Elías Pino Iturrieta 03 de abril de 2021
@eliaspino
La
hegemonía de las guerrillas colombianas en los estados Apure y Táchira, que ha
reemplazado el control que ejercía el Ejército y burla la legalidad que formaba
parte de las rutinas de unos habitantes que ahora viven a salto de mata, sin la
posibilidad de controlar sus movimientos, sus propiedades y sus vidas,
evidencia una contramarcha que llega a los extremos del escándalo. ¿Será que
frente a un territorio sin alternativas de control puede parecer convincente el
“Atlas Físico y Político de la República de Venezuela” que publicó Agustín
Codazzi en 1840?
El reciente combate sucedido en Apure entre
unidades del Ejército venezolano y miembros armados de la guerrilla colombiana,
nos pone frente a un problema sobre cuya magnitud no se puede llegar a
apreciaciones certeras sin entender lo que ha significado para nuestra sociedad
la dominación del territorio. Como nos ha bastado con mirar el papel de los
mapas, sin considerar que solo trasmitió durante mucho tiempo una fantasía,
sentimos que el espacio físico nos ha pertenecido desde
siempre y que apenas nos ha correspondido administrarlo para que sirva de común
aposento hasta la actualidad.
Nada más alejado de la realidad, debido a
que el asunto nos remonta a una ilusión de república que no pudo existir debido
a que carecía de las áreas que debía dominar, debido a que solo se
gobernó a duras penas en la capital mientras en la mayoría de las regiones la
gente hacia lo que le venía en gana porque no existían fuerzas
respetables que la metieran en cintura. Este combate de Apure, al
cual se agregan otras entregas de espacios llevadas a cabo por la “revolución”,
reflejan una dejación de proporciones gigantescas, un retroceso sobre
cuyas consecuencias tal vez se tenga noción después de pensar
sobre lo que se planteará a continuación.
El tema fue tratado por primera vez cuando Venezuela se
separó de Colombia. En su Memoria de 1831, el ministro de lo
Interior, Antonio Leocadio Guzmán, soltó una afirmación que puede
dejar boquiabiertos a los lectores de la actualidad. “El país es un misterio,
no sabemos dónde estamos parados”, afirmó. Debido a la falta de unos caminos
que no se han mejorado desde el período colonial, las regiones no
se comunican entre sí para la atención de sus necesidades económicas,
aseguró, y no hay manera de plantearse orientaciones políticas o
simples medidas de orden público en esta situación de desgajamiento.
La República solo existía en las sesiones de la Cámara y en
las reuniones del Consejo de Ministros, por consiguiente. Lo que
resolvía el Presidente, lo que opinaban sus consejeros o lo que pensaban los
intelectuales sobre problemas fundamentales, difícilmente superaba
los límites de Caracas.
¿Cómo saber de los entuertos de Guanare o de Barcelona, por ejemplo, si no existían los conductos que los llevaran hasta la casa de gobierno?, ¿cómo diagnosticar la situación de Guayana, o de Los Andes, sin datos concretos sobre sus urgencias?, ¿cómo perseguir a los bandoleros de Coro, o a los contrabandistas de comarcas aparentemente cercanas a la capital, como La Guaira, sin rutas expeditas y practicables?, ¿cómo evitar erizamientos y alzamientos, sin contar con elementos accesibles para el movimiento de tropas? Mucho peor, ¿cómo comunicar el pensamiento sobre el naciente estado nacional, sin correos puntuales que lo llevaran a unos destinatarios que, para colmo, eran en su mayoría analfabetas?
Para no llenarlos de datos sobre un territorio sin
alternativas de control, puede parecer suficiente ahora, y convincente,
el Atlas Físico y Político de la República de Venezuela que
publicó Agustín Codazzi en 1840. Colocado el autor ante una
topografía descoyuntada, no se conformó con describirla en términos
científicos. Para no ser excesivamente escueto, se dedicó a pronosticar su
porvenir. Codazzi insistió en anunciar el paisaje que sería,
los beneficios materiales que se sacarían de un territorio que clamaba
por pioneros que lo domaran. La imaginación de un espacio como promesa,
la apuesta sobre el conjunto de comarcas que eran un rudimento
sin hilo, pero que serían un paraíso sin tropiezos cuando la mano del hombre
las civilizara y las pusiera a producir riqueza, confirman los
valladares que debían superar los políticos y los pensadores que
lo habían puesto a escribir su primordial obra cuando debían atender el reto de
una república sin los pies en la tierra. Una república que treinta años más
tarde Antonio Guzmán Blanco comparó con un cuero seco, y sobre
cuyo arduo dominio de los contornos tenemos hoy múltiples testimonios en la
esencial investigación sobre el poblamiento en el siglo XIX que debemos a Pedro
Cunill Grau, necesaria para millones de lectores a quienes
les parece que su parcela y el pasar coherente en el interior de ella han
existido desde que nuestro mundo es mundo.
Pál Rosti, un
viajero húngaro de mediados del siglo XIX, consideró que los venezolanos de
su tiempo no eran aptos para la convivencia civilizada debido a que no tenían
una noción precisa del tiempo, ni de las distancias.
Los tenía sin cuidado el movimiento del reloj y no les importaban los trechos
que apartaban a las comunidades. Les daba lo mismo, no les
interesaba, porque carecían de la disciplina que imponían los
almanaques y los trajines para ganarse la vida que era pan de cada día en Europa y
en los Estados Unidos. No estamos ante un comentario
superficial, sino frente a una comprobación de nuestro alejamiento de las
obligaciones requeridas por el Ejercicio republicano que solo se hará distinto,
o existirá de veras, después de la segunda década del siglo XX.
Debido a la mengua del caudillismo, pero
especialmente a los recursos provenientes de la explotación del
petróleo, las carreteras unificaron el mapa, las comunicaciones
modernas acabaron con el país archipiélago y permitieron la
administración coherente de la colectividad desde un solo centro político, esto
es, la existencia de una República que antes solo se detallaba o se soñaba en
la cartografía. Desde entonces se pensó sobre los asuntos
colectivos desde una sola brújula para que las ideas se concretaran, para que
dejaran su histórico limbo y Venezuela fuera, por fin, un
estado liberado de la fragmentación.
Desde al advenimiento del chavismo, el proceso
de unificación republicana se ha echado al cesto de la basura.
Por influencias ideológicas, por ignorancia supina o por la
búsqueda de recursos materiales después de la bancarrota de PDVSA, que ha
llevado a tratos oscuros para el reencuentro de un tesoro dilapidado o saqueado
a mansalva, la dominación territorial que parecía un
aporte firme de la historia, hasta el punto de convertirnos en uno
de los países más cohesionados y uniformes de América Latina, ha
sido víctima de un retroceso sin paliativos. Casi de un descamino difícil de
superar cuando, algún día, se retorne al sendero histórico de la República.
La hegemonía de las guerrillas colombianas en Apure
y Táchira, que ha reemplazado el control que ejercía el Ejército y burla la
legalidad que formaba parte de las rutinas de unos habitantes que
ahora viven a salto de mata, sin la posibilidad de controlar sus
movimientos, sus propiedades y sus vidas,
evidencia una contramarcha que llega a los extremos del
escándalo debido a que se ha llevado a cabo gracias a un plan del oficialismo
con la complicidad de las Fuerzas Armadas. Pero a ese voluntario desistimiento
se añade la entrega del llamado Arco Minero del Orinoco a una
explotación realizada sin método ni rienda, a un expolio cometido por factores
desconocidos por la opinión pública a los cuales mueve el
motor de una riqueza sin reglas ni pudor, y que reparten sus
ingresos con los cogollos “bolivarianos” y con el Ejecutivo que los ha
convertido en virreyes con más poder que el detentado por los
funcionarios homónimos durante la época colonial. Tales situaciones
han conducido a la sociedad hacia una disgregación susceptible de destruir un
patrimonio de esfuerzos y de siglos.
Como la República es una creación temporal, no acaba
del todo con sus enemigos cuando se está formando. Los detractores esperan en
los rincones del futuro para sofocarla en los sótanos del remedo. Bajo la
orientación de Chávez y ahora según la voluntad de Maduro, la plataforma
de su edificio se ha desmantelado. El paraje inhóspito que no tuvo más remedio
que rendirse ante los dictados del calendario y ante la voluntad de los
hombres, ha impuesto de nuevo su espesura y su aspereza. Los feroces golpes
contra la nobleza de una construcción digna de continuidad, pero sometida a la
furia de la barbarie y la codicia, remiten a una hecatombe cuya
profundidad solo se puede comprender cabalmente si la relacionamos con la paciente
expectativa de nuestros antecesores, tan ignorados como el desafío de
su legado que ahora agoniza en los albañales de la historia.
Elías
Pino Iturrieta
@eliaspino
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