Todo hace prever, empero, que las condiciones de
administración de los nuevos partidos del siglo XXI ya no podrá ser jerárquica,
ni vertical y ni siquiera obediente, como en la era industrial, sino como se
organizan las redes sociales digitales: horizontal y libremente, con personas
más exigentes, informadas y participativas, que piden respuestas rápidas,
eficientes y convincentes para otorgar su fidelización a las ideas y emociones
que el partido promueve.
Por Roberto Meza, 01/07/2014
Un nuevo fantasma recorre el mundo: el fantasma de
los movimientos ciudadanos que, espontáneamente organizados frente a problemas
específicos (“single issue”, A. Giddens), buscan soluciones directas,
esquivando los canales tradicionales de la democracia. Sin embargo, se trata de
expresiones cuyos liderazgos coyunturales muestran visiones estratégicas tan
distintas que, a poco andar, las diferencias de métodos no sólo desarticulan la
acción, sino que su interlocución ante los poderes se hace ineficiente, confusa,
y muchas veces, “más allá de todo lo posible”. Infantilismo revolucionario lo
llamó Lenin.
Una de las razones de este modo de interpelar a los
poderes –que, por lo demás, no es nuevo, pues orgánicas sociales,
territoriales, profesionales, sindicales, etc, existen desde hace siglos– es la
profunda deslegitimación de los partidos políticos, los que, hasta hace unos 15
años, eran “correas transportadoras” privilegiadas entre ciudadanía y Estado.
Se suponía de ellos una poderosa capacidad de elaboración teórica que
contuviera una “ontología” o cierta concepción del ser de las cosas; una
epistemología, o conciencia del cómo conocemos tal entidad; y una metodología,
es decir, una manera de alcanzar los objetivos que el grupo consideraba lo
mejor para la sociedad, conocimiento que, estructurado en un corpus consistente
y coherente de ideas lógicamente ordenadas, daba respuesta a los diversos temas
políticos, sociales, económicos y culturales humanos.
La lucha ideológica de buena parte del siglo XX
entre capitalismo y socialismo fue el mejor momento para esa concepción de
partido, pues la dialéctica de la polémica estimulaba la defensa estructural de
las ideas y principios que sustentaban las diversas posiciones, aunque, por
cierto, en una sociedad industrial (taylorista y/o stajanovista) que tendía a
impulsar soluciones jerárquicas, verticales y obedientes. La caída del Muro de
Berlín y posterior derrumbe de la ex Unión Soviética provocó un cambio de las
doctrinas de izquierda circulantes, dejando a las posiciones liberales y de
mercado casi sin competencia, lo que hizo que hasta Juan Pablo II advirtiera a
los vencedores del riesgo de la soberbia.
"Todo hace prever, empero, que las condiciones de administración de
los nuevos partidos del siglo XXI ya no podrá ser jerárquica, ni vertical y ni
siquiera obediente, como en la era industrial, sino como se organizan las redes
sociales digitales: horizontal y libremente, con personas más exigentes,
informadas y participativas, que piden respuestas rápidas, eficientes y convincentes
para otorgar su fidelización a las ideas y emociones que el partido promueve"
Esas nuevas condiciones político-económicas y
sociales, así como los avances incontenibles de las tecnologías digitales,
facilitaron la expansión de los mercados que se globalizaron aceleradamente en
menos de dos décadas (1990-2008). Las ideas de libertad, mercado y democracia
se instalaron en casi todo el orbe, provocando significativas modificaciones en
las posturas ideológicas de izquierda, centro izquierda y centro, quienes, sin
necesariamente abandonar sus énfasis valóricos en la igualdad y fraternidad,
asumieron el mercado y la democracia liberal con nueva intensidad. Sectores más
radicales de izquierda, en tanto, mantuvieron en alto el estandarte del rechazo
al mercado y la “democracia burguesa” como origen de toda desigualdad e
injusticia, siguiendo a los pocos dirigentes que en América Latina, el Caribe,
África y Asia habían mantenido su poder, así como a partidos de izquierda
nacionalista en todo el mundo.
Por efecto de grandes mayorías, la lucha por el
poder político se trasladó desde la lógica revolucionaria –asalto al Estado y
transformación de las relaciones tradicionales al interior de la sociedad–
hacia disputas electorales periódicas y una administración democrática del
Estado de tipo evolutiva, lo que produjo una inevitable asociación entre
política y empresas, un proceso que, por lo demás, es corolario obvio si se
aceptan las ideas de mercado libre y democracia: es decir, si las empresas
privadas son legítimas, entonces, apoyar su desarrollo desde el poder político
es justo. Dicha relación, formulada primero paso a paso, entre compromisos,
negociaciones y acuerdos paulatinos, terminó por mover a partidos y dirigentes,
anteriormente antisistémicos, fuera del ámbito de la fiel representación de los
sectores e intereses que expresaban, oligarquizando su gestión, mientras las
nuevas tecnologías de la información y comunicaciones (TIC) hacían visible la
connivencia para todos sus seguidores. Los traslados de cuadros desde el poder
político al empresarial y viceversa, así como las denuncias sobre abusos y
excesos de diversas empresas privadas en su relación con los consumidores,
fueron cerrando el círculo, abriendo un espacio de diferencias entre izquierdas
socialdemócratas e izquierdas tradicionales.
Pero hay más. Las ideas concomitantes de un Estado
pequeño, que focalice la ayuda social en los más pobres de los pobres, que
funcione eficientemente, con pocos impuestos y que entregue más libertad de
opción a los ciudadanos, dejándolos usar la mayor parte de sus recursos en sus
propios proyectos, contribuyó al rechazo de la idea de financiar con tributos
la labor política, hecho que, por defecto, consolidó el vínculo político
partidista y el poder económico. Con plata se compran huevos.
El advenimiento de las TIC, que posibilitó la
información instantánea sobre cómo se conduce el poder y le entregó a los
ciudadanos la capacidad de comunicar anomalías, corruptelas y negociados
espurios vía redes sociales digitales, así como la de coordinar acciones con
miles de otros, fue transformando la inquietud y malestar en irritación e
indignación entre quienes no estaban gozando del progreso. La quiebra del
sistema financiero mundial en 2008 produjo el resto: las inequidades, estafas y
desigualdades quedaron expuestas a la vista de todos, en las pantallas en color
de todo tipo (TV, computadores y smartphones).
La respuesta lógica a esta relación entre poderes
políticos y económicos –y sus efectos en las inequidades develadas– han sido
los “movimientos sociales”, pues, al contrario de los partidos, se trata de una
integración (muy ad hoc a la economía de mercado) sin compromisos, libre e
inmediata a un poder visible, simple, constante y sonante. Y perdidas las
confianzas en el intermediario tradicional, mejor es unir fuerzas a quienes “no
han sido corrompidos por los poderes”.
Así, en un escenario en el que se ve debilitada la
presencia central, atemperadora, flexible, negociadora, estructural y compleja
de los partidos políticos, pueden preverse nuevas esferas de desarrollo de lo
social: por una parte, un proceso de redefinición de la democracia
representativa, que en el ínterin tendrá más estallidos estudiantiles, de
trabajadores, pequeños empresarios, agricultores, etnias y grupos de interés de
diversa naturaleza, unos más belicosos que otros, junto a la conformación de
los contramovimiento respectivos. Y con un ágora de discusión racional, como el
Congreso, deslegitimada socialmente, y llevada la polémica a la calle, es
previsible la reorganización cuasi “feudal” de los poderes, en clanes
político-económicos de defensa de sus respectivos patrimonios. Como
consecuencia, veremos una actividad económica y política desagregada, sin más
norte que el interés táctico de grupos de presión organizados coyunturalmente,
ni más estrategias nacionales que la de un Ejecutivo que, con la obligación de
conducir el país hacia una meta, terminará su administración “equilibrando
platos chinos”, en medio de manifestaciones de todo tipo.
Este cuadro que pudiera parecer caótico, no se
contrapone, empero, con una concepción de libertad y democracia: una de hombres
libres que libremente se asocian o disocian siguiendo sus intereses, proyectos
y sueños, en una competencia sin fin para la construcción de un futuro en el
que cada cual es constructor de su propia felicidad, con la sola obligación de
cumplir con las leyes que los rigen. En esta mirada, el Estado es
económicamente subsidiario y sólo actúa como malla de seguridad para quienes
pierden y aspiran a su recuperación y reinserción social activa. El mercado
libre, por lo demás, opera así. Y si hemos de fijarnos en los hechos,
izquierdas y derechas políticas ya han adoptado el nuevo paradigma: por
doquier, con pocas excepciones, se observan “díscolos” y “rebeldes” que
transforman las ideologías de antaño en mosaicos ajustados a sus especificas
miradas del mundo, muchas veces tan dispersas como sus propios programas.
¿Reemplazarán los movimientos sociales a los
partidos políticos? Esa es la segunda esfera de desarrollo, porque estos
movimientos se agrupan habitualmente en torno a intereses inmediatos, de
coyuntura. No hay en ellos –no puede haberlo– una racionalidad entrelazada con
perspectivas estratégicas, porque cuando éstas emergen, el movimiento, como
hemos visto, de triza en veinte orgánicas. Por eso, el proceso que estamos
viviendo no importará grandes cambios, porque en su parcialidad, los
movimientos ciudadanos no abarcan en toda su extensión los sueños sociales. Por
eso, estos movimientos sólo seguirán siendo noticias de TV; algunos conseguirán
parte de lo que exigen, otros, simplemente, nada. Es decir, los movimientos,
por masivos que parezcan, no pueden reemplazar la conducción política, ni
menos, derrumbar el modelo, porque el mercado y la libertad están fundados en
profundas pulsiones humanas que, sólo “reeducadas”, podrían ser agentes de un
verdadero cambio sistémico. Las regulaciones o desregulaciones normativas que
resulten de los movimientos presentes, más bien impulsarán perfeccionamientos
de las rigideces y “crueldades” del mercado, haciéndolo más aceptable para las
mayorías. Tal vez entonces reviva el interés ciudadano por las estrategias
políticas y en participar como generador de aquellas, a través de los partidos.
Mientras tanto, las colectividades, en su vieja
concepción, vivirán sus propias travesías por el desierto, oligarquizadas,
encerradas en sí mismas, negociando poder con otros poderes, para seguir
avanzando en sus objetivos. Las elecciones seguirán siendo un momento para
volver a conquistar voluntades que ayuden a la reproducción de su poder, aunque
dada la competencia de los movimientos ciudadanos, también para la indelegable
tarea de conducir la sociedad “desde sus bases”, atrayendo más fieles hacia las
respectivas “buenas nuevas”, sea mediante más poder duro o bien con más ideas y
sueños. Todo hace prever, empero, que las condiciones de administración de los
nuevos partidos del siglo XXI ya no podrá ser jerárquica, ni vertical y ni
siquiera obediente, como en la era industrial, sino como se organizan las redes
sociales digitales: horizontal y libremente, con personas más exigentes,
informadas y participativas, que piden respuestas rápidas, eficientes y
convincentes para otorgar su fidelización a las ideas y emociones que el
partido promueve.
De otro modo, los próximos gobiernos –quien quiera
sea que los administre– vivirán las mismas miles de manifestaciones y asonadas
que ha enfrentado el del Presidente Piñera y cuya explicación está tanto en
partidos y empresas deslegitimados y la mayor transparencia que ofrecen las
TIC, como, paradojalmente, en la enorme vitalidad de nuestra democracia, sus
libertades y el mercado, el que, en todo caso, para llegar a ser legítimo
mayoritariamente, requiere de nutrir a todos sus agentes con más equidad y
fraternidad y de elites dirigentes que observen mayor cuidado de las formas,
prudencia, gravidez, pudor y sobre todo, decencia.
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