Por Ibsen Martínez
Un yate mal habido,
un trawler dizque expropiado a un hombre de posibles y opositor hoy
exiliado, se queda inexplicablemente varado a pocos metros de la costa, en una
franja del litoral cercano a Caracas otrora poblada mayoritariamente por
descendientes de esclavos que, en el siglo XVIII, laboraban para los grandes
cacaos, acaudalados criollos blancos, leales vasallos de Carlos III y que hoy
—me refiero a los actuales pobladores—, cazan o pescan su magra porción de
renta petrolera como clientes electorales chavistas.
El pasajero más ilustre del
yate es un general venezolano, casualmente gobernador de ese estado costero que
fue devastado para siempre jamás por el gran deslave de 1999, cae al agua, como
dije, y se hunde en menos de dos brazas de mar Caribe.
Está tan cerca de la playa
que el tembloroso video se llena inmediatamente de obsequiosos negros lugareños
(o lugareños negros, el orden de factores... etcétera), a quienes no llamaré
afrodescendientes porque me repatea la parla políticamente correcta. Los negros
acuden, chapoteantes bullangueros y solícitos, en auxilio del general.
En este trecho del video,
captado por un teléfono móvil, la cámara se mueve trémulamente, la nublan
salpicaduras de agua salada, el audio se hace confuso, y por segundos, el
general, rodeado de sepias lameculos que pugnan por rescatarlo se sale
momentáneamente del encuadre, solo para regresar inmediatamente a la pantalla.
Entonces puede verse a las
claras que vadea a pie, por sus propios medios, como suele decirse, los pocos
metros que lo separan de tierra firme, trastabillando, sí, por efecto del
demasiado whisky de 18 años ingerido a bordo, pero procurando siempre mantener
la vertical, como cuadra a todo militar borrachín de alto rango consciente de
que está siendo observado por la turba, apartando de sí a los negros lameculos
con gesto autosuficiente que quiere significar “estoy sobrio, huevón, ¡quítame
las manos de encima!”, hasta llegar a la arena seca, donde el terral agrava la
pérdida de equilibro propia de la ebriedad, en una parodia involuntaria del
retorno triunfal del general Douglas MacArthur a Filipinas, el hombre que
famosamente mojó las perneras de su uniforme en las playas de Leyte, en 1944.
El peligro ha pasado,
felizmente, y el aguerrido general chavista solo necesitaría esnifar la cocaína
que pueda caber en la uña de un meñique, cocaína que bien puede proveer
cualquier otro general amigo, allegado al cartel que dirige Diosdado Cabello,
para sentirse otra vez como nuevo. Hombre Nuevo, al fin, como quería Chávez, el
Presidente Eterno.
Otros videos, igualmente
imperfectos, igualmente trémulos, circulan en las redes sociales, capturados
por venezolanos de toda condición. Son innúmeros, desafían la credulidad de
quien los mire y se me haría largo ensayar una antología.
Los hay de linchamientos de
asaltantes acorralados por exaltados usuarios del metro, por ejemplo.
Malandrines golpeados casi hasta morir y muertos ya del todo luego de una
rociada de gasolina y un cerillo encendido. Los hay de Guardias Nacionales
armados con fusiles de asalto AK-47, rociando de balas a inermes ciudadanos
hambrientos que protestaban en Cariaco, al oriente del país, y matando a uno de
ellos.
Hay el que muestra al jefe
de la bancada opositora, doctor Julio Borges, salvajemente atacado por lumpen a
sueldo del alcalde chavista Jorge Rodríguez, a las puertas del colegio
electoral.
Este último video evoca la
paliza callejera, captada en 1989, de que fue víctima el político demócrata
panameño Guillermo Ford junto a su guardaespaldas, asesinado éste por los
doberman, esbirros de Manuel Noriega, poco antes de la caída del dictador
istmeño.
De te fabula narratur,
Maduro.
17-06-16
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