Colette Capriles 04 de abril de 2021
@cocap
En
esa permanente situación de construcción (de la patria) se alberga también la
perpetua destrucción y eso quizás explica el regocijo (primero) y la
resignación (después) ante la oferta chavista de refundar sobre ruinas. Ahora
están las ruinas. Chávez se apropió -y fue a su vez el resultado- del mito
fundacional-escatológico de nuestra teología política bolivariana. Acertijos de
los sueños, exceso de interpretación, tsunami de pensamiento, y todo para
intentar comprender lo que somos y dónde estamos parados hoy.
Serendipia. Uno
va buscando algo y encuentra otra cosa que reorienta la búsqueda o su
propósito. En los tiempos de la inocencia primordial de Internet, antes de Google -o
de Jeeves-, todo era hyper y uno saltaba de un hipervínculo a
otro en un viaje asombroso de serendipias que ya contenía a su vez, su ocaso,
sustituido como fue por El Algoritmo. Yo estaba tratando de
encontrar un escrito de la profesora Graciela Soriano de García-Pelayo sobre
las sincronías y diacronías en la Historia, algo que me dejara bajarme en la
estación “Chavismo como negación de la historia”, tratando de revisitar esta
sensación de tachado sobre el futuro, de pérdida del horizonte del
porvenir, que ha dejado un vacío común pero incomunicable
entre nosotros.
La herencia de la tribu. Y terminé aterrizando en otra nave, en este libro
de Ana Teresa Torres que justamente cubre el trayecto al que
nos obliga la sedienta pregunta por lo que somos y la
respuesta que nos dimos: el mito bolivariano, suspendido en el tiempo,
que contiene nuestro origen y nuestro fin último en una opresiva condensación
de pasado, presente y futuro señalando
nuestro destino inconcluso. En esa permanente situación de construcción (de la
patria) se alberga también la perpetua destrucción y eso
quizás explica el regocijo (primero) y la resignación (después) ante la oferta
chavista de refundar sobre ruinas. Ahora están las ruinas.
Serendipia II. El
libro está plagado, por así decirlo, de enigmas que van
apareciendo en el recorrido y se van como entretejiendo. Como los acertijos de
los sueños, se me ocurre; da la impresión que hay un exceso de interpretación,
un tsunami de pensamiento tratando de seguirle el rastro a los
indicios que nos hablan de lo que somos. En la parte final hay una concienzuda
reconstrucción de un mega-enigma: la cuestión del socialismo de Chávez. Y esto
me retrae a una conversación intermitente, como todo en pandemia,
que he sostenido con los que saben: el chavismo ¿tiene ideología?, ¿hay algo
así como un cuerpo doctrinario en alguna parte (casi habría que preguntar:
“¿dónde está el cuerpo del delito?”)?
¿Cómo que no? Se
me dirá que por supuesto: ¿No fluyen como torrentes verborreicos toda clase de
alusiones a los emblemas leninistas, a la hagiografía
cubana, a la cartografía momificada del gran territorio mental del comunismo,
etc. y etc.?, ¿no son obvios los lazos indelebles con ese mundo ya ido?, ¿no se
mide acaso por kilos la evidencia documental que prueba la
mímesis con uno de los últimos reductos del fracaso comunista?
La mímesis no está donde parece. Y es que, argumento yo, el comunismo no
tiene doctrina. Una vez me comentó Elizabeth Burgos, la
venezolana que más conoce la lógica política de Cuba, que el régimen
castrista no fue nunca otra cosa que una vulgar dictadura
militar latinoamericana. Lo doy por firmado y sellado. En Cuba, el socialismo fue,
siempre, la apariencia, el ropaje, la envoltura, el paquete de una
teología política nacionalista y Ana Teresa Torres cita al
cubano Rafael Rojas con estas palabras: “La religiosidad
política cubana, -dice Rojas-, no es de carácter marxista leninista sino
nacionalista revolucionaria”. Tanto la “revolución inconclusa” como el “regreso
del mesías”, son nociones “profundamente religiosas en su estrategia y sus
efectos. En tal religiosidad política reside la fuerza simbólica del régimen
que ha persistido en la isla”.
Y como paréntesis.
El leninismo, de hecho, no tuvo sustancia ideológica. La revolución
soviética se desideologizó muy rápidamente y se convirtió en un código
operacional, en una táctica de dominación eficacísima. El totalitarismo
estalinista se autonomizó de cualquier principio doctrinario, como lo
hizo el esperpento nazi.
En lo que sí se parece igualito. Y Chávez se apropió -y fue a su vez el resultado-
del mito fundacional-escatológico de nuestra teología política bolivariana, que
tan bien disecta Ana Teresa Torres: El mito bolivariano, el
Bolívar-objeto, el Bolívar-fetiche, ha adoptado las más diversas vestiduras y
causas a lo largo de estos dos siglos que se comprimen en el presente plano y
seco que padecemos. Y la cuestión es cuál es -si la hay-, la narrativa
contramítica que puede habitarlo.
Colette
Capriles
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