Por Tomás Páez
Durante tres décadas, las de
los sesenta, setenta y ochenta, la tía Victoria incluía en su itinerario a Cuba
una escala obligatoria en Venezuela. Allí llenaba las maletas con todo aquello
que escaseaba en la isla y abundaba en Venezuela durante el periodo
democrático. Visitaba a aquella parte de la familia que había emigrado a
Venezuela, pues la mayor parte lo había hecho a Cuba.
Su viaje a la isla estaba
animado con el propósito de dotar a sus familiares de los productos básicos que
todavía escasean, privaciones que indefectiblemente se producen en todo
socialismo, al tiempo que reconstruía su árbol genealógico en vida. Era la
menor de 14 hermanos que habían emigrado, antes de nacer ella, a quienes quería
conocer, así como a sus descendientes. Estaba empeñada en impedir que la
distancia destruyera los nexos familiares que, por otro lado, crecían con cada
viaje.
Eran tiempos difíciles y de
una migración que se producía en condiciones muy adversas y con una gran
precariedad en la comunicación. Ello lo retrata muy bien un hermoso artículo de
Juan Cruz, quien desde niño escribía las cartas, por encargo, en las que se
explicaba a “los hombres qué pasaba allí (en Tenerife), qué había en su
ausencia y que comenzaban con el mismo encabezamiento: “Querido marido, me
alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros
por aquí bien, gracias a Dios”. La tía, además de enviar cartas, estaba empeñada
en conocer a los suyos.
Su estancia en Venezuela la
disfrutaba mucho. El país la maravillaba y allí le asombraba la luminosidad de
la ciudad, de día y de noche, en particular la que proporcionaba el anuncio de
Savoy, al que añoraba con particular afecto porque, además, le encantaba el
“Toronto”, un centro de avellana envuelto chocolate, pese a que lo tenía
prohibido por la diabetes que padecía. Le fascinaba la modernidad y
grandiosidad del parque automotor, las estanterías y anaqueles repletos de los
más diversos productos en bodegas y supermercados y la calidez y proximidad de
su gente. La deslumbraba la modernidad de los artefactos, lo espacioso de los
baños y su cantidad en cada apartamento y casa. Esa caja llena de imágenes que
era la televisión la sorprendía. La tía disfrutaba los paseos, comidas y las
sobremesas de largas tertulias repletas de historias, cuentos y anécdotas.
Las maletas aprendieron con
gran celeridad que su destino en Venezuela era el de crear el espacio más
grande posible para llenarse de aquellos bienes que escaseaban, y aún escasean,
en Cuba. De las maletas se descargaban los atuendos personales y los obsequios
destinados a su familia en Venezuela: manteles calados y bordados, pañuelos y
sábanas. El espacio que se creaba permitía pertrecharse de productos destinados
a satisfacer las necesidades básicas de los familares, cuya ausencia es una de
las secuelas propias del totalitarismo. Era la época en la que no se habían
extremado las restricciones al número, tamaño y peso de los bultos y todos iban
repletos hasta más allá de sus límites.
La tía disfrutaba, como niña
en juguetería, de los anaqueles repletos de una diversidad de productos y
marcas para todos los gustos, como las que exhibe hoy día un supermercado
europeo. La esposa de un teniente coronel amiga de la casa la acompañó en una
ocasión a las tiendas del Ipsfa y todo lo veía con el desenfreno que produce la
abundancia y la diversidad, cuando se mira desde la acostumbrada escasez.
Con la familia visitaba
bodegas, el mercado Guaicaipuro y los supermercados para comprar lo más
elemental, aunque para los ciudadanos cubanos resultase un lujo: cepillos y
pasta dental, azúcar, leche en polvo en grandes cantidades, desodorantes,
jabones, hojillas de afeitar, ropa interior, caraotas y chocolates. La maleta
se llenaba de jeans, el símbolo de la escasez socialista y el bien más
codiciado. Quienes fungieron como embajadores del Partido Comunista venezolano
en los países de la órbita socialista europea, tienen muchas anécdotas que contar
acerca de cómo explotaron el valor comercial de este preciado bien.
Las maletas parecían
conscientes de que todo totalitarismo, en este caso el socialista, tiene entre
sus atributos el de producir escasez, hambre y muerte. Lo habían demostrado
hasta la saciedad la gran hambruna China y la que se instauró en los países que
integraron la URSS. También entendían que en los países de libertades y
democráticos podían llenar sus espacios de la mayor diversidad de productos,
porque en libertad es posible conjurar el flagelo del hambre, como sostiene
Amartya Sen. Las maletas, de algún modo, detectaban que habían arribado a
Venezuela. Mientras la tía llenaba los espacios y distribuía la valiosa carga,
su sobrina mayor preguntaba inquisidora, no sin cierta ingenuidad
desafortunadamente premonitoria, ¿ese es el socialismo que ustedes quieren para
Venezuela?
Para la familia en Cuba, las
maletas de la tía eran lo más parecido al bolso mágico de Mary Poppins o a San
Nicolás. La tía llevaba consigo una inmensa carga de afecto y productos de la
dieta básica. En la isla pudo ver las “triliteras” o los cuartos
multifamiliares y sentir en carne propia los efectos de la tarjeta de
racionamiento y el hambre de su familia. Es la terrible realidad del
socialismo. Una amiga, absolutamente convencida de las bondades del modelo que
defendía sin fisuras, visitó en una oportunidad los países que integraban la
URSS y ya en Alemania Oriental, con su bebé muy pequeña que lloraba de hambre,
no tuvo otra opción que buscar los alimentos en la Alemania verdaderamente
democrática. Fue el inicio de su dolorosa ruptura con esa ideología.
Lo que hacía la tía Victoria
ayer es lo que hacen hoy los venezolanos y sus familiares en todo el mundo:
llenar las maletas en los países democráticos para poder atender las
necesidades de amigos y familiares producto de la dictadura socialista en
Venezuela. A sus sobrinos y nietos la situación les parece increíble, el
control cubano del régimen venezolano está produciendo los mismos resultados:
oscuridad, racionamiento y persecución, a los que se añaden unos pocos rasgos
propios que agravan la situación: inseguridad, que arrojó el año pasado la
cifra de más de 26.000 homicidios, ciudadanos hurgando en la basura en busca de
alimento y una dramática escasez de medicinas que ya comenzó a cobrar vidas.
Ahora las maletas de quienes
viajan a Venezuela van repletas de récipes, medicinas y alimentos: para los
familiares, para los amigos, para los amigos de los amigos. Son lo más parecido
a las maletas que utilizan los visitadores médicos, repletas de muestras y
cajas. La decisión de la mayoría de las líneas aéreas de disminuir el número de
bultos por viajero, así como el número de kilos permitidos, obliga a estos a
hacer un uso más eficiente del espacio, a establecer las prioridades y a
planificar el proceso con suficiente antelación.
La administración del
espacio comienza antes de salir de Venezuela. Escasamente se lleva lo
imprescindible, se viaja con lo mínimo y un poco menos con el fin de asegurar
que quepa lo que habrán de traer de regreso. Las maletas de los venezolanos son
la mejor campaña en contra del totalitarismo, la mayor evidencia del absoluto
fracaso del modelo. Lo saben los amigos de los países de acogida de los más de
2.800.000 venezolanos esparcidos en más de 90 países y en más de 400 ciudades
en todo el mundo, que ayudan a llenar esas maletas de medicinas, alimentos,
desodorantes, hojillas de afeitar y que pueden certificar que en ellas viajan
la solución a los problemas, en algunos casos de vida o muerte, de ciudadanos
venezolanos. Lo saben los farmacéuticos que se han convertido en aliados de la
vida en esos países y ciudades y lo sabe el personal de seguridad de puertos y
aeropuertos que abren las maletas de los venezolanos. También lo conocen
quienes roban o quienes cobran para “dejar” pasar la esperanza empaquetada.
En ellas viajan las
medicinas para uso personal y las de quienes padecen enfermedades crónicas, en
cantidades suficientes para hacer frente a una escasez creciente secuela de la
guerra que el gobierno ha declarado a las farmacéuticas, empresas a las que
adeuda cerca de 5.000 millones de dólares. Esperan pacientemente en la
habitación o el lobby del hotel por personas que no conocen y que a última hora
llevan las medicinas que ha solicitado algún familiar. La cooperación y las
redes que teje la democracia y las libertades se sostienen pese a la capacidad
destructiva del ser humano que define al socialismo y que convierte la
interacción humana en un “sálvese quien pueda”.
Además de las medicinas, los
espacios de las maletas se llenan con arroz, azúcar, caraotas, papel higiénico,
repuestos para vehículos o para equipos médicos e insumos odontológicos. Como
la tía Victoria, muchos viajeros se maravillan cuando ven en tiendas y
supermercados los anaqueles repletos de una gran diversidad de productos.
Quienes nacieron en democracia comienzan a añorar y recordar que así era antes
en Venezuela. Los familiares y amigos en todo el mundo han aprendido que en
aquellos países en los que hay democracia y libertad se llenan las maletas para
atender el hambre que provoca el socialismo. Los viajeros y sus maletas han
aprendido que las dictaduras y totalitarismos, en particular los socialistas,
crean el hambre que la democracia y las libertades conjuran.
09-02-18
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