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lunes, 18 de mayo de 2020

La doctora que ayuda a los venezolanos, por @ErickLezama1




ERICK LEZAMA 17 de mayo de 2020
@ErickLezama1

Lo primero que pensó Anais Reyes cuando supo que el coronavirus podía mutar en pandemia fue en los miles de venezolanos que viven en Colombia y no tienen con qué comer o ir a un médico si no salen a buscar el sustento. Así nació Coronayuda, un sitio de orientación médica en línea que se transformó en plataforma de gestión de ayuda para otras necesidades.

País mío
quisiera
llevarte una flor sorprendente.
Rafael Cadenas

El mundo seguía girando a su tempo. O eso parecía. Anais Reyes caminaba por Sabaneta, el municipio donde vive cerca de Medellín, una de las más importantes ciudades de Colombia, y había gente en la calle, tráfico, bulla. Se detuvo un momento a revisar su celular y encontró una noticia que la puso nerviosa. El director de la Organización Mundial de la Salud (OMS) acababa de informar que la covid-19 podía convertirse en una pandemia. En ese instante, tuvo la certeza de que el sonido que escuchaba a su alrededor era una canción a punto de terminar; de que al mundo le esperaba una partitura llena de silencios. 

“Será horrible”, pensó. 

Ya había imaginado esa circunstancia. Era el 25 de febrero de 2020. Desde enero, Anais le seguía el pulso a la catástrofe que estaba significando la propagación del nuevo coronavirus en China y en algunos países de Europa. Es médica y estudió los artículos científicos disponibles. Eran pocos, pero suficientes para comprender la gravedad del panorama que se avecinaba. Compró jabón, tapabocas, alcohol y gel antibacterial. Les recomendó a pacientes, amigos y familiares que también lo hicieran. “Lávense bien las manos, eviten besos y abrazos”. Algunos creyeron que estaba exagerando: “La China queda demasiado lejos”. “Los médicos siempre tan alarmistas”. “Ah, pues, eso es una simple gripe”. “Por Dios, Anais, el mundo no se va a acabar”.

“El mundo no se va a acabar, pero será otro”, se lamentaba ahora que finalmente la OMS había encendido las alarmas. Y como quería hablar, más bien desahogarse, llamó a Ignacio.

—Ignacioooooooo, nos va a llegar la pesteee. Pienso en tantos venezolanos que están mal, que no tienen cómo ir a un médico. Tenemos que hacer algo, Ignacio, pronto.

Ignacio es un caraqueño que también vive en Medellín. Antes de migrar, se dedicó por años al desarrollo e instalación de softwares. Anais lo había conocido meses atrás en un evento. Supo que él estaba al frente de Gente Capaz, una iniciativa cuyo objetivo es impulsar a profesionales venezolanos en el mundo. Más adelante, cuando se hicieron amigos, él la invitó a sumarse a su organización. Habían hablado de echar a andar un proyecto para seguirle el rastro a los migrantes venezolanos vulnerables: saber dónde estaban, cuántos eran, precisar sus necesidades, ayudarlos. La única pista eran los números oficiales de Migración Colombia que, al 29 de febrero de 2020, reportaban 1 millón 25 mil venezolanos en estatus irregular, 56 por ciento de todos los migrantes venezolanos en Colombia. Era ese número de donde salían aquellos que hoy están volviendo a Venezuela caminando porque, a falta de papeles, nunca pudieron conseguir trabajos estables ni atención médica. 

Ignacio escuchó a Anais y coincidió con ella en que su plan debía no solo acelerarse sino adaptarse a las nuevas circunstancias. La conversación se extendió en una lluvia de ideas. Y Anais se calmó un poco. Sintió que no tenía las manos atadas. Que ante lo que venía no estaba sola. 

Anais nació a las 9:00 de la mañana del sábado 7 de junio de 1986. Entonces su familia vivía en un campo a las afueras de Tinaquillo, una pequeña ciudad del estado Cojedes, en los llanos venezolanos. Aprendió a caminar en un patio de tierra en el que deambulaban pollitos, gallinas y perros; jugó con los conejos salvajes que su papá le traía del monte; alimentó las babas (babillas, como les dicen en Colombia) que criaban en un estanque; sembró caobos; recogió café; piló maíz.

Cuando tenía 6 años, Antonio y Cristina, sus padres, decidieron salir de ese ambiente bucólico. Si bien allí la vida era apacible, el estar apartados de la ciudad se les estaba convirtiendo en un problema. Ambos trabajaban en Valencia, capital del vecino estado Carabobo, a hora y media por carretera. Él, en una empresa que fabricaba alambres, y ella, licenciada en enfermería, en el Hospital Central. Estaban cansados de salir del campo antes del amanecer, con la niña en brazos, para dejarla donde la abuela, en Tinaquillo, y seguir a sus jornadas, así que se instalaron en una casa de la misma cuadra donde vivían la abuela y otros familiares que podían echarles una mano. Lo necesitaban sobre todo ahora que la pequeña estaba por comenzar el colegio.

Anais creció feliz correteando y tumbando mangos junto a su hermana y a sus ocho primos, a quienes aprendió a querer también como hermanos. En aquellas tardes eternas, en las que a veces jugaban a imaginar el futuro, ella comenzó a decir que cuando fuera grande ayudaría a curar a las personas: que sería enfermera, como su mamá.

—¡No, Anais! Usted tiene que hacer otra cosa con su vida. Hágase médica. Yo tengo toda la vida trabajando de enfermera y gano como obrera —le dijo Cristina al notar que pasaban los años y la muchacha seguía repitiendo aquella idea con demasiada determinación.

Y le hizo caso. Más adelante aplicó para estudiar medicina en la Universidad de Carabobo y fue seleccionada. Se graduó en diciembre de 2009. Comenzó a trabajar en cuatro sitios a la vez y a saborear eso que llaman las mieles del éxito. “Yo, que vengo de abajo, del campo, de la zona rural, ahora soy médica, gano bien: estoy hecha”, pensaba. Hacía mercados sustanciosos, se iba a la playa con sus amigos, tenía planes de viajar, de comprarse un carro. Fue por eso que dilató un par de años la decisión de especializarse.

Soñaba con ser pediatra. 

—Usted no sirve para eso, dese cuenta, Anais; no tiene la fortaleza —le advirtió su madre. 

Se lo dijo porque durante sus estudios universitarios, cuando le tocaban las prácticas en el servicio de pediatría, la joven lloraba por las noches pensando en lo que había visto durante el día: niños frágiles y desnutridos, con enfermedades diversas, en un hospital minado de precariedades.  

Entonces cambió de parecer y escogió cardiología. Se sumergió en los estudios y cuando se graduó, en 2015, el país ya era otro. Anais tenía tres trabajos. El dinero no le rendía. No pudo comprarse el carro nuevo porque una devaluación de la moneda diluyó sus ahorros. Una vez, después atender a 15 pacientes, fue al supermercado y lo que ganó ese día apenas le alcanzó para granos y enlatados. “¿Qué estoy haciendo con mi vida?”, pensó mientras esperaba para pagar. Aunque esquivaba la opción de migrar como estaban haciendo muchos de sus colegas, se dispuso a arreglar sus documentos para irse del país. Se dijo a sí misma que era un plan B por si las cosas seguían complicándose. 

Fue lo que ocurrió. Tenía un consultorio privado que le costaba mantener. El gel y los electrodos para el Holter, insumos básicos para realizar electrocardiogramas, se volvieron caros y escasos. Se le hacía difícil cancelarle el sueldo a la secretaria que la ayudaba a tomar las citas. Y los pacientes comenzaron a repetir una letanía quejumbrosa. 

“Doctora, ayúdeme”. 

“Doctora, le pago después”. 

“Doctora, le pago con una gallina”. 

“Doctora, le pago con leche”. 

“Doctora, le pago con huevos”. 

“Doctora, le pago con queso”.

Aun así, los atendía. Para ellos el consultorio se convirtió en un puerto seguro, pero Anais sabía que más bien era un barco a punto de naufragar. 

En octubre de 2017, los pocos pacientes que tenían bolívares en sus cuentas bancarias debían ir hasta cuatro veces al cajero para hacerse con el dinero en efectivo —que escaseaba— para pagarle. El escritorio de Anais quedaba lleno de billetes con los que podía comprar muy poco, a veces nada. Un día, ante esa imagen, se convenció de que, si quería mantenerse a flote, debía enrumbarse a otro destino. 

—Yo la apoyo, Anais; no seré la causante de su infelicidad —le dijo su madre cuando le contó que se marcharía a Chile.

Compró un boleto de avión a Santiago, pero la aerolínea canceló sus operaciones en Venezuela y nunca le devolvió el dinero. Entonces una amiga le dijo que podía recibirla en Colombia. 

Así fue cómo, el 23 de noviembre de 2017, a sus 32 años, la doctora Anais Reyes se montó en un bus rumbo a Medellín, adonde llegó luego de un tortuoso viaje de tres días con sus noches. 

La luna llena les iluminaba el camino. 

Anais —tendría 6, 7, quizás 8 años— iba con su padre de regreso a su casa cuando él le dijo algo que nunca olvidaría. 

—Si usted me pide la luna, yo la luna no se la puedo dar. Las cosas hay que ganárselas. En la vida todo implica un sacrificio, hija. 

Ahora, en Medellín, aquel consejo era un eco que resonaba en su memoria. 

Necesitaba dinero para mudarse, porque la amiga que la recibió solo podía ofrecerle techo y alimentos por un mes. Para trabajar como médico debía esperar que Colombia convalidara su título y ese trámite tardaba unos cuantos meses. 

Comenzó a vender almuerzos y postres en la calle. A veces se ponía triste pensando en que había retrocedido, aunque por lo general lo hacía de buena gana. Le gustaba Medellín, su clima fresco, su gente, ese acento paisa que convierte cada frase en una canción. Cuando se cruzaba con algún venezolano, sin embargo, sentía que le estrujaban una herida abierta, que le exprimían ácido en los ojos. Los veía con la camiseta vinotinto, con la gorra tricolor, trabajando duro o pidiendo en las calles. 

El 25 de mayo de 2018, seis meses después de haber llegado a Colombia, le aprobaron la convalidación de su título y consiguió un empleo como médica general. Tenía sus papeles en regla. No ejercería su especialidad, no le ofrecieron un buen sueldo, pero iba a poder mandar dinero a Tinaquillo y pagar sus cuentas.

Aceptó. Estaba bien. Pero sabía que muchos venezolanos no corrían con la misma suerte. Lo seguía viendo en sus caras largas. Escuchaba sus relatos: vivían al día, apenas comían, en las remesas se les iba buena parte de lo que ganaban. Estaban indocumentados y, en consecuencia, no podían afiliarse a alguna Entidad Promotora de Salud (EPS), las empresas aseguradoras que permiten acceder a servicios médicos en Colombia. 

Así que empezó a atenderlos ella misma. Primero a uno, después a otro, después a otros tantos. Sin cobrarles, desde luego. Creó un grupo de WhatsApp al que los iba agregando. Quien necesitara algún tipo de orientación médica, o una consulta, o algún examen, podía escribir y Anais respondía. Si era necesario, iba a sus casas para atenderlos o los citaba en su consultorio.

Comenzó a comprometerse con ellos cada vez más. Porque no solo los atendía; también les daba comida o conseguía medicinas para ellos o para sus familiares en Venezuela. Fue por eso que se acercó a la Colonia de Venezolanos en Colombia (Colvenz), una plataforma con presencia en ocho ciudades colombianas, que promueve la integración de los migrantes a la vida social, económica y cultural de este país. En una de las actividades de esta organización fue donde conoció a Ignacio. 

Hasta que, el 6 de marzo de 2020, las autoridades sanitarias de Colombia anunciaron que había llegado la covid-19 a sus tierras.

Anais e Ignacio ya habían madurado la idea de lo que querían hacer. Una plataforma —coronayuda, la llamaron— que permitiría brindarle atención a quien lo requiriera, independientemente de su nacionalidad y sin importar dónde se encontrara. La desarrollaron inicialmente pensando en la orientación médica en línea relacionada con la pandemia, pero ha ido modificando sus propósitos conforme las necesidades se multiplican. Hoy es una red en la que organizaciones públicas y privadas, así como voluntarios, se unen para atender y ayudar a los más vulnerables.

Andrea y Braulio migraron a Colombia junto a sus pequeños hijos a comienzos de 2019. Tras dos intentos fallidos de vivir en el exterior, comenzaron a repetir un refrán popular como una plegaria. A la tercera va la vencidaA la tercera va la vencidaA la tercera va la vencida. Y en verdad esta vez estaba funcionando. Hasta que llegó la pandemia. Ambos se quedaron sin empleo. No tenían qué comer, no tenían cómo pagar el arriendo y el casero les pedía desalojar. Andrea y uno de los niños parecían tener covid-19: no se les bajaba la fiebre, les faltaba el aire, tosían mucho. ¿Cómo iban a ir al hospital sin un peso en el bolsillo? ¿Cómo, si de todas maneras no estaban registrados en ninguna EPS? Llamaban al número que da la Alcaldía de Medellín y solo les respondían que se quedaran en casa y se lavaran las manos.

Un amigo les recomendó que contactaran a “la doctora que ayuda a los venezolanos” y les dio el número de Anais. A través de Coronayuda, los atendió. También escuchó sus problemas. No era la primera vez que se encontraba con un cuadro como el de ellos. Anais percibía que no pocos requerían un apoyo más allá de la atención médica: eran muchos los migrantes que tenían hambre, muchos los que estaban quedándose en la calle. 

Era como estar escuchando a sus pacientes en Venezuela.

Era como estar en Venezuela.

Esas historias le quitaban el sueño, como si fueran relatos de terror. Pasaba horas desvelada pensando en estas personas. 

Pensaba en Carolina, por ejemplo, una joven que migró a Colombia hace dos años y medio. Vendió café en las calles y luego, cuando logró un trabajo estable en un spa, buscó a sus dos niñas en Venezuela y se las llevó consigo. Conocía a Anais porque estaba en el antiguo grupo de WhatsApp y, apenas el spa cerró y casi inmediatamente se quedó sin comida, volvió a contactarla: esa noche pudo cenar. 

O en Daniela, quien llegó hace un año a Medellín junto a su pareja. Él trabajaba por cuenta propia mientras ella se encargaba de una pequeña tienda que tenían en el barrio donde residen. Tuvieron que cerrarla. A él no lo llamaron más para trabajar. 

Daniela pasó la madrugada del 5 de abril con la cara empapada en lágrimas. Tenía hambre y la nevera vacía. En medio de esas horas oscuras, le escribió a un amigo contándole su angustia y, al cabo de un rato, se quedó dormida. Despertó horas después, revisó el celular y encontró la respuesta: “Escríbele a la doctora Anais. Ella quizá te ayude”. 

Entre apenada y escéptica, le envió un mensaje. Anais le respondió que sí, que ella podía darle algo de comida, que fuera a su casa. Al llegar se topó con otras dos personas que también estaban recibiendo alimentos. Anais le sonrió. Le entregó un mercado que le rendiría para una semana. Y cuando salió de allí, Daniela sintió que finalmente había amanecido. 

Tras despedirse, Anais volvió a su computadora. Frente a la pantalla transcurren sus días. A veces pasa hasta 18 horas conectada. Se cansa, claro, pero insiste en que eso es lo que le da sentido al encierro. Siempre le llega la noche y todavía está resolviendo pendientes. A veces siente que tantas noches son la misma. Silenciosas, salvo por el escándalo que escucha afuera a eso de las 8:00. 

—Es la bulla que hace que la gente no se deprima —se dice a sí misma.

Ella lo sabe, que el silencio deprime. Igual que sabe que la vida, con esos propósitos que están más allá de uno de mismo, es bulla para el alma.


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