Francisco Fernández-Carvajal 05 de abril de 2021
@hablarcondios
— El Señor se aparece a María Magdalena. Jesús en
nuestra vida.
— Presencia de Cristo entre nosotros.
— Buscar a Cristo y tratarle. El ejemplo de María
Magdalena nos enseña que quien busca con sinceridad al Señor acaba
encontrándolo.
I. María de Magdala
ha vuelto al sepulcro. Conmueven el cariño y la devoción de esta mujer por
Jesús aun después de muerto. Ella había sido fiel en los momentos durísimos del
Calvario, y el amor de la que estuvo poseída por siete demonios1 sigue
siendo muy grande. La gracia había arraigado y fructificado en su corazón
después de haber sido librada de tantos males.
María se queda fuera del sepulcro llorando. Unos
ángeles, que ella no reconoce como tales, le preguntan por qué llora. Se
han llevado a mi Señor, les dice, y no sé dónde lo han puesto2.
Es lo único que le importa en el mundo. A nosotros también es lo único que nos
interesa por encima de cualquier otra cosa.
Dicho esto –nos
sigue narrando el Evangelio de la Misa–, se volvió hacia atrás y vio a Jesús
de pie, pero no sabía que era Jesús. María no ha dejado de llorar la
ausencia del Señor. Y sus lágrimas no le dejan verlo cuando lo tiene tan cerca.
Le dijo Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Vemos
a Cristo resucitado sonriente, amable y acogedor. Ella, pensando que era el
hortelano, le dijo: Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has
puesto y yo lo recogeré.
Bastó una sola palabra de Cristo para que sus ojos y
su corazón se aclarasen. Jesús le dijo: ¡María! La palabra
tiene esa inflexión única que Jesús da a cada nombre –también al nuestro– y que
lleva aparejada una vocación, una amistad muy singular. Jesús nos llama por
nuestros nombres, y su entonación es inconfundible.
La voz de Jesús no ha cambiado. Cristo resucitado
conserva los rasgos humanos de Jesús pasible: la cadencia de su voz, el modo de
partir el pan, los agujeros de los clavos en las manos y en los pies.
María se volvió, vio
a Jesús, se arrojó a sus pies, y exclamó en arameo: ¡Rabbuni!, que
quiere decir Maestro. Sus lágrimas, ahora incontenibles como río
desbordado, son de alegría y de felicidad. San Juan ha querido dejarnos la
palabra hebraica original –Rabbuni– con que tantas veces le llamaron. Es
una palabra familiar, intocable. No es Jesús un «maestro», entre tantos,
sino el Maestro, el único capaz de enseñar el sentido de la vida,
el único que tiene palabras de vida eterna.
María fue a los Apóstoles a cumplir el encargo que le
dio Jesús, y les dijo: ¡He visto al Señor! En sus palabras se
transparenta una inmensa alegría. ¡Qué distinta su vida ahora que sabe que
Cristo ha resucitado, de cuando solo buscaba honrar el Cuerpo muerto de Jesús!
¡Qué distinta también nuestra existencia cuando
procuramos comportarnos según esta consoladora realidad: Jesucristo sigue entre
nosotros! El mismo a quien aquella mañana María de Magdala confundió con el
hortelano del lugar. «Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que
existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo
maravillosos (...).
»Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los
suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no
compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no me
olvidaré de ti (Is 49, 14-15), había prometido. Y ha
cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los
hombres (Cfr. Prov 8, 31)»3.
Jesús nos llama muchas veces por nuestro nombre, con
su acento inconfundible. Está muy cerca de cada uno. Que las circunstancias
externas –quizá las lágrimas, como a María Magdalena, por el dolor, el fracaso,
la decepción, las penas, el desconsuelo– no nos impidan ver a Jesús que nos
llama. Que sepamos purificar todo aquello que pueda hacer turbia nuestra
mirada.
II. Cristo Jesús, la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se hizo hombre en el seno
virginal de María, está en el Cielo con aquel mismo Cuerpo que asumió en la
Encarnación, que murió en la Cruz y resucitó al tercer día. También nosotros,
como María Magdalena, contemplaremos un día la Humanidad Santísima del Señor, y
mientras tanto hemos de fomentar el deseo de verle: Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor4.
En el Cielo veremos a Jesús como es, sin imágenes oscuras; será el encuentro
con quien nos conoce y a quien conocemos porque ya le hemos tratado en muchas
ocasiones.
Además de estar en el Cielo, Cristo está realmente
presente en la Sagrada Eucaristía. «La única e indivisible existencia de
Cristo, el Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el Sacramento
se hace presente en varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el
sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado el
sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el
tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual
estamos obligados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y a adorar en
la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no
pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin
haber dejado los cielos»5.
«La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la
consumación de su presencia en el mundo»6.
Cristo vive, y está también presente con su virtud en
los sacramentos; está en su Palabra, cuando en la Iglesia se lee la Sagrada
Escritura; está presente cuando la Iglesia ora y se reúne en su nombre7.
Vive en el cristiano de una manera íntima, profunda e inefable. Cumplió la
promesa que hizo a los Apóstoles cuando se despedía de ellos en la Última
Cena: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él y en él haremos morada8.
Dios habita en nuestra alma en gracia y ahí debemos buscarle, ahí debemos
escucharle, pues nos habla, y le entenderemos, si tenemos el oído atento y el
corazón limpio. A esa presencia se refiere San Pablo cuando afirma que cada uno
de nosotros es templo del Espíritu Santo9.
San Agustín, al considerar la cercanía inefable de
Dios en el alma, exclamaba: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!; he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te
buscaba (...). Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me tenían lejos de
Ti las cosas que, si no estuviesen en Ti, no serían. Tú me llamaste claramente
y rompiste mi sordera; brillaste, resplandeciste y curaste mi ceguedad»10.
En el alma en gracia, el Señor está más cerca que
cualquier persona que esté a nuestro lado, más cerca que el hijo o el hermano
que tenéis en vuestros brazos o lleváis de la mano; está más presente que el
propio corazón. No dejemos de tratarle.
III.
Cristo vive, y de diversos modos está entre nosotros y aun dentro de nosotros.
Por eso debemos salir a su encuentro, esforzarnos por tener más conciencia de
esa presencia inefable para que, teniéndole más presente, le tratemos más, y su
amor crezca en nosotros. «Hay que tratar a Cristo, en la Palabra y en el Pan,
en la Eucaristía y en la Oración. Y tratarlo como se trata a un amigo, a un ser
real y vivo como Cristo lo es, porque ha resucitado. Cristo, leemos en la
epístola a los Hebreos, como siempre permanece, posee eternamente el
sacerdocio. De aquí que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se
presentan a Dios, puesto que está siempre vivo para interceder por nosotros (Heb 7,
24-25).
»Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo.
Un compañero que se deja ver solo entre sombras, pero cuya realidad llena toda
nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva»11.
Si contemplamos a Cristo resucitado, si nos esforzamos en mirarlo con mirada
limpia, comprenderemos hondamente que también ahora es posible seguirle de
cerca, vivir junto a Él nuestra vida, que entonces se engrandece y adquiere un
sentido nuevo.
Con el tiempo, entre Jesús y nosotros se irá
estableciendo una relación personal –una fe amorosa– que puede ser hoy, al cabo
de veinte siglos, tan auténtica y cierta como la de aquellos que le
contemplaron resucitado y glorioso con las señales de la Pasión en su Cuerpo.
Notaremos que, cada vez con más naturalidad, vamos refiriendo al Señor todas
las cosas de nuestra existencia, y que no podríamos vivir sin Él. Encontrar al
Señor nos supondrá en ocasiones una paciente y laboriosa búsqueda, comenzar y
recomenzar cada día, quizá con la impresión de que estamos en la vida interior
como al principio. Sin embargo, si luchamos, siempre estaremos más cerca de
Jesús. Pero es preciso no dejar jamás que penetre el desaliento en nuestra alma
por posibles retrocesos, muchas veces aparentes.
El ejemplo de María Magdalena, que persevera en la
fidelidad al Señor en momentos difíciles, nos enseña que quien busca con
sinceridad y constancia a Jesucristo acaba encontrándolo. En cualquier
circunstancia de nuestra vida le hallaremos mucho más fácilmente si iniciamos
nuestra búsqueda de la mano de la Virgen, nuestra Madre, a quien le decimos en
la Salve: muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.
1 Cfr. Lc 8,
2. —
2 Jn 20,
13. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 102. —
4 Sal 26,
8. —
5 Pablo
VI, Credo del pueblo de Dios. —
6 San
Josemaría Escrivá, loc. cit. —
7 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7. —
8 Jn 14,
23. —
9 Cfr. 2
Cor 6, 16-17. —
10 San
Agustín, Confesiones, 10, 27-38. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 116.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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