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lunes, 16 de mayo de 2016

Nuestro tejido social afectado


Por Armando Janssens


¡Dividir es fácil, unir es complejo! Tanto en nuestro país como en todo el mundo civilizado se puede constatar este axioma. Todos los pueblos pretenden crear armonía a partir de su lengua, su historia, su cultura, su religión, la bandera y el himno nacional como expresión de su unidad. Pero todos deben igualmente reconocer que detrás y debajo de este intento existen rupturas, divisiones, hasta abismos que abarcan igualmente a las grandes mayorías. Hasta no pocas veces son como volcanes aparentemente no activos pero en su interior guardan las tensiones de su origen que en cualquier momento pueden explotar y explotan.


Cuando vemos el viejo continente europeo constatamos lo que provocó en Alemania la Segunda Guerra Mundial desde posiciones políticos-ideológicas, sigue presente y años más tardes se expresa en nuevas fuerzas que interrumpen y dividen visiblemente el tan apreciado modus vivendi construido desde la democracia. Y en España la guerra civil de los años treinta que dividió el país en dos bandas irrenunciables sigue actuando y en momentos menos esperados se manifiesten visiblemente en posiciones y emociones.

Igual pasa en nuestro continente, donde este fenómeno se presenta en Argentina con el peronismo que vive de historias pasadas y en Chile, donde las heridas provocados por Pinochet mantienen profundas fisuras que se expresan en el momento menos esperado. Ni hablar de Perú y Bolivia, donde la divergencia étnica a pesar de todos los intentos juega un papel determinante con sucesivas tensiones. No hay país en el mundo que no tenga sus propia historia divisionista.

Así llegamos a nuestro querido país, Venezuela, donde lamentablemente este fenómeno ahora está presente en todas las capas de la población. Hablar del chavismo y de la MUD es igualmente mucho más conflictivo que una normal dinámica como debería ser entre gobierno y oposición. Los sentimientos variados y violentos los conocemos todos por la experiencia diaria y están aparentemente ya presentes en nuestro ADN de cada grupo referido. Cada día sentimos la quiebra mayor, contraria a lo que debemos buscar y me hago la pregunta de si eso es superable. ¿Podemos por lo menos desactivar este terreno social sembrado con minas personales que explotan en el momento menos esperado?

Hace años, en la década de los setenta sentíamos un ambiente de mayor armonía. Se había logrado la pacificación de la guerrilla y sus líderes participaban dentro del esquema  democrático; los gobiernos no eran de unicolor sino varias veces hicieron alianzas; la enseñanza y hasta la salud pública estaban en auge y con reconocida calidad; los problemas obreros se enfrentaban positivamente con las comisiones tripartitas; se terminaban de construir urbanizaciones sociales en Caricuao, y en todas las grandes ciudades se desarrollaban proyectos ambiciosas de miles de viviendas, como en Guarenas-Guatire, El Perú en Ciudad Bolívar, Tronconal en Barcelona y el barrio Polar en Maracaibo, entre muchos otros. Los hospitales públicos se multiplicaron en las capitales de todos los estados. Todo el país avanzaba gracias a los ingresos petroleros manejados desde el petróleo sabiamente nacionalizado.

No me toque escribir la historia de la paulatina pérdida de esta armonía: el Viernes Negro, el Caracazo, el intento de golpe, la corrupción omnipresente, la pérdida de liderazgo de los políticos, más dedicados a destruirse mutuamente que a atender las necesidades y aspiraciones de la gente. Nunca olvidaré el primer discurso del presidente Chávez al asumir, que reflejaba el inicio de la situación que hoy en día conocemos. Queriéndolo o no, encendió la mecha del revanchismo acumulado, abrió nuevas heridas latentes y, como un cirujano, lo puso bajo la luz pública no para curar, sino para profundizarlos en un sinnúmero de palabras e imágenes que avivaban a mucha gente, especialmente en los sectores populares.

Eso ha sido el pecado capital de Chávez, seguido a pie de letra por el actual presidente Maduro. Un sentimiento cercano al odio generalizado envenenó los corazones y las mentes de muchos. Hablando los gobernantes de paz y amor han sembrado la desconfianza, la desunión y la incapacidad de superación personal y colectiva y están al origen de la violencia, el bachaqueo y la corrupción permanente. La mutua desconfianza rompió la tenue unión hasta dentro de muchas familias y amistades.

Nuestra Iglesia insiste con admirable constancia en el diálogo y el respeto mutuo. El papa Francisco escribe cartas y declara en público esta  misma posición. Pero entre dicho y hecho hay un buen trecho.

Si queremos evitar que dentro de veinte o cincuenta años sigamos viviendo las consecuencias nefastas de la actual situación, debemos trabajar ya desde ahora. Un gran trabajo para las organizaciones sociales, de lo cual hablaremos en una cercana ocasión.

15-05-16




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