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martes, 16 de marzo de 2021

A poner la mesa por @cocap

Por Colette Capriles

Satélite llamando a control. Ya es una especie de lugar común predicar sobre la desconexión del ciudadano de la política. Es como una de esas conversaciones triviales sobre el clima, que constatan el calor o la tormenta, solo para asegurar el vínculo entre los hablantes. Confirmar que la política no une a nadie hoy es quizás la manera de establecer contacto en medio del silencio, o más bien del vacío que nos separa a unos de otros. Hasta las encuestas, que alguna vez fueron ávidamente consumidas como oráculos imprescindibles, carecen de interés porque nos revelan lo mismo que respiramos en la calle: que los líderes políticos cayeron en desgracia, que al Gobierno no lo quiere nadie, que la gente se despolitizó y que tiene toda su energía puesta en sobrevivir al margen del conflicto político.

Encrucijada. Que la gente esté fijada en lo particular, en su particularidad, que haya desertado del espacio público porque los pilares del ágora se desmoronaron -liderazgos políticos, partidos, la conversación pública, las instituciones de todo tipo que median entre las personas, incluyendo por ejemplo las monetarias- nos lleva a un cruce de caminos. Por ahí se vislumbra el ritornello de siempre: que aparecerá el “independiente”, el salvado de las aguas, el sobreviviente político, el outsider armado de una pegaloca para unir los fragmentos de una sociedad vuelta añicos. Esa es la respuesta pavloviana para reinaugurar el ciclo antipolítico: la solución por arriba.  El otro camino va por debajo: reconsiderar los espacios particulares en los que la gente se mueve para repolitizarlos, como islas que eventualmente se van conectando en un mismo continente.


“Se nos olvidó qué hacen los políticos. Se nos olvidó que la política es una práctica”

El lenguaje del conflicto. Aquí se ha mineralizado todo, y más aún el lenguaje público, que sigue fijado en categorías cansadas: Polarización, juego suma-cero, dilema electoral, negociación, acumulación de fuerzas, presión (máxima), incentivos… Sería ridículo pretender prescindir de ese diccionario, pero es evidente que, como la Real Academia, hace falta “fijar y dar esplendor” a esos vocablos que todos usan sin querer decir lo mismo. Repolitizar es en definitiva eso: darle significado nuevo y común a los instrumentos de la política. Y el sentido de las palabras viene de la acción, no únicamente de peroraciones eruditas o modelos académicos.

Acción, no reacción. Se nos olvidó qué hacen los políticos. Se nos olvidó que la política es una práctica, como la medicina es una práctica que necesariamente está informada de unos saberes específicos pero que no puede prescindir del paciente en carne y hueso. Justo en este momento de desafección política es que están apareciendo los lugares en que hay que hacer política: esos lugares apenas visibles, bien alejados de la gran épica, en donde se pueden confrontar, en la práctica, los proyectos, las intenciones y los intereses de las partes.

Un efecto predecible como un boomerang. En el afán del chavismo de hegemonizar la vida pública colonizando todas las instituciones y arruinándolas, está contenida la despolitización que ahora corroe su propia base de dominación. El efecto inesperado sobrepasó a los beneficios de esa concepción del poder. Mandan pero no gobiernan, se diría. Desarmaron el juguete, lo destriparon, se desaparecieron las piezas y no sirve para nada. Y ahí está, para usar el lenguaje deslucido, el incentivo para abrir el juego político en la escala en que es posible ahora hacerlo. Es la lógica detrás de la idea de definir espacios para plantear negociaciones parciales que repoliticen, en el doble sentido de que vuelvan a mostrar que la política sirve para disputar el poder en distintas escalas -y no solo en la gran escala del cambio político-,  y de que el poder político sirve para conectar a la gente con el bienestar y no con la dominación.

Lo parcial, lo total, lo fractal. La enciclopedia de los casos de transición política es bastante gruesa y también sirve como arma arrojadiza en discusiones interminables acerca de cómo ocurrieron los cambios democratizadores en otros países y momentos. Los relatos formalizados que acaban siendo contenidos en libros, artículos o incluso narrativas de los protagonistas no dan cuenta nunca de la complejidad de esos procesos. Una cosa es cierta: las negociaciones que, tarde o temprano, componen toda transición política, no empiezan cuando los enviados se sientan frente a frente en una mesa. Son necesariamente un resultado, no un punto de partida. Vienen precedidas de un proceso largo de preparación, de medición de capacidades, de clarificación de la distancia entre lo que se quiere y lo que se puede obtener, de análisis de costos, y sobre todo, de conocimiento del adversario. Hoy aquí hay unas oportunidades para desarrollar ese músculo negociador. El Consejo Nacional Electoral, la materia salarial, la agenda presentada por Fedecámaras, el ámbito sanitario y la acción humanitaria. En todas estas agendas hay oportunidad de presionar y obtener avances institucionales, al tiempo que se recupera la confrontación política in loco, como dicen en lenguaje diplomático.

¿Servirá la brújula vikinga? Desembarcan los escandinavos, en ese ir y venir incansable que aprendieron hace diez siglos. Han vuelto los noruegos, porque están leyendo unas runas favorables, más allá de que todo el mundo habla de negociación sin querer decir lo mismo. A lo mejor Odin ayuda a que hablemos la misma lengua, pero mientras tanto, hay que poner la mesa.

12-03-21

https://lagranaldea.com/2021/03/12/a-poner-la-mesa/

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