Mibelis Acevedo D. 01 de agosto de 2018
@Mibelis
Tras
20 años de una “revolución” redondamente fracasada, excepto cuando se trata de
exhibir su señero talento para la destrucción -lo cual da cuenta de otro
fiasco, el de esas utopías que bajo la saya de “progresistas” no logran
disimular el pelaje del lobo populista que aúlla, muerde y desgarra hasta el
hueso si sospecha que puede perder el poder- abisma ver cómo el afán por
suprimir el pasado, la sombra del “Estado burgués”, y atornillar la visión de
la élite dominante, ha dejado una muesca que va mucho más allá de lo
reconocible. Tras la epidermis, rajada también por los cuerazos recurrentes, el
carácter de una sociedad no escapa a las secuelas del maltrato, la coacción, el
miedo.
En
efecto, a contrapelo de las promesas lanzadas como papelillo en plena
borrachera revolucionaria, nunca hubo clarividencias ni giro feliz en lo
económico -al contrario, hoy descuellan el abismo y la involución- ni intención
de combatir las taras del subdesarrollo rentista que Chávez juró exorcizar con
su gesta cuasi-numinosa contra la “tiranía del capitalismo salvaje”; ni
siquiera visión pragmática para notar que "da igual que el gato sea blanco
o negro, lo importante es que cace ratones", como en 1960 apuntaba Deng
Xiaoping. No obstante es innegable la progresiva transformación (¿deformación?)
de la dinámica política, la alteración del tejido social que gracias a la
sistemática inoculación de anti-valores ha ido debilitando un ya anémico ethos
democrático.
La
situación se torna más preocupante si se advierte que el salvavidas de los 40
años de democracia civil va luciendo como un espasmo, una elipsis milagrosa
dentro de la larga y casi ininterrumpida sucesión de autocracias que han cundido
en el país. Esa elipsis, sí, logró plantar semillas, el paradigma de modernidad
que en el siglo XX nos arrimó a esa sociedad abierta y deseable. Pero también
hubo omisiones fundamentales en cuanto a la calculada promoción de una robusta
cultura ciudadana, ajena a la reducción del “hombre masa” y erigida sobre la
base de la participación consciente y plural, la convicción de autoeficacia
política, la solidaridad, la tolerancia, el reconocimiento del otro, el rechazo
a la demagogia, el cumplimiento de normas y el apego por la mediación de las
instituciones, entre otros valores claves para la supervivencia de una cultura
inquebrantable y viva que opusiese dique íntimo al autoritarismo.
Esgrimir
un ethos democrático que, contra el agusanado modelaje de los poderosos, busca
rearmarse a partir de despojos, de referentes truncos, de una memoria colectiva
manoseada a discreción, de experiencias no vividas por muchos; eso en medio de
un festín de símbolos autoritarios cuya presencia se vuelve parte de nuestra “normalidad”,
no es fácil. Luego de dos décadas de retroceso, razzia de valores e imposición
de la “triunfante” lógica del “más fuerte”, ¿qué tan entera es la certeza de
que sólo la democracia puede garantizar el equilibrio entre la búsqueda del
bienestar colectivo y la protección de la libertad del individuo; qué tan
potente la idea de que la imperfecta democracia “es el peor sistema de
gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado”, como ironizaba
Churchill?
La
duda escuece no sólo al presenciar el desguace mutuo, la embestida feroz y
caótica de las manadas virtuales, la ofensa y la injuria que trasmutan en
“derecho” de pretendidos demócratas avalando una suerte de “rebelión de los
indignados”; también al topar con llamados a barrer con el liderazgo y los
partidos (que “sólo son necesariosen democracia”, según se apunta, como si
nuestra historia no adujese lo contrario) o a instaurar dictaduras
profilácticas para una “transición” controlada por ungidos, una que algunos
porfiados insisten en divisar a pesar de la falta de indicios. Irónicamente, se
trata de los mismos “libertarios” que enarbolan los corajudos ejemplos de
Walesa, Mandela o el mismo Betancourt, sin pasearse por el hecho de que en esos
casos, y tras la caída de los autócratas, los gobiernos que promovieron contra
todo trance fueron democráticos.
El
ánimo anti-partes (anti-pluralista y anti-democrático, por tanto, alentado por
la intransigencia de ese sector que, más que enfocarse en su antagonismo
respecto a un régimen -el enemigo común- que no duda en calificar de dictadura,
parece asumir como estrategia la desactivación de los potenciales competidores
que tendría en democracia) no deja de hundir el dedo en la úlcera del
descreimiento. Repensarse, entonces, es necesario: ya que luce útil una
revisión que admita el pluralismo agonista dentro de la oposición, cualquier
plan de rescate de la política en una eventual coalición debería exaltar como
virtud la gestión democrática de las diferencias. Aceptar lo extraño en uno
mismo, como decía Vico, para reconocer lo distinto en el afuera: he allí la
esencia de un ethos cuya restauración servirá también para reconstruirnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico