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miércoles, 4 de abril de 2018

Entre el voto y la libertad por @martinezmeucci



Por Miguel Ángel Martínez Meucci


Parece existir un amplio consenso entre destacados políticos y eminentes académicos en torno al carácter fundamental que la institución del voto popular reviste como verdadero eje de la democracia venezolana y de su evolución a lo largo del tiempo. Podría apuntarse con ánimo crítico que el voto popular es fundamental para toda democracia moderna, lo cual es esencialmente cierto, pero se alude aquí a algo que va más allá de esa verdad de Perogrullo. En las luchas que se dieron en Venezuela por alcanzar la democracia, la demanda del voto universal, directo y secreto se convirtió en el reclamo central, en la conquista simbólicamente más relevante, en el epítome de la democracia misma. Se fue consolidando así una narrativa política por la cual la conquista del voto y la elección directa del presidente representarían la conquista definitiva de la democracia.

La figura del propio Rómulo Betancourt, mucho más que la de otros políticos, está asociada a esa conquista, y la centralidad del voto en la construcción no sólo institucional, sino también discursiva y narrativa del régimen democrático en Venezuela, resulta entonces innegable. Este imaginario se ha hecho tan poderoso que desde una perspectiva que contempla el cambio político y social (especialmente el mejor) como un proceso necesariamente lento y gradual, la preservación del voto pudiera ser considerada hoy en Venezuela como mucho más profundo que un imperativo procedimental de la democracia: podría tratarse de la preservación del vínculo más fuerte y palpable que los venezolanos conciben y mantienen con su idea de la democracia.

Como prueba de lo anterior se esgrimen múltiples argumentos y se evocan conocidas imágenes. Por un lado, vemos la persistencia y tenacidad con la que el venezolano mayoritariamente vota cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo, incluso, en condiciones que considera como injustas e ilegales, al tiempo que se constata en encuestas de todo tipo la preferencia ciudadana por la vía electoral como método para la resolución de las crisis políticas. Por otro lado, se observa cómo el día de votación constituye verdaderamente el ritual por excelencia de la democracia venezolana (mucho más que en otros países); se trata de ese día, siempre domingo, en el que el país se paraliza y los venezolanos (especialmente los más veteranos) “se levantan tempranito para ir a votar”, haciendo “las colas que haya que hacer” para sufragar “allí donde tengan que hacerlo”.


De acuerdo con lo anterior, cabría señalar entonces que la pérdida del (o renuncia al) voto entrañaría severos riesgos y constituiría un fatal atentado contra la idea, el sentido y el sentimiento democrático del venezolano. En función de lo anterior se llega a considerar, independientemente de todo lo demás, que mientras votamos mantenemos viva la democracia y que sin votar la matamos. Que si la queremos revivir, la forma de hacerlo es votando, y que cuando volvamos a votar de forma relativamente justa la habremos reconquistado. Y esta convicción es tan fuerte que a la mayoría de nuestros líderes y partidos políticos les cuesta concebir otras formas de acción política, por no decir que a veces las combaten abiertamente. El hecho no es de por sí un disparate, y en realidad se ajusta en cierta medida a la célebre definición schumpeteriana de la democracia, según la cual ésta no debería ser entendida como algo más que un método de competencia electoral para formar gobierno.

No obstante, la realidad se obstina en aparecérsenos de modos más sutiles y complejos. En tal sentido, parece necesario señalar que la reducción generalizada de nuestra idea de democracia a la de una competencia electoral más o menos justa que permite elegir a nuestros gobernantes (y de modo principalísimo al presidente de la República) mediante el voto popular, resta nuestra atención a otros elementos que resultan indispensables para el correcto funcionamiento de ese sistema. Entre tales elementos podrían mencionarse, por ejemplo, la responsabilidad individual del ciudadano de participar políticamente en otros espacios, de integrar los debates públicos, de conocer la legislación y exigir su cumplimiento, de organizarse para vigilar y controlar a sus funcionarios y representantes electos por medio del voto, y de demandar el correcto funcionamiento de los órganos de justicia. La relativa desatención de estos elementos va de la mano con la creencia de que los políticos son omnipotentes, y estimula además la idea de que la responsabilidad de la gente se reduce a aportar su voto cada cierto tiempo, conformándose luego con esperar los resultados. Se trata, pues, de un ciudadano más bien pasivo, autopercibido como limitado en sus posibilidades para la acción pública.

Lamentablemente, la narrativa de la conquista del voto popular en Venezuela ha ido también atada (tal como ha señalado recurrentemente Axel Capriles) a otras como las del “Juan Bimba” y el país naturalmente rico, generando una combinación por la cual el ciudadano se concibe a sí mismo como un mero votante, que sucesivamente, va depositando su confianza en políticos que le convencen de su generosidad y amor al pueblo, en virtud de lo cual aquellos estarán en disposición de repartir equitativamente la riqueza que ya existe en un país bendito por Dios como es Venezuela. Contamos, por así decirlo, con una narrativa política cuyo énfasis está puesto en el voto como mecanismo legitimador de la acción de unos políticos benéficos y benefactores, de cuya generosidad dependerá un buen reparto de la renta, de esa riqueza que supuestamente ya existe y nos pertenece a todos. En otras palabras, el lado no tan positivo de nuestra valiosa tradición de voto popular ha sido, tal como ésta se ha desplegado en el tiempo, la involuntaria consolidación de un imaginario político según el cual el ciudadano se encuentra políticamente desvalido sin el auxilio de su clase política, y en donde el Estado no se erige como árbitro de la vida social sino como gran protagonista y juez de la misma.

De este modo, la fortaleza social del voto en Venezuela no parecería explicarse por completo sin la proliferación de mecanismos clientelares que, al abrigo de un petroestado rentista y dadivoso, han tendido a perpetuar prácticas que terminan lesionando o castrando severamente nuestra democracia. La realidad misma se encargó de confirmar (durante los últimos veinte años) que una concepción semejante de la democracia, a pesar de las virtudes que pueda tener, no genera demasiados anticuerpos contra amenazas como las que encarna el chavismo, proyecto político que durante mucho tiempo no entró en conflicto con nuestra idea generalizada de democracia (sustentada como ha estado ésta en los valores del voto popular y la preeminencia absoluta de la voluntad mayoritaria), sino que incluso la exacerbó realizando elecciones y referendos todos los años.

Desde nuestro punto de vista, la narrativa política que ha predominado durante décadas en Venezuela, estimulada por la mayoría de nuestras organizaciones políticas y por numerosos intelectuales, ha identificado a tal punto la democracia con el voto popular que llegó al extremo de convertirlas en equivalentes dentro de nuestro imaginario político nacional, descuidando, al mismo tiempo, factores tan importantes como el protagonismo y la protección del individuo y de las minorías, el papel fundamental de la Constitución y del constitucionalismo moderno, el decisivo rol de la división de poderes públicos, y la imperiosa necesidad del estado de derecho para el correcto funcionamiento de la sociedad y su democracia. Dicho de otro modo: en nuestra idea popular de la democracia han quedado relegados a un segundo plano todos los componentes que el liberalismo político añadió desde hace un par de siglos a la vieja idea griega de democracia para hacerla así realmente viable en la Modernidad.

A propósito de lo anterior conviene recordar algo que Norberto Bobbio explicó ya en detalle: la democracia y el liberalismo no son lo mismo, no provienen de un mismo tronco, sino que terminan cooperando y balanceándose mutuamente para dar origen a la democracia liberal, ese régimen político que muchos consideramos como el menos malo de todos los surgidos hasta la fecha. Si, por un lado, la democracia garantiza que las decisiones no se desvíen demasiado de lo que prefieren las mayorías, por su parte, el liberalismo atempera las veleidades de dichas mayorías, así como los poderes extraordinarios que algunos de sus líderes tienden a aglutinar, llevando la defensa de cada individuo al punto de favorecer su máximo protagonismo y permitirle ser así el verdadero motor de la sociedad. En una comunidad política liberal, el valor del ciudadano no radica en su adhesión incondicional a sujetos colectivos o impersonales, sino que se asienta en la racionalidad que le pertenece y distingue como individuo, en su dignidad como criatura única e irrepetible, en su capacidad para calcular y elegir lo que considera más conveniente y en la responsabilidad que se ve obligado a asumir por sus actos. El liberalismo reúne, si se quiere, un conjunto de convicciones que sólo emergen después de haberse alcanzado un mínimo grado de madurez (política).

                                                    Foto: Reuters

Pero, ha sido precisamente este componente liberal el que, sin dejar de estar presente en la arquitectura de nuestra democracia establecida en Puntofijo, no brilló, sin embargo, con fuerza suficiente en la progresiva conformación de su narrativa política. Puede sostenerse que, en efecto, la mayor parte de la sociedad venezolana no se encontraba particularmente familiarizada con esa tradición, así como tampoco lo estuvo la sociedad de las postrimerías del período colonial. Podría también señalarse que la impronta socialista resultó mucho más decisiva en la conformación de nuestro imaginario democrático, proviniendo como lo hicieron tantos de nuestros más destacados políticos de las filas del marxismo militante. Sea cual sea la explicación que queramos darle al hecho, lo cierto es que el componente liberal ha tenido escaso peso en la conformación de la narrativa política de nuestra tradición democrática. Y de aquellos polvos vinieron estos lodos.

Vemos, pues, que el chavismo no aparece de la nada, y que no surge en total contraposición a los elementos fundamentales de nuestra cultura política. Muy por el contrario, el chavismo es, en cierto modo, el paroxismo y la exacerbación de una idea principalmente “electoralista” de la democracia, y de la creencia según la cual la imposición de la voluntad mayoritaria es la suma expresión del ejercicio democrático. Ésta ha sido sistemáticamente la coartada esgrimida por el chavismo para disfrazar su ejercicio cada vez más totalitario del poder con una aureola de legitimidad. Y la fachada le ha resultado tan eficaz que, incluso ahora, cuando Nicolás Maduro no es capaz de ganar una elección digna de tal nombre, y cuando el voto ha quedado reducido a un mero simulacro, aun así se persiste en mantener la farsa. Surge entonces uno de los dilemas básicos en los que las autocracias de nuestro tiempo sumen a los demócratas: ¿se debe participar en los comicios organizados por esos regímenes de fuerza, sin importar la ausencia de condiciones mínimas para que sea respetada la voluntad popular, o es preciso salvaguardar y recuperar el significado, sentido y propósito de una institución que no sólo es esencial para la democracia, sino además su pilar básico en la tradición política de Venezuela?

En mi opinión, si queremos evitar que el voto popular continúe siendo un instrumento espurio de la autocracia, un mecanismo devaluado y vaciado de sentido, un mero disfraz de la tiranía, es preciso rescatar previamente su sentido más profundo. En la coyuntura que atravesamos actualmente no estamos sólo en presencia de una tiranía, ni se reducen nuestros problemas políticos a rescatar la democracia; estamos sumidos, además, en una profunda y terrible crisis humanitaria que pone en riesgo la salud, vida, propiedades y trabajo de todos los venezolanos, crisis inducida que ha ido disolviendo el tejido social como sólo los regímenes totalitarios logran hacerlo. En este contexto, llamar a una farsa electoral y participar en ella podría (y eso es lo que probablemente sucederá en la práctica) no tener otro resultado que la aniquilación, por un buen tiempo, del sentido, significado y propósito de una institución tan vital para los venezolanos como es el voto popular. Tal como se comprueba al echar un vistazo al mundo de hoy, no se trataría de un caso único; acabamos de contemplar durante el último año el desarrollo de “elecciones” en regímenes como el turco, el cubano o el ruso, con el invariable resultado favorable a quien ya ejerce el poder sin limitaciones.

Para volver a votar hay que dotar nuevamente de sentido a dicho acto, y esto pasa por recuperar su capacidad para cambiar las cosas. Votar a sabiendas de que la voluntad popular no será reconocida no tiene mayor sentido en circunstancias tan desesperadas como las que atraviesan hoy los venezolanos. En tal sentido, el liberalismo nos recuerda que vida, familia y propiedad son bienes mucho más caros y estimados por el común de los mortales que cualquier otra cosa, siendo la seguridad el bien público primordial. Tal como apuntara ya don Andrés Bello: “raro es el hombre tan desnudo de egoísmo que prefiera el ejercicio de cualquiera de los derechos políticos que le concede el código fundamental del Estado al cuidado y a la conservación de sus intereses y de su existencia, y que se sienta más herido cuando arbitrariamente se le priva, por ejemplo, del derecho del sufragio, que cuando se le despoja violentamente de sus bienes”. Por tales razones, muy escaso habrá de resultar el poder de convocatoria de aquel político que luzca más preocupado por unas elecciones espurias que por la privación cada vez mayor que los ciudadanos sufren con respecto a sus bienes más sagrados.

No se trata, entonces, de apelar nuevamente al clientelismo, ofreciendo otra vez paliativos y prebendas, se trata de desarrollar una estrategia política que ponga el ejercicio electoral al servicio de la gente, y no a la gente en función de un proceso electoral. La realidad es que la mayor parte de las transiciones o cambios de régimen político que se saldaron mediante elecciones no tuvieron lugar a causa de éstas, sino que los comicios sólo tuvieron lugar cuando ya el sector autocrático más recalcitrante había sido previamente reducido, aislado y forzado a transigir.

Se trata, por lo demás, de una verdadera oportunidad histórica para la generación de un modelo político que no sólo permita superar la barbarie del régimen actual, sino también corregir las insuficiencias del pasado democrático. Es la oportunidad de ir más allá, de constituir un nuevo orden político e institucional capaz de superar las taras del rentismo, el clientelismo político y la corrupción crónica, y de echar las bases de una sociedad libre, autónoma, independiente y segura de sí misma, capaz de vivir de los frutos de su propio trabajo y no de los subsidios de turno. Ya no se trata de un mero deseo, el absoluto colapso de nuestra industria petrolera y de nuestro gigantesco e inoperante Estado hace de tal opción una absoluta necesidad. No basta con refundar la democracia, la emergencia actual debería enseñarnos que una sociedad que pretenda ser democrática sin ser al mismo tiempo genuinamente liberal corre el riesgo de reeditar inadvertidamente pesadillas tumultuarias como las que se encarnaron en el régimen militar-socialista que engendró el chavismo. Es hora de pensar en un cambio tan profundo como el que demandan las circunstancias.

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El autor es profesor de Estudios Políticos en la Universidad Austral de Chile. Doctor en Conflicto Político y Procesos de Pacificación. Autor del libro “Apaciguamiento. El Referéndum Revocatorio y la consolidación de la Revolución Bolivariana”. 2012.

03-04-18




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