Opus Dei 01 de abril de 2021
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Reflexión
para meditar el Viernes Santo. Los temas propuestos son: la Pasión de Jesús es
por amor a nosotros; acompañar a Cristo en su agonía; en la Cruz encontramos
nuestro refugio y nuestra salvación.
«DIOS MÍO, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt
27,46). «Jesús experimentó el abandono total, la situación más ajena a Él, para
ser solidario con nosotros en todo. Lo hizo por mí, por ti, por todos nosotros,
lo ha hecho para decirnos: “No temas, no estás solo. Experimenté toda tu
desolación para estar siempre a tu lado”»[1]. A Cristo,
sobre todo, le aflige el sufrimiento que, fruto del pecado, experimentamos los
hombres y mujeres de todas las épocas: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí,
llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc 23,28).
No hay dolor que haga desistir a Cristo de su
propósito de salvarnos. «Sus brazos clavados se abren para cada ser humano y
nos invitan a acercarnos a Él con la seguridad de que nos va a acoger y
estrechar en un abrazo de infinita ternura»[2]. La liturgia
del Viernes Santo arranca con el sacerdote postrado en tierra. Es la postura en
la que se encontraba Jesús en el Huerto de los Olivos. Se le venían encima
todos los pecados de los hombres, todos sus dolores y su soledad, los nuestros
también, así que se dirige a Dios Padre para conseguir de Él la fuerza para
afrontar ese paso decisivo.
Jesús ha venido a la tierra para reparar el mal que
nos hemos infligido a nosotros mismos y a los demás. Quiere devolvernos la
libertad y la alegría. Su ilusión por nosotros no conoce límites, así que su
«yugo es suave y su carga ligera» (Mt 11,30). Nuestros pecados no tienen la
última palabra si dejamos hablar a Jesús, si le dejamos decir que nos ama y que
no nos reprocha tanto sufrimiento. Hoy recordamos que «Jesús ha caído para que
nosotros nos levantemos: una vez y siempre»[3].
UNO DE LOS MOTIVOS del pecado es percibir, falsamente,
que la voluntad de Dios es un riesgo para nuestra libertad. Le sucedió, por
ejemplo, a Adán, nuestro primer padre. Sin embargo, la voluntad de Dios es que
seamos felices, que nos dejemos querer por Él. «Únicamente somos libres si
estamos en nuestra verdad, si estamos unidos a Dios. Entonces nos hacemos
verdaderamente “como Dios”, no oponiéndonos a Dios, no desentendiéndonos de Él
o negándolo. En el forcejeo de la oración en el Monte de los Olivos, Jesús ha
deshecho la falsa contradicción entre obediencia y libertad, y abierto el
camino hacia la libertad. Oremos al Señor para que nos adentre en este “sí” a
la voluntad de Dios, haciéndonos verdaderamente libres»[4].
¡Cuánto queremos agradecer al Señor su sacrificio,
voluntariamente aceptado, para librarnos de la muerte! Jesucristo entra en
agonía y llega a derramar sudor de sangre; pero la confianza en su Padre no
desfallece, hace oración una y otra vez. «Se acerca a nosotros, que dormimos:
levantaos, orad –nos repite–, para que no caigáis en la tentación»[5]. Horas
después, la furia de los pecados de la humanidad entera descarga sus golpes
sobre el cuerpo inocente de Jesucristo. La ingratitud de nuestros corazones
rodea al Señor en su soledad. «Tú y yo no podemos hablar. –No hacen falta
palabras. –Míralo, míralo... despacio»[6].
«A veces nos parece que Dios no responde al mal, que
permanece en silencio. En realidad Dios ha hablado, ha respondido, y su
respuesta es la Cruz de Cristo: una palabra que es amor, misericordia, perdón.
Y también juicio: Dios nos juzga amándonos. Recordemos esto: Dios nos juzga
amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por Él,
sino por mí mismo, porque Dios no condena, Él sólo ama y salva»[7].
LAS LLAGAS del Señor, por las que fluyó a raudales su
sangre preciosísima, serán refugio sereno para nuestras heridas. En las llagas
de Cristo estamos más seguros. Empapados en su sangre redentora, embriagados de
Dios, nada hemos de temer. «Al admirar y al amar de veras la Humanidad
Santísima de Jesús, descubriremos una a una sus llagas (...). Necesitaremos
meternos dentro de cada una de aquellas santísimas heridas: para purificarnos,
para gozarnos con esa sangre redentora, para fortalecernos. Acudiremos como las
palomas que, al decir de la Escritura, se cobijan en los agujeros de las rocas
a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para hallar la
intimidad de Cristo»[8].
Y en esa contemplación, es fácil saborear la recia
ternura con que canta hoy la Iglesia: «Dulce leño, dulces clavos, que sostienen
tan dulce peso»[9]. Es «el signo
luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que
jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se ha inclinado sobre
nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para
tendernos la mano y alzarnos hacia Él, para llevarnos hasta Él»[10]. Esta es la
verdad del Viernes Santo: en la cruz, Cristo, nuestro redentor, nos devolvió la
dignidad que nos pertenece. Se afianzan nuestros deseos de clavarnos en la cruz
gustosamente, de asociarnos a su redención, haciendo que nuestra debilidad sea
lavada con la sangre que brota del cuerpo de Jesús.
Al terminar este rato de oración, nuestra mirada se
dirige al pie de la cruz, donde se halla la madre dolorosa acompañada de unas
cuantas mujeres y de un adolescente. Quienes han pasado por ese trance saben
que no hay dolor comparable. Cristo, en aquellos momentos, la necesitaba junto
a Él y nosotros la necesitamos todavía más.
[1] Francisco, Homilía, 5-IV-2020.
[2] Benedicto XVI, Palabras al final del Vía crucis,
21-III-2008.
[3] San Josemaría, Via Crucis, III
estación.
[4] Benedicto XVI, Homilía, 5-IV-2012.
[5] San Josemaría, Santo Rosario, n. 6.
[6] San Josemaría, Santo Rosario, n. 7.
[7] Francisco, Palabras al final del Vía crucis,
29-III-2014.
[8] San Josemaría, Amigos de Dios, n.
302.
[9] Adoración de la Santa Cruz, Himno Crux
fidelis.
[10] Benedicto XVI, Palabras al final del Vía crucis,
22-IV-2011.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/meditaciones-semana-santa-viernes-santo/
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