Dirk Bogarde secundado por James Fox y Sarah Miles.
Convendrá
precisar por qué digo “un clásico” y no, por ejemplo, una gran película. La
razón es una: hay magníficos filmes, algunos superiores a los llamados
clásicos, pero aún así, no son clásicos. La pregunta pertinente es entonces:
¿Qué es un clásico?
Sin
intentar definir, osaré una respuesta: “Un clásico es una obra que se
trasciende a sí misma”. Trascendencia que en el caso de El Sirviente actúa
en dos sentidos. Por una parte, su tema puede ser enlazado con otros; es decir,
se trata de un filme discursivo. Por otra, el mismo filme puede ser visto de
modo distinto en diferentes periodos. Esa al menos ha sido mi experiencia.
Las
veces que he echado a rodar el video El Sirviente –no pocas-
ha sido inevitable para mí conectar su tema con situaciones que trascienden al
filme. Por la misma razón, cada vez lo veo de un modo diferente. Así sucede con
las grandes obras de arte. Como me confesó un amigo pintor: “Cada vez que miro
a la Gioconda, ella me sonríe de distinta manera”.
Algunas
veces he visto a El Sirviente de modo literario, apreciando el
lugar de la frase justa en el dialogo. También lo he visto de un modo
histórico, verificando la decadencia de la aristocracia en la Inglaterra
moderna. Lo he visto de un modo filosófico, comprobando la utilidad de la
dialéctica amo-siervo propuesta por Hegel. Por cierto, lo he visto de modo
psicoanalítico, observando hasta que punto una personalidad débil puede ser
destruida por otra más fuerte. Y no por ultimo, lo he visto de un modo
político, pues la relación de el sirviente con su señor no solo es un vínculo
de poder; implica además una lucha por el poder. ¿Y puede haber algo más
político que la lucha por el poder?
La
última vez que vi a El Sirviente lo hice de un modo más
político que nunca. Visión que tiene que ver con un tema con el que he venido
ocupándome en los últimos meses. Me refiero al de la representación del poder,
o mejor dicho: al del poder como representación. Trataré de explicarme:
Uno de
los pocos puntos en el cual están de acuerdo los representantes más conocidos
de la filosofía política de nuestro tiempo puede ser sintetizado con la
siguiente tesis:Todo poder al ser representativo es necesariamente simbólico.
Lo han remarcado con énfasis autores como Jaques Ranciére quien sigue en todo a
Hannah Arendt (aunque sin citarla). También lo han hecho los
“marxistas-lacanistas”, sobre todo Ernesto Laclau y Slavoj Žižek y,
de un modo más original, Claude Lefort, para quien la simbólica del poder
resulta de una maraña de relaciones múltiples e inextricables.
A
diferencia de otros autores -sobre todo de Žižek, para quien el símbolo
del poder operaría sobre la base de un fondo no simbólico (lucha de clases)- la
maraña del poder (“condensación” en términos de Laclau) obedecería, según
Lefort, a un entrelazamiento de significantes cuyos significados “reales” no
son accesibles, con lo cual todo poder sería simbólico y no simbólico a la vez.
O dicho así: para Lefort el nudo simbólico del significado del poder no es
una superestructura cuyo significado no es simbólico, sino por el
contrario, lo no simbólico se encontraría en el interior mismo de lo simbólico
(y viceversa). Lo simbólico y lo no simbólico se entienden así en el marco de
una relación interpersonal que puede ser de poder privado como en El
Sirviente, o público, como ocurre en la política. Y bien, pocos filmes –a
ese punto voy- ilustra de un modo tan certero los juegos de poder que se
establecen entre sus dimensiones representativas y las que podríamos llamar
(recurriendo por un momento a Max Weber) instrumentales, como ocurre en El
Sirviente de Losey.
Hugo,
el sirviente, accede al poder del amo haciéndose extremadamente útil. Gracias a
que asegura el orden interno del hogar (aseo, alimentación) Tony puede
continuar llevando la vida ociosa que le permite su fortuna. Pero llega el
momento en el cual Hugo se convierte en imprescindible. A partir de ahí, Hugo
controlará la voluntad del amo, es decir, el sirviente ocupará el lugar
simbólico del poder del amo. Pero al hacerlo desaparece la línea que separa al
poder representativo del instrumental. En otras palabras, al desaparecer el
poder del amo, desaparece el del sirviente. O dicho con Hegel: “Al suprimir al
amo el siervo se suprime a sí mismo en cuanto siervo”. Así termina la película:
Al haber sido destruido el poder de Tony aparece en su lugar un poder brutal,
uno que solo es “apoderamiento”. El caos triunfa sobre el orden, el vicio sobre
la virtud, la degradación sobre la moral. El amo no tiene a quien mandar y el
sirviente no tiene a quien servir.
Increíble
que esa historia haya sido guionizada por Harold Pinter, en ese entonces
miembro del partido comunista británico. Increíble, porque la toma del poder
del proletario (Hugo) en contra del poder burgués (Tony) no lleva en el filme a
una “sociedad” superior sino a la destrucción del sentido mismo del juego del
poder.
Al
haber desaparecido las reglas que dan sentido al poder, sobreviene el caos.
Desde el caos de una “sociedad sin socios”, emergerá el terror, y en los
momentos finales, el apoderamiento total de Tony por parte del sirviente
llevará a otro poder, un poder sin reglas ni juegos: un poder basado en la
violencia y en la maldad representada por Hugo y su vulgar amante Vera.
Hannah
Arendt ya lo había advertido. Suele suceder que cuando es destruida la sociedad
de clases no llega la tan anhelada igualdad social. En su lugar aparece una
sociedad de masas cuyo caos solo puede ser superado por un Leviatán moderno,
vale decir, por un poder totalitario. El destino de Tony –no lo muestra el
filme – ya estaba prefijado: la cárcel y /o la clínica (los principales
dispositivos del poder según Foucault). El destino de Hugo, también: nunca él
iba a ser un verdadero señor. No estaba hecho para eso.
El
poder, es lo que aprendí de El Sirviente, no es una cosa en sí;
tampoco es un monopolio. No es la violencia ni la fuerza bruta (Arendt). El
poder es una relación. O dicho así: no hay poder sin relaciones de poder: El
poder mismo es una relación de poder. Faltando uno de los términos que
constituyen esa relación, el poder suele derrumbarse sobre sí. O para
formularlo de modo plástico: El poder sostiene su representabilidad solo si
detrás del poder hay otro poder, un poder no-representativo; un poder, repito,
más instrumental. Pero esa segunda dimensión -el poder detrás del poder- no es
en sí el verdadero poder. El verdadero poder está formado por la relación de
ambos poderes, el instrumental y el representativo. Por esa razón, suele
suceder –y así sucedió en El Sirviente- que cuando es destruida la
representabilidad del poder, el poder instrumental debe representarse como tal,
lo que en la vida política es imposible pues el poder instrumental es
políticamente impresentable. Al revés ocurre igual. Sin el poder instrumental,
el representativo no tiene donde sostenerse.
En
términos teológicos podría decirse que la relación entre lo representativo y lo
instrumental es muy similar a la relación alma-cuerpo. Sin alma, el cuerpo se
derrumba sobre su animalidad originaria. Sin cuerpo, el alma no existe.
El
Sirviente es una película micro-política, pero por lo mismo
traspasable a modos de relación macro-políticas como son las que tienen lugar
no al interior de una mansión aristocrática, sino al interior de los Estados en
los cuales no es inusual que más allá del poder representativo existan poderes
no representativos (a veces llamados fácticos) los que si son concentrados en
una sola persona, lleva a la configuración de “un poder detrás del poder” muy
similar a la que se dio en El Sirviente.
La
historia de las monarquías europeas ha sido en gran medida la historia de esos
poderes que están detrás del poder.
No me
refiero a los consejeros influyentes sin los cuales los monarcas se sentían
perdidos. Sí a aquellos que terminaron por sustituir el poder representativo
del Rey. O para decirlo en términos más concretos: No me refiero a Nicolás
Maquiavelo dando consejos al sanguinario César Borgia pues este último siempre
concentró todo el poder, tanto el representativo como el instrumental. En
cierto modo me refiero a gente como al Cardenal Richelieu quien desde 1616 a
través de su “poder detrás del trono” arrebataba el poder a Luis Xlll sin
trepidar en desatar terribles guerras (como la de los treinta años).
2. El
Ministro y el Rey
La
cinematografía inglesa con esa pasión por los temas históricos que la
caracteriza nos ha mostrado en piezas maestras como la relación interpersonal
establecida por Losey, la de sirviente-amo, ha sido muy decisiva en la historia
de la nación. ¿Cómo olvidar por ejemplo la película Cromwell (1970)
con las actuaciones de esos genios del escenario, Richard Harris en el papel de
Cromwell y Alec Guiness en el de Carlos l?
Cromwell,
campesino ennoblecido que juró obediencia a la Monarquía llegó a convertirse en
líder de Escocia e Irlanda para luego, como aliado de la Iglesia protestante,
destruir el poder de Carlos l. Sin embargo, aún a pesar de haber acumulado
mucho más poder fáctico que el Rey, Cromwell no pudo destruir a la “idea de la
Monarquía”. Quizás el mismo no se atrevió a hacerlo. Gracias a su genialidad
política entendió que esa idea era el símbolo que sujetaba al poder
instrumental que el mismo había logrado construir. Pues, para que exista un
poder detrás del poder, es necesario también que exista un poder delante del
poder.
¿Debemos
recordar aquí una de las precisiones políticas memorables de Claude Lefort? El
principio de la Monarquía absoluta no se basa en el poder absoluto del Rey sino
en la idea de que el poder absoluto es de Dios. El Rey no era el dueño del
poder absoluto, solo el ocupante de un poder que no es el poder del Rey. Luego,
destruir la monarquía no solo fue cometer regicidio; pero sí fue el intento
(jacobino) de sustituir con hombres un poder que no es de los hombres. Razón
por la cual, advierte Lefort, después del regicidio y de la traumática
experiencia napoleónica, los franceses optaron por mantener la noción del poder
alrededor de un trono vacío.
Ese
“vacío en el trono” es para Lefort el principio básico de la razón democrática.
Si alguien se sienta en ese trono, ya no hay más democracia. La condición de la
democracia es y será, por lo tanto, un trono vacío. La democracia, entonces, no
es el poder “detrás” del trono, pero sí es el del poder “alrededor del trono”.
Eso explica por qué las figuras históricas que han representado el poder detrás
del poder lo han hecho sobre la base de la no existencia de relaciones
democráticas. O sobre sus ruinas. Ya volveré sobre ese punto. Es muy
importante.
Pero
aún de un modo más explícito que en el filme Cromwell, la relación
política y personal de los dos poderes alcanzó su cenit cinematográfico en la
inolvidable película Becket – Asesinato en la
Catedral (1959). Inolvidable porque más allá de la textura argumental
tuvo lugar en ese filme un duelo de gigantes. No aludo solo al duelo entre el
poder monárquico y el poder religioso, sino también a ese duelo artístico que
protagonizaron Richard Burton (Thomas Becket) y Peter O’Toole (Enrique ll).
Pocas veces la pantalla hizo mejor honor al cine cuando a través de dos
inolvidables talentos fue descifrada la relación de poderes que constituía a la
monarquía medieval inglesa.
En
cierto modo Becket era la visión histórica y política de esa
relación privada que describe el argumento de El Sirviente de
Losey. Basada en el drama de Jean Anouilh (L`Homme de Dieu) el filme
representa la lucha entre el poder real y el eclesiástico. Pero hay más.
También allí se da de modo explícito la unidad entre el poder representativo y
el instrumental, pero no como dos poderes diferentes, sino como un mismo poder
representado por dos hombres.
Thomas
Beckett, como es sabido, no solo fue el canciller de Enrique ll. Fue su más
íntimo amigo. Más aún, la relación homosexual entre el señor y el amo, que
en El Sirviente aparece de modo latente, irrumpe en el filmeBecket de
modo manifiesto. El amor, el sexo, la pasión, el poder y la política configuran
en ese filme un entrelazamiento (intrincación, según Lefort) que solo comienza
a entenderse cuando la relación fue partida en dos, es decir, cuando Enrique ll
decidió nombrar a Becket, Arzobispo de Canterbury, creyendo así que a través de
su fiel amigo podría someter definitivamente el poder de la Iglesia. Craso
error: Ocurrió exactamente lo contrario.
Becket
como Arzobispo decidió ser fiel a su nuevo poder y no al del Rey. Separado de
su sitio ministerial, Becket dejó de representar el poder detrás del poder para
convertirse desde el arzobispado en depositario de “otro poder”. Desde el
momento en que fue investido supo que de ahí en adelante debería actuar como
súbdito de Dios y no del Rey. Fue esa la razón por la cual había suplicado a
Enrique ll que no lo nombrara Arzobispo.
La
relación entre el ser y el poder adquiere en el filme Becket una
intensidad dramática. De ese drama surge una evidencia que debemos tener en
cuenta todos quienes nos ocupamos de los tramas de la política. La evidencia es
la siguiente: en la lucha política no es el ser el que determina al
poder sino el poder al ser. Así se explica por qué Enrique ll mandó
asesinar a su amado y odiado Becket. Pero el asesinato en la catedral no dilucidó
la lucha entre el poder monárquico y el eclesiástico. Por el contrario, marca
el comienzo de la ruina moral y política de una dinastía. Ningún poder podía,
efectivamente, prescindir del otro. Eso fue lo que no entendió Enrique ll.
3. El
Símbolo y su Instrumento
Puede
que a más de alguien sorprenda mi referencia a los poderes que se sitúan detrás
y luego se separan del orden monárquico como hechos políticos, pues para no
pocos expertos la política es una práctica exclusiva de la modernidad. Aquí en
cambio se sostiene una opinión contraria. Mientras menos moderno, es decir,
mientras más débil es el marco institucional y constitucional que rodea a un
conflicto, mayor será su peso político. Ese es también el sentido de la tesis
de Carl Schmitt relativa a que mientras más agudo es el antagonismo entre dos
fuerzas contrarias, más grande será su potencial político. También es la razón
por la cual Schmitt fue un declarado enemigo del parlamentarismo. El
Parlamento, en la opinión de Schmitt, tiene como objetivo mitigar la tensión
del antagonismo político.
El
Parlamento trae consigo, por cierto, la posibilidad de la ampliación de la
democracia, pero la democracia está destinada no a agudizar los conflictos sino
a garantizarlos mediante la construcción de diques reguladores. Es por eso que
aquí se insiste en el hecho de que la ampliación de las libertades democráticas
no tiene mucho que ver con la expansión de la práctica política pues mientras
mayores sean esas libertades más necesario será protegerlas mediante la creación
de instancias reguladoras, entre otras, el Parlamento.
La
democracia, es obvio, solo puede surgir allí donde hay práctica política, pero
la política, por el contrario, no necesita de la democracia. De ahí que la
dramaturgia de la política es mucho más intensa en los regímenes menos
democráticos que en aquellos en los cuales predomina un irrestricto apego a las
leyes.
La
política es mucho más intensa –y personalizada- allí donde los derechos nos son
negados y necesitamos conquistarlos que allí donde están garantizados. O dicho
de modo ultra simple: mientras la política es lucha, la democracia es un campo
de lucha. Por la misma razón, en una democracia altamente institucionalizada la
diferencia entre la representación del poder y su resguardo instrumental suele
ser mínima.
Así
nos explicamos por qué la relación y conflicto entre ambas dimensiones del
poder (la representativa y la instrumental) fue tan intensa durante los
regímenes monárquicos. Nos explicamos también por qué en las naciones donde no
hay democracia o en donde sus soportes sistémicos son débiles –pienso en
naciones latinoamericanas- la división entre representación e
instrumentalización del poder suele ser profunda. En una democracia “perfecta”
no debería existir ningún poder detrás del poder, y hay algunos países en los
cuales ya prácticamente no existe. En las más imperfectas, el poder detrás del
poder continúa siendo un “factor” decisivo.
No
debe sorprendernos por lo tanto que durante el siglo XX, cuando la Europa
republicana fue atacada desde dentro por las dos contrarrevoluciones
antidemocráticas más furiosas de la modernidad, la nazi y la estalinista, estas
hayan sido encabezadas por líderes simbólicos resguardados por un poder interno
encarnado en dos figuras sin las cuales esos líderes, Hitler y Stalin, no
habrían podido actuar en la forma en que lo hicieron. Me refiero a ese poder detrás del poder representado por
Joseph Goebbels en la Alemania nazi y por Lavrenty Beria en la URSS.
4. El
Autor y el Actor
Quienes
asumieron las tareas internas del poder durante Hitler, fueron muchos. Göring,
por ejemplo, controlaba la aviación. Alfred Speer era el favorito de Hitler en
materias arquitectónicas. Henrich Himmler era el encargado de los aparatos de
seguridad. Pero en las preferencias del dictador, ninguno de los miembros de
esa mafia tuvo tanta significación para Hitler como su epígono, el deforme,
pequeño, moreno, algo inválido y muy poco “ario” Joseph Goebbels.
Por de
pronto Goebbels poseía una formación académica que Hitler nunca tuvo. Entre
otras disciplinas había estudiado Historia, Arte y Leyes Clásicas. Pero además
superaba al propio Hitler en sus visiones destructivas, razón de sobra para que
Hitler lo nombrara su albacea literario.
Al
comienzo Hitler consultaba cada discurso con Goebbels. No solo las palabras,
además los gestos, los tonos, las pausas, los momentos culminantes. Como
Ministro de Propaganda, Goebbels se encargaba de la prensa escrita y radial,
pero también de la configuración de los escenarios en los cuales Hitler
realizaba sus actos de representación populista. Los reflectores en el exacto
lugar, los espacios apropiados para que rebotara el eco de la voz, los
uniformes de los niños que besaría el Führer, los colores de las banderas, e
incluso las consignas que debería corear la multitud enloquecida. En cierto
modo Goebbels era autor, actor y coreógrafo de una obra cuyo personaje
principal era Hitler. De ahí que la identificación entre ambos monstruos fue
casi absoluta.
La
entrega personal de Goebbels a Hitler no reconocía límites. Hay incluso
historiadores que afirman que Hitler consideraba a la esposa de Goebbels como a
su propia mujer y a los hijos del Ministro, como a sus propios hijos. En
sentido inverso, Goebbels comenzó a escribir directamente los discursos de
Hitler de ahí que en algunos momentos Hitler era ya Goebbels del mismo modo
como Goebbels era ya Hitler. Probablemente en sus momentos íntimos, el Dr.
Goebbels, como si él hubiera sido el Dr. Frankestein de la política, imaginaba
que Hitler era su propio invento. En parte, lo era.
Llegaría
el momento en el cual Goebbels -así como ocurre con aquellos compositores que
en un momento determinado deciden cantar las partituras que han compuesto para
otros- no resistiría la tentación de hacerse el mismo del poder representativo
de Hitler, es decir, intentaría representar al símbolo que imaginaba haber
creado desde los más oscuros bastidores del poder. Así fue como Goebbels,
abandonando la grisura de su eminencia, comenzó a pronunciar el mismo sus
propios discursos.
Los
discursos de Goebbels superaron pronto el dramatismo y por cierto la locura de
los de Hitler, quien poco a poco estaba siendo consumido por el mal de
Partkinson. Fue quizás esa la razón por la cual Goebbels decidió representar
personalmente el final apoteósico de la que consideraba su obra magistral. Su
famoso discurso de 1943 pronunciado en el Palacio de los Deportes de Berlín,
cuando desatando el orgasmo colectivo de cientos de funcionarios nazis anunció
“la guerra total” (el Holocausto de todo el mundo) concebida por él, como el
canto final de una ópera wagneriana.
Bajo
la ruina de los bombardeos, ambos, los amantes del mal, Hitler y Goebbels,
compartirían juntos el infierno que tanto merecían.
5. El
Verdugo y el Tirano
En
cierta medida las eminencias grises configuran el doble del amo, o si se
quiere, su otro yo. Mientras el destino no los separa, el poder mantenido en
las sombras es el correlato ideal del poder que aparece bajo la luz pública. No
obstante, las sombras detrás del poder no son siempre las mismas pues no todos
los sistemas de poder son idénticos. El nazismo era un régimen basado en el
terror, qué duda cabe. Pero además, era un régimen populista. El pueblo alemán,
por decirlo así, llegó a ser el pueblo de Hitler.
En el
caso alemán el terror estaba puesto al servicio de una voluntad popular
representada en el líder mesiánico. No ocurrió lo mismo con el sistema estaliniano
porque Stalin, al contrario de Hitler, nunca fue, ni tampoco quiso ser, un
dictador populista. Ambos tiranos representaban por cierto un orden
totalitario. La equivalencia totalitaria que se da entre nazismo y comunismo
sentada por Hannah Arendt es en ese punto impecable. Pero a la vez hay que
consignar que los elementos del fenómeno totalitario estaban ordenados de
manera distinta en ambas dictaduras.
Si
hubiera que sintetizar, podría decirse que el guión del discurso nazi iba
siendo escrito a la medida y según las necesidades de las circunstancias (y de
las locuras) del nazismo. El guión del discurso estalinista, en cambio, ya
había sido pre-escrito por los antepasados inmediatos de Stalin. El
marxismo-leninismo era, antes de que Stalin accediera al poder, un corpus
ideológico construido por los bonzos del imperio soviético. Stalin aparecía por
lo tanto solo como un continuador -digo, aparecía; eso no significa que hubiera
sido- de un mandato histórico precedente, esto es, como ejecutor de una razón
histórica superior representada en el Partido- Estado del cual él era su
exponente principal.
La
diferencia es importante: mientras Hitler era más populista que Stalin, Stalin
era más carismático que Hitler. Digo carismático en el sentido que otorga al
término Max Weber, vale decir, como la representación de una tradición y un
orden pre-constituido. Por lo mismo, mientras que la tarea de Hitler había sido
dar formato ideológico a un sistema de dominación en desarrollo, la de Stalin
sería preservarlo, continuarlo y, en lo posible, expandirlo.
Las
imágenes que atestaban las calles de la URSS con las cabezas de Marx- Engels-
Lenin y Stalin, una al lado de la otra, eran la representación exacta de la
iconografía de la religión estatal. Si tenemos en cuenta esa realidad, no debe
asombrar que el rol de la eminencia gris de Stalin, Lavrenty Beria, hubiera
sido muy distinto al de Joseph Goebbels.
Mientras
a Goebbels le había sido asignado el cometido de construir la ideología del
nazismo, a Beria le sería encomendada la tarea de preservar y proteger un orden
ideológico y político ya constituido. De tal modo, si las herramientas de
Goebbels habían sido los discursos, la propaganda y el espectáculo, las de
Beria deberían ser las del terror: los servicios secretos, los patíbulos y, no
por último, las cámaras de tortura.
Pocas
veces un solo hombre ha controlado tanto poder destructivo como ocurrió con
Beria en la URSS. Las llamadas purgas, mediante las cuales fue liquidada la
vieja guardia del bolchevismo, precisamente la que había llevado a cabo la
revolución, fue obra exclusiva de Beria/ Stalin. Nadie, ni siquiera Hitler
logró asesinar a tantos comunistas como esa dupla satánica. Además Beria se
encargó de las deportaciones masivas, de los asesinatos colectivos, del aplastamiento
de las llamadas nacionalidades.
El
archipiélago GULAG, vale decir, la conversión de Rusia en una gigantesca
cárcel, no habría podido ser construido sin la existencia de un verdugo como
Beria. Mas todavía: desde los interiores del Estado, Beria controlaba, mediante
la extorsión y el chantaje, a los miembros del Comité Central. Lentamente Beria
se estaba convirtiendo no solo en el verdadero poder: él era todo el poder.
Llegaría el momento en que el terror ya no actuaría tras bastidores, sino en la
propia superficie del régimen.
¿Asesinó
Beria a Stalin? Los indicios son muchos, falta solamente la prueba final. Tal
vez esa prueba se encuentra escondida en alguna oficina subterránea del
Kremlin. Lo cierto es que cuando murió Stalin, Beria creyó que había llegado la
hora de hacerse directamente del poder, y en cierto modo así lo hizo junto a su
títere Malenkov.
Beria
debería ser eliminado con los propios métodos de Beria. Era la única
posibilidad que tenía la fracción dirigida por Nikita Kruschev para salvar no
al Partido, no a la URSS, en ningún caso al socialismo, sino simplemente a sus
propias vidas. Acusado de espía al servicio de Gran Bretaña, Beria fue
ejecutado. Pero hay otra versión, la de su hijo. Según esa creíble versión,
Beria fue asesinado a quemarropa en su propia casa mediante la acción de un
comando nocturno. Como sea. Los burócratas del Partido habían entendido que el
poder de las eminencias grises debería ser puesto en el lugar que les
correspondía, detrás del poder representativo, nunca delante
¿Fue
esa la lección que aprendería mucho después ese ex agente de la KGB, organismo
en cuyo interior prevalecían los valores y métodos implantados por la doctrina
Beria?
Desde
muy joven Vladimir Putin fue educado para ser una eminencia gris. Su carrera
política la hizo detrás de Jelzin, y cuando asumió el gobierno, todos pensaron
en que Putin, el poder detrás del poder, seguiría el camino liberal de su beodo
antecesor. Nadie imaginó que Putin, usando mecanismos democráticos, sobre todo
electorales, iba un día a restaurar el sistema de dominación autocrático. Así
lo hizo. Pero ya no al amparo de una ideología cósmica como había sido el
marxismo-leninismo, sino de acuerdo a los valores y símbolos de la antigua
Rusia zarista.
Extremadamente
nacionalista, incluso eslavófilo, el ayer ateo ha descubierto otros símbolos
del poder. Hoy Putin se confiesa religioso, busca el apoyo de la conservadora
Iglesia ortodoxa, cultiva valores militaristas, ha hecho de la homofobia una
ideología personal.
Si
tuviéramos que evaluar la identidad política del mandatario ruso de acuerdo al
antiguo parámetro izquierda- derecha, deberíamos decir que Putin representa a
la más extrema derecha del mundo euroasiático. Como los antiguos zares, como
Stalin y Beria, ha impulsado espantosas masacres en Chechenia y Georgia. Hoy
intenta apoderarse definitivamente de Ucrania. Su proyecto es inocultable:
Putin quiere convertirse en el zar post-moderno de todas las Rusias.
¿Quién
es o será el Beria de Putin? ¿O ha creado Putin un sistema inédito en el cual
Beria y Stalin conformarían una simbiosis entre lo político representativo y lo
político instrumental? ¿Es Putin el sirviente de sí mismo? Ya una vez Putin,
invirtiendo los términos, puso a través de su marioneta Mevdevev, al poder
representativo al servicio del poder instrumental. ¿Está ahora él delante y
detrás del poder al mismo tiempo? Pero si es así, ¿sobre cuál poder reposa el
poder representativo? ¿O se derrumbará pronto sobre sí mismo como ocurrió en la
película El Sirviente de Joseph Losey?
Son
muchas las preguntas. Las respuestas vendrán con el devenir del tiempo. La
historia del futuro nunca ha sido escrita.
REFERENCIAS
Arendt,
Hannah ¿Qué es la política?, Paidos 1997
Arendt,
Hannah Entre el Pasado y el Futuro, Península 2003
Arendt,
Hannah Sobre la Violencia, Alianza 2005
Foucault,
Michel El Poder Psiquiátrico, FCE 2005
Freud,
Sigmund Psicología de las Masas, Alianza 2010
Laclau,
Ernesto La Razón Populista, FCE 2005
Lefort,
Claude La Incertidumbre Democrática, Antrophos 2004
Lefort,
Claude Democracia y Representación, Prometeo 2012
Schmitt,
Carl El Concepto de lo Político, Alianza 1999
Schmitt,
Carl Sobre el Parlamentarismo Tecnos 1990
Ranciére,
Jacques El Destino de las Imágenes, Politopias 2011
Weber,
Max Economía y Sociedad, FCE 1993
Žižek,
Slavoj El año que soñamos peligrosamente, Akal 2013
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