Franco Nicolas Rojas Contreras 10 de febrero de 2018
Decir
que el cristiano personalmente, y por ende la Iglesia como tal, poseen una
dimensión profética, requiere tener una visión sobre lo que es un profeta. El
profeta «es un hombre llamado por Dios para transmitir su palabra, para
orientar a sus contemporáneos e indicarles el camino correcto»[1], es decir, es un hombre o mujer dentro de
un contexto epocal determinado, conocedor del entramado social, que ha sido
llamado para ser fiel a los designios de Dios, escuchando y actuando según
éstos para propiciar un mundo justo, solidario, guiado por lo que Dios
vislumbra (o revela) al hombre (cf. 1 Re 18; Am 3-6; Is 10; Jr 2).
Esto
nos indica que la persona considerada como profeta posee ciertas
características específicas: en primer lugar, es una persona religiosa que
tiene la habilidad de experimentar lo divino de un modo específico y de recibir
revelaciones del mundo divino (cf. 1 Re 22,5-28); en segundo lugar, el profeta
es una persona inspirada, refiriéndose a que él habla no desde su
pensamiento y sentir, sino que siempre refiere a otro que está detrás de él
(cf. Ex 4,15-16); en tercer lugar, es una persona llamada, puesto
que ha sido elegido por la divinidad para un designio especial divino y una
misión[2].
Estas
características, en primera instancia, son propias de la Iglesia como tal,
denotándose por consecuencia la dimensión profética de ésta y considerando, a
su vez, la característica temporal de esta dimensión: «la Iglesia peregrina
siempre será profética»[3]. Es la Iglesia misma quien tiene la
habilidad de experimentar lo divino gracias a Cristo presente como Cabeza del
Cuerpo; así también la misión de la Iglesia, que es anunciar la Buena Noticia
de Jesucristo resucitado, liberador y salvador, no es algo propio que ha
formulado la Iglesia durante siglos como una elaboración sistemática y
convincente de forma propia, sino que es la misión apostólica que Cristo
encomendó personalmente a sus discípulos (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15),
manifiestando que el mensaje evangélico viene de este Otro, el Cristo, que está
detrás de la Iglesia; y por último la Iglesia es llamada por Dios en el sentido
que los discípulos de Jesús fueron llamados por Él (cf. Mc 1, 16-20; 2, 13-17;
3, 13-15). De aquí podemos vislumbrar las palabras de Pedro citando a Joel
después de recibir, junto a los otros apóstoles, el Espíritu del Señor (cf. Hch
2, 17ss) cuando refiere a que todos tenemos algo de profetas por el bautismo,
aunque también no se puede olvidar la aclaración paulina sobre que no todos los
miembros del cuerpo tienen el carisma profético (cf. 1 Co 12, 29). Pero es
indudable que el carisma de la profecía es un carisma que edifica a la Iglesia[4].
Por lo
tanto, así como los cristianos personalmente posee esta dimensión profética en
su particularidad por ser bautizados en Cristo, también la Iglesia, como Cuerpo
de Cristo, posee esta dimensión profética por Cristo y sus miembros. El
Concilio Vaticano II, en su constitución dogmática Lumen Gentium,
que recupera el tema de los profetas con la eclesiología naciente después de la
Primera Guerra Mundial[5], dice lo siguiente:
«Cristo,
el gran Profeta, que proclamó el Reino del Padre con el testimonio de su vida y
con la fuerza de su palabra, realiza su función profética hasta la plena
manifestación de su gloria. Lo hace no sólo a través de la Jerarquía, que
enseña en su nombre y con su poder, sino también por medio de los laicos. Él
los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra
(cf. Hch 2,17-18; Ap 19,10) para que la fuerza del Evangelio brille en la vida
diaria, familiar y social» (LG 35).
Esto
nos da a entender que cada cristiano, clérigos y laicos, por el bautismo, somos
verdaderos testigos de Jesucristo en el mundo, puesto que la «profecía es el
testimonio de Jesucristo, el testigo fiel y verdadero»[6], no como algo exclusivo de la Jerarquía
de la Iglesia, sino que es algo propio de todo fiel cristiano, con el fin de
manifestar la gracia de la Buena noticia en todas las realidades seculares.
En
definitiva, los cristianos personalmente poseen esta dimensión profética por el
hecho de que están llamados a ser testigos de Jesucristo, implicando este
situarse-en-la-realidad e interpretar lo que Dios habla en este contexto
epocal. Es por esto que, como el profeta es un hombre situado ante la realidad
social, el cristiano tiene la gran misión de situarse en esas realidades
sociales donde impera la injusticia, la pobreza, el sufrimiento, con el fin de
combatirlo con el mensaje evangélico hecho acción. Así también la Iglesia, que
también tiene la gran tarea de leer los signos de los tiempos (cf. GS 4, 11),
los cuales nos indican la acción transformadora de Dios presente en la
historia. Al estar situados en la realidad actual, el cristiano y, por ende, la
Iglesia está llamada a sentir más profundamente la realidad de los otros de su
tiempo y de su pueblo; a percibir los deseos y anhelos más escondido del hombre
situado en el presente, quien reflexiona sobre sus memorias y está lanzado a la
esperanza de un futuro mejor; a hablar con viva voz sobre lo que le ha sido
llamado a anunciar, puesto que se siente forzado a decir y proclamar tal
anuncio por el impulso de una fuerza mayor; a cumplir un papel social que ayude
a despertar al pueblo adormecido por la esclavitud de la marginación, de la
individualización y del sinsentido[7]. Es decir, los cristianos y, por ende, la
Iglesia como tal, por tener esta dimensión profética, deben y tienen que «saben
discernir los sentimientos profundos de su época, saben diagnosticar los
verdaderos males y prescribir los verdaderos remedios»[8].
[2] Cf.
Eduardo Pérez-Cotapos, «3 unidad: La raíz humana de la profecía», en Curso
TBS 029 – Profetas (Santiago: 2016), 38-39.
[3] Sergio
Zañartu, «El carisma de la profecía. Reflexiones», La Revista Católica
109, n°1162 (2009): 95.
[5] Joseph
Comblin, «Misión profética de la Iglesia en los tiempos actuales», Revista
Mensaje 23,n°229 (1974): 211.
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