Fernando Mires 18 de junio de 2023
La
democracia como forma de gobierno, pero más: como forma de la política, ha sido
y es expansiva y conflictiva. Al haber surgido desde y en contra de ordenes no
democráticos, es vista por estos como amenaza. Así ha sido al menos desde su
renacimiento premoderno y moderno. Reaparecida tímidamente en la Carta Magna de
los ingleses, consagrada constitucionalmente en la revolución norteamericana,
expandida militarmente a través de Francia, ese espíritu político nacido bajos
las luces de Atenas, ha continuado su línea ascendente, no de un modo vertical,
sino zigzagueante. Eso significa que ha habido periodos de auge y otros de
repliegue, e incluso de retroceso democrático.
Y
bien, aquí aventuraremos la tesis de que en estos momentos nos encontramos en
uno de repliegue y, tal vez, de retroceso. Mirando desde una perspectiva
macrohistórica, este repliegue y/o retroceso no nos sorprendería si tomamos en
cuenta que la línea que lleva hacia la democratización de las naciones ha
atravesado dos periodos consecutivos de muy alto ascenso. Uno, después de la
derrota de la Alemania nazi, en 1945. El otro, después del derrumbe del imperio
soviético, en 1989-1990.
La razón democrática
Para
evitar confusiones, debemos precisar que es lo que entendemos cuando hablamos
de naciones democráticas.
Como
hemos insinuado en otros textos, nos referimos a dos niveles. Uno formal,
a saber, la democracia como forma de gobierno y otro más amplio e informal, a
saber, la democracia como modo de vida. La forma de gobierno hace alusión a la
institucionalización de un sistema de libertades y derechos consagrados por la
tradición, por la cultura y por una constitución que rige para todos los
habitantes de una nación quienes conforman una ciudadanía, concepto
político que postcede al concepto demográfico de población.
La
democracia como modo de vida, en cambio, supone un cuestionamiento a todo lo
que dentro de una democracia no es democrático, o está dejando de serlo. Para
decirlo a modo de ejemplo, las democracias decimonónicas integraban estructuras
antidemocráticas en contradicción con la constitución nacional (la esclavitud
en los Estados Unidos, por ejemplo). Las de hoy, no tanto. ¿Qué es lo que nos
dice el ejemplo? Algo muy simple: la democracia no es un orden establecido sino
uno en permanente formación, un orden no estático sino en movimiento. Eso
significa que la democratización no termina nunca de ser dentro de una
democracia. La democracia es su autoreproducción, o en las palabras que en su
tiempo puso de moda Niklas Luhmann, es autopoiética. Lo que era
democrático ayer, puede que mañana no lo sea.
La
constatación relativa a que sin democratización no puede haber democracia ha
llevado a decir a muchos que la única y auténtica democracia es la democracia
liberal. De eso no estamos muy convencidos. La razón es la siguiente: El
liberalismo es una ideología, y la democracia es un campo de recreación de
ideas e ideologías, pero en sí misma, no puede ser regida por una ideología,
por muy democrática que sea. De lo que sí estamos seguros, y en eso
hay cierto consenso, es que la democracia, para que exista, debe ser
constitucional e institucional.
El
gobierno del pueblo, esto es, la democracia en sentido literal, solo puede
existir en un marco determinado por leyes e instituciones. Visto así, toda
democracia es delegativa. Las experiencias históricas parecen confirmar esta
afirmación. En cada país donde ha sido intentada una democracia directa o de
base (consejos, soviets, juntas) han aparecido feroces autocracias.
La
amenaza autocrática
Ahora
bien, la democracia, la que conocemos, a la que algunos llaman
liberal y otros simplemente constitucional e institucional, se
encuentra en estos momentos cuestionada desde fuera y desde dentro de las
naciones democráticas. En los términos popularizados por Hungtinton nos
encontraríamos frente al avance de una muy alta ola antidemocrática. Todo
indica que la historia del siglo veintiuno será
signada por esa contradicción mundial, vale decir, por
un choque no civilizatorio, ni siquiera cultural, entre movimientos democráticos
y movimientos antidemocráticos.
El punto fijo
de esa contradicción se ha vuelto evidente con la invasión de la
Rusia de Putin a la Ucrania de Zelenski. Por eso, entre quienes
hemos condenado sin cesar a la agresión rusa, prima la opinión
de que, si bien tuvo lugar en Ucrania, fue una agresión a todo
el orden democrático mundial.
Putin,
efectivamente, pasó por encima de todos los acuerdos de postguerra, tanto
geográficos, militares, políticos. El mismo dejó muy claras sus
intenciones, pocos días después de la invasión. En los juegos olímpicos de
Beijing, Putin y su colega Xi Jinping, dieron a
conocer públicamente una comunicación según la cual
ambos permanecen unidos en el seguimiento
de una estrategia común: nada menos que la de organizar un
nuevo orden mundial.
Un
orden que no solo puede ser entendido como económico (los órdenes económicos no
se imponen, simplemente aparecen) sino un nuevo orden político, opuesto al
occidental, o más directamente, al democrático. Si es
que hubo desacuerdo entre ambos megadictadores, ese no está
en los fines, sino en los medios.
China,
siguiendo sus intereses geoestratégicos, ha manifestado su oposición al empleo
de armas nucleares; y con razón: a China interesa la sobrevivencia económica de
Occidente aunque solo sea para seguir copiando sus invenciones científicas y
tecnológicas, base al fin de su crecimiento global. Y a los comunistas chinos
interesa la dominación, no la destrucción del planeta. De ahí que la amistad
estratégica de China con Rusia juega ante los ojos de los gobernantes
occidentales un papel irónicamente regulador. Hecho que ha llevado a algunos de
ellos, Macron y Lula entre varios, a hacerse ilusiones sobre el rol pacificador
que podría jugar Xi frente a Putin durante la guerra de Ucrania. Pero se
engañan. Xi está tan interesado como Putin en disminuir los
principios de la democracia occidental, hoy hegemónicos a nivel mundial.
Para
nadie es un misterio que la Carta de las Naciones Unidas es vista desde Beijing
como una imposición de la cultura occidental a naciones que provienen de otras
tradiciones. Para China, mucho más importante que una democracia mundial, es
cementar el principio de la autodeterminación, esto es, que los gobernantes de
cada nación puedan cometer los crímenes que decidan, sin exponerse al dictado
de injerencias externas. De acuerdo a la visión china, las Naciones Unidas
deberían limitarse a ser un simple organismo de consulta. Aunque parezca
paradoja, China – dícese comunista – es partidaria de un neoliberalismo
geopolítico que permite actuar con impunidad a todos los poderes autocráticos
de la tierra.
Desde
la perspectiva china, la constante apelación a los derechos humanos en países
democráticos es parte de un discurso imperialista destinado a someter culturas
milenarias a los patrones culturales occidentales. Recordemos, para poner un
ejemplo, que en su última visita a Alemania, el ministro del exterior chino, Wang
Yi, sorprendió a la prensa con esta frase: «ustedes tienen a Kant y Hegel, pero
nosotros tenemos a Confucio y Lao Tze».
Quería
decir que hay que aceptar las diferencias culturales entre las naciones, algo
que nadie en Occidente ha puesto en discusión. La ministra alemana Baerbock,
sorprendida por su colega chino, se limitó a mostrar su mejor sonrisa. Si ella
no conociera la diplomacia, la respuesta obvia habría sido: «lo que nos separa
de ustedes no es la filosofía sino dos formas de gobierno, uno que ha sido
elegido por un partido y otro que ha sido elegido por la ciudadanía a través
del sufragio universal». O también: «uno que no acepta la universalidad de los
derechos humanos y otro que piensa que los humanos tenemos derechos por el solo
hecho de ser humanos, independientemente de tradiciones, religiones y
culturas”.
El histórico abrazo dictatorial de los
juegos olímpicos de Beijing, y la declaración conjunta a favor
de un nuevo orden mundial, fue confesión bipartita, de que la ocupación
rusa de Ucrania es para Putin y Xi, solo una pieza en la avanzada
política y militar de las antidemocracias, en aras de la creación de
un nuevo orden político mundial bajo hegemonía chino-rusa. En otras palabras,
la guerra de invasión no es solo contra Ucrania, ni siquiera contra los EE UU,
sino contra el occidente democrático.
Sin
especular demasiado, podríamos deducir que la dirigencia política de China ya
estaba informada de la invasión a Ucrania antes de que fuera puesta en acción
ese fatídico 24-F-22. Justamente por esas razones, los gobernantes más lúcidos
del mundo occidental entienden perfectamente por qué es necesario que Rusia no
solo no gane, sino, además, pierda totalmente la guerra.
Los
tres segmentos de la barbarie antioccidental
Lo
cierto es que después de los Juegos Olímpicos, la tarea emprendida por los dos
presidentes antidemocráticos, ha sido la de formar un bloque mundial
alternativo al bloque occidental, uno en condiciones de disputar a EE UU y
Europa, no solo la hegemonía económica, también la política y la militar. De
hecho, deben haber comprobado que en el mundo hay una gran cantidad de naciones
dispersas, abiertamente opuestas a los EE UU. La mayoría de esas naciones están
gobernadas por dictaduras y autocracias. Seguramente por eso, Xi Jinping
decidió modificar el discurso mundialista de Mao Zedong, de quién él intenta
presentarse como su sucesor histórico.
De
acuerdo a la división maoísta, el mundo estaba dividido entre naciones
dominantes (incluía a la URSS) y naciones subalternas («aldeas que rodean a las
grandes ciudades», en su metafórica expresión). China, según Mao, estaba
destinada a convertirse en la nación vanguardia de la revolución
anticolonialista y antimperialista mundial. Para Jinping, la división es
otra: el mundo, según su óptica, está dividido en dos
bloques: las naciones occidentales conducidas por Estados Unidos y Europa y las
naciones antioccidentales, conducidas por China. Que esta sea la misma
división que hizo Biden, entre democracias y autocracias, evita mencionarlo Xi.
Como todos los dictadores, Xi y Putin piensan que el colmo de la democracia es
la que ellos representan en sus respectivos países.
China
y Rusia, o mejor, Rusia bajo dirección de China, intentan perfilarse como
naciones directrices de la contrarrevolución anti- occidental –léase
antidemocrática– de nuestro tiempo. Para facilitar la explicación de esta
tesis, parece ser conveniente dividir provisoriamente el bloque de apoyo
antioccidental, en tres grandes segmentos.
1. Las
potencias económicas y militares de segundo rango, sobre todo Corea del Norte,
Irán, Siria
2. Las
naciones no-occidentales pero tampoco (todavía) antioccidentales, como son
India, Sudáfrica, Arabia Saudita, y Brasil
3. Las
naciones pobres gobernadas por regímenes autocráticos o simplemente por
democracias precarias, como son gran parte de las naciones africanas y una
parte fluctuante de las latinoamericanas.
El
primer segmento es el núcleo duro sobre el que reposa el eje chino-ruso. Se
trata de naciones dominadas por gobiernos que han hecho del antioccidentalismo
una profesión de fe, una doctrina e incluso, en el caso de Irán, una guerra
santa.
Fue
Putin, antes de Xi, quien descubrió la posibilidad de agrupar a las naciones
islámicas en una orientación antioccidental.
Eso
sucedió el año 2013, cuando aprovechando el trauma norteamericano que dejó la
intervención en Irak, y nada menos que en nombre de la guerra en contra del
terrorismo internacional, desató una guerra a muerte en contra de las
organizaciones para-democráticas surgidas en Siria durante la llamada
«primavera árabe». Esa estrategia denominada «de tierra arrasada» sería puesta
después en práctica en la invasión a Ucrania.
La
guerra en Siria fue una invasión colonialista de Rusia a Siria, llevada a
cabo ante la complacencia de los gobiernos occidentales. Como
resultado Siria pasó a convertirse en un condominio colonial ruso. Años
después, China, mediante la aplicación geopolítica de su poder económico, se
encargaría de mediar entre Siria y el resto de las naciones de la región,
reintegrando a la dictadura de al-Assad en la Liga Árabe. El hecho de que
al-Assad fuera recibido con los brazos abiertos por el príncipe Mohammed bin
Salman de Arabia Saudita hay que ponerlo en la cuenta positiva de la política
internacional china.
Las
naciones islámicas, incluyendo a Turquía, hasta hace poco trenzadas en guerras
hegemónicas (la más cruenta, la de Yemen, será negociada con Arabia Saudita e
Irán con patrocinio chino) están siendo convencidas por China de la necesidad
de posponer sus sangrientas diferencias y unirse bajo el amparo de un mismo
techo. De más está decir, ese techo es China.
En
fin, tanto para Putin como para Xi, ha llegado la hora de formar en
el mundo islámico una especie de comunidad religiosa-militar, radicalmente
antioccidental, bajo la protección económica de China y militar de Rusia.
Los EE
UU ya han perdido su hegemonía política sobre Arabia Saudita, y probablemente
por sobre todos los potentados petroleros de la región. Una muestra más de que
Occidente sufrirá esta y otras pérdidas en el curso de la confrontación en
contra del eje chino-ruso. Putin por su lado podría cumplir una parte de su
utopía, la de arrebatar a Occidente el espacio clientelístico que había
ejercido la URSS sobre el despótico “socialismo árabe” (Irak, Yemen, Libia,
Sudan y Egipto) pero esta vez, bajo conducción de China y de Rusia.
Con
respecto al segundo segmento, formado por ese grupo anodino configurado por las
naciones mal llamadas emergentes, Xi Jinping aprovecha la irreversible
dependencia económica y financiera en que han caído algunas naciones con China,
para ordenarlas políticamente bajo su batuta. La idea de un Club de la
Paz, formada por potencias emergentes bajo dirección china,
destinada aparentemente a servir de mediación entre Occidente y
Rusia en la guerra a Ucrania, no persigue otro propósito
que sustraer a “países intermedios” de la órbita política
occidental. Primero, económicamente. Segundo, es el paso actual,
diplomáticamente.
El intento
de maquillar políticamente a gobiernos como el de Maduro, llevado a cabo por
Lula en la cumbre de Brasilia, hay que entenderlo como parte de un proyecto de
unificación geopolítica de connotaciones continentales, en el marco que da
lugar a la formación de un nuevo orden político bipolar. Que
después de Brasilia, Maduro apareciera en Arabia Saudita abogando por un nuevo
orden mundial, muestra el nivel de organización alcanzado por el bloque
autocrático en formación. La estrategia, evidentemente, es ampliar la zona de
influencia de China en América Latina, más allá de las tres naciones
antidemocráticas (Cuba, Nicaragua y Venezuela) en un tercer segmento, formado
por las naciones más pobres, que son también las que poseen las estructuras
políticas más precarias. Frente a ese segmento, Xi Jinping se nos vuelve
«tercermundista» e, incluso, maoísta.
El
caso de una pobrísima Honduras, rompiendo ridículamente con Taiwan
(que no es una nación jurídica constituida) puede parecer muy
tropical, pero en cierto modo revelador de una predisposición
antinorteamericana, cultivada durante años por las elites de la región.
En el
contexto sudamericano resulta útil observar el caso de Brasil, nación que
pertenece al segundo y al tercer segmento a la vez. Desde mucho antes del
segundo gobierno de Lula, Brasil depende más de la economía china que de la
norteamericana y, en general, de la occidental. El rol conferido por
Jinping a Lula parece ser el de agrupar a la mayoría de los gobiernos
latinoamericanos, en la órbita de los “países neutrales”. La fuerte
predisposición ideológica antinorteamericana de la que hacen gala (no solo) las
izquierdas latinoamericanas, puede facilitar esa misión. El galeanismo como
ideología, ha sobrevivido a Galeano. Asumir el rol de víctimas, tiene como
efecto adicional, absolver a las clases políticas latinoamericanas de todas las
barbaridades que han cometido y seguirán cometiendo.
Pero esta
historia no ha terminado
En
breve, el Occidente político, desde la invasión a Ucrania, se
encuentra amenazado. Esto no significa caer en predicciones
catastrofistas, al estilo de las de Spengler, Toymbee y Huntington. Significa
simplemente aceptar que estamos frente al aparecimiento de un nuevo orden
político antidemocrático y mundial, y que en el curso de su
conformación, Occidente deberá pasar a la defensiva.
Hay
momentos ofensivos y hay momentos defensivos. Vivimos una historia cuyo final
no puede predecirse. No existen leyes universales que prefijen el futuro. Puede
ser que la imaginación occidental no esté agotada. Occidente sigue siendo el
punto de partida de diferentes transformaciones a nivel mundial. La revolución
democrática iniciada una vez en Estados Unidos y Europa, continúa su marcha.
Pero no solo las relaciones sociales siguen democratizándose, también las que
dicen relación con la corporeidad y la intimidad. Las brechas que separaban a
los sexos, y a las formas del ser sexual (géneros), están siendo cerradas.
En los espacios
científicos y tecnológicos, artísticos y culturales,
Occidente sigue siendo vanguardia. A todo esto agrega una revolución
energética cuyas consecuencias a nivel mundial todavía no son
predecibles. Las innovaciones en la energía eólica y solar, por nombrar
solo a dos rubros, tendrán impactos en naciones que apostaron todo su
crecimiento a una economía basada en la explotación de la energía fósil.
Muchas de esas naciones son regidas hoy por
gobiernos autocráticos.
Cierto
es que existe un fuerte resentimiento antioccidental -muchas veces entendible –
incluso dentro del propio Occidente. Pero también es cierto que la mayoría de
los jóvenes en los países antidemocráticos quieren ser, o llegar a ser,
occidentales, y no solo en los ámbitos del consumo catarro, como imaginan los
gobiernos autoritarios. Occidente es mucho más que McDonald.
Así lo han comprendido algunas dictaduras.
Cada
mujer que lucha por el derecho a no usar un velo es una enemiga occidental
en el Irán de los ayatolas. Cada gay apaleado en las calles de Moscú, es
un enemigo occidental en la Rusia de Putin. Cada estudiante o
intelectual disidente enviado a prisión, es un enemigo occidental en
la China de Jinping.
Y
quizás hay algo aún más importante. Mientras en los países
antioccidentales existe un enemigo llamado Occidente, en ese no-lugar virtual llamado
Occidente, no existe ningún enemigo llamado Oriente. En los países
occidentales, Oriente no es más que una noción geográfica, nunca una unidad
geopolítica o cultural. Para los gobiernos antidemocráticos, en cambio,
Occidente es un enemigo político y militar al que hay que derrotar y someter.
Pero fuera de eso no los une nada más. Si desaparece el odio antioccidental,
volverán a ser enemigos entre sí.
Occidente, en
fin, no está en guerra en contra de ningún Oriente. Más
allá de ser una noción geográfica, Oriente no existe como unidad política.
Mucho menos como un modo de vida. Y al fin y al cabo, nadie puede ser derrotado
por un enemigo que no existe. Hasta para ser antioccidentales, los enemigos de
«la sociedad abierta» (Popper), necesitan de Occidente.
Fernando
Mires
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