Francisco Fernández-Carvajal 10 de marzo de 2021
@hablarcondios
— El «demonio mudo». Necesidad de la sinceridad.
— Amor a la verdad. Sinceridad en primer lugar con
nosotros mismos. Sinceridad con Dios. Sinceridad en la dirección espiritual y
en la Confesión. Medios para adquirir esta virtud.
— Sinceridad y veracidad con los demás. La palabra del
cristiano. La lealtad y la fidelidad, virtudes
relacionadas con la veracidad. Otras consecuencias del amor a la verdad.
I. Nos dice el
Evangelio de la Misa que estaba Jesús echando un demonio que era mudo,
y apenas salió el demonio, habló el mudo, y la multitud se quedó admirada1.
La enfermedad, un mal físico normalmente sin relación
con el pecado, es un símbolo del estado en el que se encuentra el hombre
pecador; espiritualmente es ciego, sordo, paralítico... Las curaciones que hace
Jesús, además del hecho concreto e histórico de la curación, son también un
símbolo: representan la curación espiritual que viene a realizar en los
hombres. Muchos de los gestos de Jesús para con los enfermos son como una imagen
de los sacramentos.
A propósito del pasaje del Evangelio que se lee en la
Misa, comenta San Juan Crisóstomo que este hombre «no podía presentar por sí
mismo su súplica, pues estaba mudo; y a los otros tampoco podía rogarles, pues
el demonio había trabado su lengua, y juntamente con la lengua le tenía atada
el alma»2. Bien atado le tenía el diablo.
Cuando en la oración personal no hablamos al Señor de
nuestras miserias y no le suplicamos que las cure, o cuando no exponemos esas
miserias nuestras en la dirección espiritual, cuando callamos porque la
soberbia ha cerrado nuestros labios, la enfermedad se convierte prácticamente
en incurable. El no hablar del daño que sufre el alma suele ir acompañado del
no escuchar; el alma se vuelve sorda a los requerimientos de Dios, se rechazan
los argumentos y razones que podrían dar luz para retornar al buen camino. Por
el contrario, nos será fácil abrir con sinceridad el corazón si procuramos
vivir este consejo: «... no te asustes al notar el lastre del pobre cuerpo y de
las humanas pasiones: sería tonto e ingenuamente pueril que te enterases ahora
de que “eso” existe. Tu miseria no es obstáculo, sino acicate para que te unas
más a Dios, para que le busques con constancia, porque Él nos purifica»3.
Al repetir hoy, en el Salmo responsorial de la
Misa, Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón4,
formulemos el propósito de no resistirnos a la gracia, siendo siempre muy
sinceros.
II. Para vivir una
vida auténticamente humana, hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto
modo, algo sagrado que requiere ser tratado con respeto y con amor. La verdad
está a veces tan oscurecida por el pecado, las pasiones y el materialismo que,
de no amarla, no sería posible reconocerla. ¡Es tan fácil aceptar la mentira
cuando viene en ayuda de la pereza, de la vanidad, de la sensualidad, del falso
prestigio...! A veces la causa de la insinceridad es la vanagloria, la
soberbia, el temor a quedar mal.
El Señor ama tanto esta virtud que declaró de Sí
mismo: Yo soy la Verdad5,
mientras que el diablo es mentiroso y padre de la mentira6,
todo lo que promete es falsedad. Jesús pedirá al Padre para los suyos, para
nosotros, que sean santificados en la verdad7.
Mucho se habla hoy de ser sinceros, de ser auténticos
o de palabras similares, y, sin embargo, los hombres tienden a ocultarse en el
anonimato y, con frecuencia, a disfrazar los verdaderos móviles de sus actos
ante sí mismos y ante los demás. También ante Dios intentan pasar en el
anonimato, y rehúyen el encuentro personal con Él en la oración y en el examen
de conciencia. Sin embargo, no podremos ser buenos cristianos si no hay
sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con los demás. A los hombres nos da
miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Y en determinadas
ocasiones puede llegar la tentación de emplear el disimulo, el pequeño engaño,
la verdad a medias, la mentira misma; otras veces, podemos sentir la tentación
de cambiar el nombre a los hechos o a las cosas para que no resulte estridente
el decir la verdad tal como es.
La sinceridad es una virtud cristiana de primer orden.
Y no podríamos ser buenos cristianos si no la viviéramos hasta sus últimas
consecuencias La sinceridad con nosotros mismos nos lleva a reconocer nuestras
faltas, sin disimularlas, sin buscar falsas justificaciones; nos hace estar
siempre alerta ante la tentación de «fabricarnos» la verdad, de pretender que
sea verdad lo que nos conviene, como hacen aquellos que pretenden engañarse a
sí mismos diciendo que «para ellos» no es pecado algo prohibido por la Ley de
Dios. La subjetividad, las pasiones, la tibieza pueden contribuir a no ser
sincero con uno mismo. La persona que no vive esta sinceridad radical deforma
con facilidad su conciencia y llega a la ceguera interior para las cosas de
Dios.
Otro modo frecuente de engañarse a sí mismo es no
querer sacar las consecuencias de la verdad para no tener que enfrentarse con
ellas, o no decir toda la verdad: «Nunca quieres “agotar la verdad”. —Unas
veces, por corrección. Otras –las más–, por no darte un mal rato. Algunas, por
no darlo. Y, siempre, por cobardía.
»Así, con ese miedo a ahondar, jamás serás hombre de
criterio»8.
Para ser sinceros, el primer medio que hemos de
emplear es la oración: pedir al Señor que veamos los errores, los defectos del
carácter..., que nos dé fortaleza para reconocerlos como tales, y valentía para
pedir ayuda y luchar. En segundo lugar, el examen de conciencia diario, breve
pero eficaz, para conocernos. Después, la dirección espiritual y la Confesión,
abriendo de verdad el alma, diciendo toda la verdad, con deseos de
que conozcan nuestra intimidad para que nos puedan ayudar en nuestro caminar
hacia Dios. «No permitáis que en vuestra alma anide un foco de podredumbre,
aunque sea muy pequeño. Hablad. Cuando el agua corre, es limpia; cuando se
estanca, forma un charco lleno de porquería repugnante, y de agua potable pasa
a ser un caldo de bichos»9.
Con frecuencia nos ayudará a ser sinceros el decir en primer lugar aquello que
más nos cuesta.
Si rechazamos ese demonio mudo, con la
ayuda de la gracia, comprobaremos que uno de los frutos inmediatos de la
sinceridad es la alegría y la paz del alma. Por eso le pedimos a Dios esta
virtud, para nosotros y para los demás.
III.
Sinceros con Dios, con nosotros mismos y con los demás. Si no lo somos con
Dios, no podemos amarle ni servirle; si no somos sinceros con nosotros mismos,
no podemos tener una conciencia bien formada, que ame el bien y rechace el mal;
si no lo somos con los demás, la convivencia se torna imposible, y no agradamos
al Señor.
Quienes nos rodean han de sabernos personas veraces,
que no mienten ni engañan jamás. Nuestra palabra de cristianos y de hombres y
mujeres honrados ha de tener un gran valor delante de los demás: Sea
pues, vuestro modo de hablar, sí, sí; no, no, que lo que pasa de esto, de mal
principio procede10.
El Señor quiere realzar la palabra de la persona de bien que se siente
comprometida por lo que dice. La verdad en nuestro actuar debe ser también un
reflejo de nuestro trato con Dios.
El amor a la verdad nos llevará a rectificar, si nos
hubiéramos equivocado. «Acostúmbrate a no mentir jamás a sabiendas, ni por
excusarte, ni de otro modo alguno, y para eso ten presente que Dios es el Dios
de la verdad. Si acaso faltas a ella por equivocación, enmiéndalo al instante,
si puedes, con alguna explicación o reparación; hazlo así, que una verdadera
excusa tiene más gracia y fuerza para disculpar que la mentira»11.
Otra virtud relacionada con la veracidad y la
sinceridad es la lealtad, que es la veracidad en la conducta: el
mantenimiento de la palabra dada, de las promesas, de los pactos. Nuestros
amigos y las personas con las que nos relacionamos han de conocernos como
hombres y mujeres leales. La fidelidad es la lealtad a un
compromiso estricto que se contrae con Dios o ante Él. A Jesús se le
llama el que es fiel y veraz12.
Y constantemente la Sagrada Escritura habla de Dios como el que es fiel al
pacto con su pueblo, el que cumple con fidelidad el plan de salvación que tiene
prometido13.
La infidelidad es siempre un engaño, mientras que la
fidelidad es una virtud indispensable en la vida personal y en la vida social.
Sobre ella descansan, por ejemplo, el matrimonio, el cumplimiento de los
contratos, las actuaciones de los gobernantes...
El amor a la verdad nos llevará también a no formarnos
juicios precipitados, basados en una información superficial, sobre personas o
hechos. Es necesario tener un sano espíritu crítico ante noticias difundidas
por la radio, la televisión, periódicos o revistas, que muchas veces son
tendenciosas o simplemente incompletas. Con frecuencia, los hechos objetivos
vienen envueltos en medio de opiniones o interpretaciones que pueden dar una
visión deformada de la realidad. Especial cuidado hemos de tener con noticias
referentes, directa o indirectamente, a la Iglesia. Por el mismo amor a la
verdad, hemos de dejar a un lado los canales informativos sectarios que
enturbian las aguas, y buscar una información objetiva, veraz y con criterio, a
la vez que contribuimos a la recta información de los demás. Entonces se hará
realidad la promesa de Jesús: La verdad os hará libres14.
1 Lc 11,
14; Mt 9, 32-33. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Evangelios, 32, 1.
—
3 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 134. —
4 Sal 94.
—
5 Jn 14,
6. —
6 Jn 8,
44. —
7 Cfr. Jn 17,
17 ss. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 33. —
9 ídem, Amigos
de Dios, 181. —
10 Mt 5,
37. —
11 San
Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, III, 30.
—
12 Apoc 19,
11. —
13 Cfr. Rom 3,
7. —
14 Jn 8,
32.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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