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viernes, 2 de noviembre de 2018

Sobre la naturaleza del conflicto político venezolano, por @penfold_michael ‏




Michael Penfold 01 de noviembre de 2018

Para Teodoro Petkoff
In Memoriam

Desde hace algunas semanas atrás viene revoloteando en el ambiente político venezolano algo que trasluce como el principio de una posible nueva negociación. O, por lo menos, la revelación de algunos actores, tanto nacionales como internacionales, que asoman querer entrar en un espacio que abra con mayor certeza esa posibilidad. Todo esto ocurre en un momento en que la terrible muerte del Concejal Albán —que aconteció en las ergástulas de las oficinas de inteligencia del Gobierno— nos recuerda el lado más oscuro de un régimen que profundiza sistemáticamente la persecución y la violencia política.

Entre la evidencia informativa de que algo efectivamente está en movimiento destacan la visita a Caracas del senador Corker de los Estados Unidos, las declaraciones del canciller de España hablando del 10 de enero de 2019 como la fecha de vencimiento de la legitimidad de origen de Maduro, el anuncio de la directora de Relaciones Exteriores de la Unión Europea explicando la imperiosa necesidad de buscar acuerdos sin dejar de aumentar la presión internacional en caso de que fuese necesario, el anuncio de Bruselas de la creación de un Grupo Contacto para Venezuela, cuyo objetivo sería explorar las bases para una potencial mediación; la activación del Grupo de Boston como punto de encuentro entre chavistas y opositores, las palabras de algunos voceros de oposición sobre la importancia de entrar en una negociación que permita fijar una nueva elección presidencial con condiciones justas y transparentes, el rechazo de otros actores a repetir una ronda sin que haya acuerdos previos que sean verdaderamente sustantivos, e incluso el reconocimiento de algunos líderes —que hasta hace poco estaban completamente renuentes a la posibilidad de un acercamiento— que dicen ya haber entrado en contacto con facciones internas del chavismo.

Todas estas afirmaciones hacen pensar que algo está pasando, que muchos factores, bastante disímiles entre sí, andan construyendo túneles para abrir la comunicación política entre diversos grupos. Los partidos, como los topos, han terminado cavando pasos subterráneos, muchas veces de forma paralela, para poder intercambiar puntos de vista sin ser observados. Como resultado de esta mancilla todos prefieren mimetizarse, pues saben que la simple sospecha de que una ronda de acuerdos con el chavismo pudiese llegar a ocurrir causaría un enorme escozor, ante una opinión pública que ve cualquier transacción como una traición irreparable.

Es indudable que en Venezuela existen muy buenas razones para pensar de antemano que cualquier nuevo intento de negociación es una pésima idea. Las experiencias previas con dichos procesos terminaron más bien por desprestigiar a los partidos políticos que de buena voluntad decidieron participar en ellos, hundió en la desesperanza a la población que avaló la idea de buscar acercamientos, y también condenó al escepticismo a la misma comunidad internacional que los ha promovido. En el pasado, el Gobierno ha utilizado muy hábilmente a la negociación como una táctica para ganar más tiempo en su esfuerzo por posponer la entrega del poder y dividir al liderazgo opositor. En cada uno de los episodios en los que se abrió un compás para intentar alcanzar algunos convenios, el proceso culminó con un deterioro aún más acentuado de las condiciones políticas y económicas del país.

Los malos frutos están a la vista. La mesa de negociación que lideró El Vaticano en noviembre de 2016 le permitió al chavismo la posibilidad de bloquear el referéndum revocatorio. Esa suspensión fue una violación constitucional, que estuvo seguida por la inhabilitación judicial de la Asamblea Nacional y que abrió el camino para profundizar la cruel represión de las protestas ciudadanas. La negociación que lideró el expresidente Rodríguez Zapatero en República Dominicana, en marzo de 2018, culminó abruptamente sin acuerdos, y llevó a un evento electoral sin ningún tipo de reconocimiento internacional, con la ilegalización de los principales partidos políticos de oposición, con el exilio forzado del antiguo presidente de la Asamblea Nacional y con un mayor recrudecimiento del autoritarismo.  De modo que cada una de esas mesas se cristalizó en decepciones, que se han traducido a su vez en un mayor abatimiento general. ¿Para qué insistir en este tipo de alternativas?

La pregunta no es retórica. Esto es exactamente lo que argumentan aquellos que nos recuerdan que cualquier negociación en Venezuela no sólo es inmoral, sino estructuralmente imposible. Un tercer episodio de acercamientos tan sólo terminaría por deteriorar aún más las frágiles condiciones de lucha de las fuerzas democráticas del país. La alternativa es esperar. Incrementar la presión internacional. Elevar las amenazas creíbles. Dejar que el tiempo, conjuntamente con el deterioro de las condiciones socio-económicas, produzca un quiebre interno del chavismo. Tan sólo en un eventual momento de ruptura será conveniente negociar.

¿Pero por qué Maduro permanece en el poder a pesar de que la crisis ha adquirido proporciones ciclópeas? Muchos insisten en que las fuerzas oficialistas se van a terminar debilitando con la próxima ola de presiones internacionales —ayer encabezados por Macri o mañana por Duque y Bolsonaro—, así como con la aceleración hiperinflacionaria y la perpetuación de la crisis económica. Sin embargo, hasta ahora todos quedamos más bien sorprendidos ante la capacidad de resistencia del régimen. Eso no quiere decir que un evento en un futuro próximo no pueda ocurrir, pues es evidente que podría suceder, pero quizás también sea conveniente preparase o planificar lo que también se puede presumir con una altísima probabilidad: que el conflicto político permanezca incólume. ¿No será que una vez que suavicemos ese supuesto haremos nuevamente relevante a la lucha interna y nos obligue a planificar otro escenario?  ¿No será acaso que nos hemos equivocado, tanto chavistas como opositores, en la concepción del tipo de conflicto que vivimos en el país y que, sin importar el escenario, siempre vamos a terminar en una negociación?

La visión compartida de ambos bandos es que el conflicto político venezolano es por su propia naturaleza uno de desgaste y que es, además, temporalmente finito: alguien terminará por imponerse. Ante esa realidad, el juego del Gobierno es desmantelar la institucionalidad democrática, movilizar recursos para reprimir la protesta social, elevar capacidades para desarbolar cualquier amenaza interna o externa, incrementar las rentas económicas a sus aliados más cercanos y controlar directamente a la población. Todo esto siempre acompañado de algún barniz electoral que les permita mantenerse en el poder. Esta bárbara manera de ver la realidad política asume que, una vez que se alcancen todos estos objetivos, el país va a quedar en paz, sin oposición y con mucha revolución por delante.

Sin embargo, para sorpresa del propio chavismo, esa rotunda victoria nunca ha sido definitiva a pesar de haber logrado cada uno de los objetivos que se propusieron. La oposición, aunque disminuida y reprimida, no desapareció. Las sanciones internacionales se incrementaron. El declive del sector petrolero se aceleró. La hiperinflación explotó. El acceso al financiamiento internacional se cerró. Las elecciones del 20-M no fueron reconocidas. Y las protestas sociales aumentaron. Es así como, aun logrando mantener el poder, el conflicto de desgaste para el chavismo nunca llegó a producir un triunfo irreversible.

La oposición mantiene una visión similar sobre la naturaleza del conflicto político venezolano. Para derrotar al chavismo, y restaurar la democracia, es fundamental construir todo tipo de opciones que incrementen los costos de la coalición dominante asociados a mantenerse en el poder. Para ello la clave es deslegitimar y construir amenazas internacionales con un alto grado de credibilidad que hagan ver que si no hay concesiones políticas, especialmente electorales, o, incluso, si no abandonan el poder, esas amenazas terminarán siendo implementadas.

El peso de las acciones internacionales, que implican explorar el uso de “todas las opciones que están sobre la mesa”, pasan a ser el principal eje de la actual estrategia disuasiva opositora. El supuesto central detrás de esta concepción es bastante simple: el aumento de los costos asociados a esas amenazas “obligará” a los chavistas a cambiar su comportamiento y posiblemente a negociar pacíficamente su salida del poder. Otro supuesto colindante de esta manera de ver el cambio político es que el deterioro de las condiciones internas, entre ellas la depresión económica, así como el colapso de la infraestructura básica del país, ineludiblemente van a llevar a una implosión política dado el incremento exponencial de las presiones sociales.

Hasta ahora todos estos supuestos no han producido los resultados esperados: el chavismo ha logrado atrincherarse con cierto éxito. La ruptura final no se ha producido —lo cual no quiere decir que pueda ocurrir más adelante—. Los militares parecieran mantenerse leales o han sido efectivamente purgados. La amenaza internacional tampoco termina siendo ni suficiente, ni perfectamente creíble. Y la presión social, aunque mayor, hasta los momentos no ha alcanzado una gran escala como para dinamitar el proceso político. Es indiscutible que el diseño y la ejecución de esta estrategia han disminuido reputacionalmente al chavismo en la esfera internacional y también ha reducido sensiblemente su campo de acción, pero es necesario comenzar a reconocer que tampoco lo ha dejado fulminado domésticamente. Alguien podría responder que es cuestión de tiempo y que, por lo tanto, hay que seguir aguardando.

El problema es que la idea de que este conflicto de desgaste es temporalmente finito, es decir, que va a tener un final relativamente pronto o incluso feliz, puede ser cuestionable. Entonces, ¿cuál es la verdadera naturaleza del conflicto político venezolano? Mi visión es que es un conflicto existencial sin término temporal. O lo que algunos psicólogos sociales conocen como un conflicto grupal marcado por “odios mellizales”. En la literatura sobre los conflictos sociales, este tipo de situaciones ocurren cuando las “heridas” de ciertos grupos comienzan a ser traducidos en “reclamos” y éstos, a su vez, son “ajustados” a través de distintos medios, pero nunca logran ser saldados completamente. En esta dinámica social, el enemigo que debe ser dominado logra resistir: nunca termina siendo derrotado.  En el fondo, es la historia de dos grupos filiales que están condenados a vivir juntos pero que preferirían que el otro no existiese o que fuese reducido a su mínima expresión. La tragedia de este conflicto consiste en que el “otro” encuentra imposible prescindir totalmente del “mellizo”, pues no sólo no lo puede eliminar, sino que, al tratar de hacerlo, deteriora su propia probabilidad de supervivencia.

La mejor solución a este tipo de conflictos es la construcción de instituciones fuertes que otorguen garantías mutuas a ambas partes indistintamente del tamaño social y político de cada grupo.  Este fue el conflicto que caracterizó a la transición sudafricana de los años ochenta, que no era otra cosa que el conflicto de una minoría blanca que pretendía ejercer un dominio de facto sobre el resto del país, pero que, al hacerlo, aumentó considerablemente los riesgos de terminar destruyendo su propia supervivencia debido a las crecientes presiones internacionales. Esta élite política, que tenía cómo mantenerse en el poder autoritariamente e independientemente de esas mismas presiones,  terminó aceptando que dependía del “otro” para poder construir instituciones lo suficientemente sólidas, que le permitiese preservarse y blindarse frente a cualquier amenaza futura. Esto fue lo que Nelson Mandela logró resolver tan magistralmente después de décadas de duras luchas sociales y políticas.

Quienes dicen que en el país no hace falta una negociación tienden a subestimar la posibilidad de que la nefasta situación actual se siga extendiendo en el tiempo. La negociación es más bien un instrumento valioso, que es necesario preservar y que requiere estar técnicamente bien conducido. Para todos los que vivimos aquí en Venezuela, y que padecemos el conflicto directamente, comienza a ser cada vez más evidente que el Gobierno puede seguir resistiendo tan sólo con hacer su coalición cada vez más pequeña, pero también cada vez más extractiva y cada vez más autoritaria y mejor alineada ideológicamente. La oposición también ha demostrado su capacidad de infligir daños internacionales al chavismo, cada vez más severos, pero todavía sin lograr su objetivo final. De modo que la posibilidad de que ambos grupos puedan construir una salida sin una negociación, por la vía del dominio, de la implosión o de un colapso, es algo que luce cada vez menos probable. Es más: que hayamos quedado traumados por las experiencias anteriores no hace que la negociación requiera ser desechada o que, por lo menos, deba ser planificada. Es fundamental reconocer que las heridas que el chavismo ha dejado son enormes y grotescamente graves, pero no por ellas un movimiento político que ha dominado la escena venezolana durante las últimas dos décadas va a desaparecer instantáneamente. Persiste. La oposición tampoco puede ser ignorada. También existe. El chavismo sabe que si esa misma oposición se vuelve a unificar llegaría a tener una amplia mayoría electoral.

Ante este panorama, sin garantías mutuas, visto con crudeza desde el chavismo, ¿para qué negociar unas condiciones electorales perfectamente justas y transparentes de unos comicios que inevitablemente perderían? El único atractivo para el chavismo de una negociación de ese tipo sería entregar condiciones parciales en materia electoral que les permita una razonable probabilidad de ganar a cambio que se les otorgue legitimidad internacional o entrar a obtener esas garantías plenas (incluyendo la remoción de las sanciones) a cambio de la reinstitucionalización completa del país.

Ambos resultados son diferentes. El primer escenario de esa negociación podría terminar en una sucesión para el chavismo (que podría presentar otro candidato), y si llegase a perder culminaría en una transición pacífica dominada por la oposición. La negociación sería un “replay” con algunos ajustes menores de las rondas anteriores pues los temas estarían centrados en los asuntos estrictamente electorales. Dentro del chavismo es cada vez más notorio cómo el Gobierno comienza a pasearse por la posibilidad de una segunda sucesión revolucionaria y para poder asegurar ese resultado necesita una nueva elección general con aval internacional y continuar promoviendo la división completa de la oposición. El chavismo se prepara, al menos se planifica, para ese escenario. Lo que es más difícil de anticipar es más bien cuál va a ser la repuesta opositora. Lo que sí es evidente es que en el plano normativo, si la negociación se va a centrar simplemente en lo electoral, el objetivo no puede ser otro que obtener todas las garantías y, muy especialmente, un nuevo Consejo Nacional Electoral independiente así como la presencia de observación internacional.

El segundo escenario de esa misma negociación implica la reinstitucionalización completa del país a cambio de amplias garantías políticas y judiciales para el chavismo. Este acuerdo conllevaría ineludiblemente a un cambio político. De ahí que insistir en aumentar los costos asociados a las amenazas internacionales es insuficiente sin dar claras señales de estar dispuesto a ser igualmente creíbles a la hora de otorgar ciertas concesiones. Este intercambio pasa por comernos varios sapos: justicia transicional, sobrerrepresentación de las minorías, transferencias fiscales aseguradas y amnistías de todo tipo. Bajo esta perspectiva, la negociación no sería tratada como una simple transacción comicial, sino como un mecanismo para consensuar un conjunto de instituciones constitucionales, judiciales y electorales que garanticen a ambas partes que perder la presidencia no se convierta en un drama, que ejercer el poder no sea un burdo botín y que pasar a la oposición no implique andar desnudo o preso.  Este resultado va a depender de la confluencia de cuatro factores diferentes: la presión interna del chavismo, la unificación opositora, la condicionalidad internacional y la aceptación militar.

En el fondo, indistintamente de los escenarios, lo que hay comprender es que la negociación sólo sirve si cumple con  el objetivo de restaurar el orden democrático y el estado de derecho. Si la negociación no logra ese objetivo difícilmente puede ser justificada. A estas alturas, soluciones parciales ya no son suficientes. Ahora bien, debido a la naturaleza del conflicto venezolano, es cada vez más evidente que la salida nunca va a ser sencilla para llegar a ese puerto. Si Venezuela no es capaz de resolver el punto neurálgico de su problema político-institucional, es poco lo que en materia económica, social o incluso de reconstrucción de la infraestructura básica podremos realizar en el futuro. La sostenibilidad y la estabilidad de la nación seguirán totalmente comprometidas. En cambio, si por algún golpe de suerte comenzamos a entender que el conflicto puede ser procesado institucionalmente, sin perder las garantías básicas que mutuamente nos hemos concedido, y que perder elecciones no implica quedarse sin libertades y sin derechos económicos y políticos, entonces, y sólo entonces, quizás el país pueda salir de este primitivismo tan salvaje, de este perfecto infierno en el que la irresponsabilidad autoritaria del actual Gobierno nos ha condenado a vivir a todos los venezolanos. Es más que evidente que la negociación es inevitable. Lo difícil es explorar la forma de condicionar lo incondicional.


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