Tulio Ramírez 17 de septiembre de 2018
La
verdad, de estética conozco muy poco. No se filosofar sobre el asunto y
confieso que soy muy malo para aconsejar al respecto. La última vez que lo hice
perdí la única novia que tuve en el bachillerato. Pero no hace falta poseer
muchos conocimientos sobre el tema, cuando lo que observas evidentemente agrede
la vista y la razón. Siempre he considerado que la estética más que un problema
de autoimagen o culto al yo, es un problema de respeto a los demás. Me explico.
Soy de los que piensan que una de las misiones que tenemos como seres humanos
es la de evitar por todos los medios que el otro sufra la desagradable
experiencia de convivir con lo que es inarmónico, bizarro, basto, grosero,
burdo, indelicado, ineducado, maleducado, ordinario, patán, rústico, tosco,
zafio, inculto, rudo, soez, obsceno, cateto, paleto, palurdo, vulgar, ramplón,
tosco, pedestre, desaliñado y chabacano. Aclaro, no pretendo dármelas de
“niñito bien” (lo de niñito es exagerado), pero hay cosas que, francamente.
Nadie
pretende que se le eche cera a las calles y que la Alcaldía pase la pulidora
hasta sacarle brillo, tampoco que a los muchachos contratados por el gobierno
para cortar el monte en la autopista o para raspar las paredes en La
Libertador, se les coloque uniformes con guantes blancos como hacen con las cachifas,
los enchufados de La Lagunita, Oripoto o el Country Club. No se trata de llegar
a ese extremo de sifrinería, pero es evidente a los ojos de todos la
ranchificación ambiental de la ciudad capital. No sé si estoy equivocado pero
pareciera que la revolución chavista se reconoce a sí misma en la
marginalización, la chabacanería, el desorden y todos esos epítetos que
nombramos en el párrafo anterior.
Entiendo
que la estética ha sido ajena históricamente a las revoluciones comunistas. En
los pocos viajes que hice a los países del llamado Bloque Soviético, la
constante era lo sombrío del ambiente, lo gris y poco agraciado de sus
construcciones (salvo las realizadas en el periodo prerevolucionario), lo
melancólico de su geografía urbana, la uniformidad en la vestimenta y la
tristeza en la mirada de transeúntes cuyo único destino diario era el trabajo
rutinario a cambio de una remuneración miserable y ofensiva.
Ese
cuadro siempre contrastaba con la narrativa y propaganda oficial.”
Era
impresionante ver en las calles de Moscú afiches con imágenes de jóvenes
pioneros alegres y dichosos expresando loas al socialismo y al líder de turno,
mientras que los jóvenes reales deambulaban sin levantar la mirada, quizás
pensando en lo miserable que se había tornado su vida. Ni hablar de Cuba. Un
paseo por la destruida Habana Vieja con sus eternos jugadores de dominó en
camiseta departiendo en horas laborales, la basura arrinconada en cada esquina,
sus autos destartalados montados sobre ladrillos y la maraña de cables atravesando
de lado a lado sus calles, pintan claramente el realismo socialista de ese país
tropical.
Nuestra
Caracas no ha escapado a esa negación de la estética. Caminar por nuestra
otrora ciudad de los techos rojos es como caminar hacia el infierno de Dante.
Cada esquina es un espectáculo de desidia, desorden urbano, suciedad y mal
vivir. La revolución ha estimulado una manera diferente de ser ciudadano. Es
lugar común ver a motorizados transitar por las aceras, a personas no
indigentes orinar en descampado, sabanas sucias tiradas en la acera fungiendo
de anaqueles de trozos de verduras extraídas de algún conteiner de basura en
Quinta Crespo, tarantines destartalados vendiendo café en pocillos de peltre
con la base oxidada, mujeres lanzando baldes de agua sucia a los pies de los
caminantes, carteristas al acecho sin ningún tipo de temor a ser vistos, trapos
colgando de ventanas rotas en los edificios de la Misión Vivienda, policías
chantajeando a buhoneros, en fin, pareciera que esa es la estética de la
revolución, regodearse en lo miserable y lo marginal.
Tulio
Ramírez
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