Pedro Trigo, s.j. 10 de marzo de 2023
Ante
todo, quisiera insistir en la humanidad de Jesús. En efecto, nosotros afirmamos
que Jesús es tan humano como sólo el Hijo único y eterno de Dios podía serlo.
Jesús nos supera infinitamente en humanidad. En eso se le nota que es el Hijo
eterno de Dios humanado. En eso, y no en el poder de imponerse sobre todos a
las buenas o a las malas. Tampoco en que tuviera arrobamientos, visiones ni
otros fenómenos místicos. Lo que proponemos es lo que dice en forma de
tesis la carta a los Colosenses: “en él habita toda la plenitud de la divinidad
corporalmente” (2,9). En la humanidad de Jesús cabe toda la plenitud
de la divinidad y esa humanidad es capaz de expresarla.
Jesús
es tan humano que es el que encarna lo que es la humanidad absoluta, la
verdadera humanidad. Por eso es el parámetro de humanidad. A él tenemos que
acudir sobre todo para ver cómo tenemos que vivir fecundamente. En esto
consiste su magisterio.
Lo primero que es muy significativo y no suele considerarse y que es especialmente pertinente para la educación es que Jesús crecía. Se nos afirma por dos veces y se nos especifica que crecía no sólo, lo que es obvio, en estatura y en fuerzas, sino en sabiduría y en gracia y no sólo ante nosotros, sino ante su Padre. La visión tópica de Jesús es que sabía todo y que se las sabía todas, es decir, que sabía cómo reaccionar ante cualquier circunstancia y que siempre iba a salir ganando. Frente a esta visión estereotipada que impide que Jesús sea paradigma para nosotros, que nos vemos siempre en proceso, hay que asentar que Jesús creció a lo largo de toda su vida, porque, como nosotros, no estaba hecho sino en trance de hacerse porque “el modo humano de ser es ser siendo” (Ellacuría). Por eso, la necesidad de la continua interacción para no desdibujarnos.
Pero,
eso sí, a diferencia de nosotros, Jesús creció siempre en la misma
dirección humanizadora y siempre dio el máximo de sí y nunca dio pasos en
falso. Y creció cuando tuvo el viento a favor y cuando no había viento
y cuando lo tenía en contra. Y cuanto más creció es cuando lo estaban
torturando: cuando se consumía se consumaba. Y tuvo conciencia de ello, por eso
ésa es su última palabra según el cuarto evangelio (Jn 19,28.30). Vivió la
tortura no reactivamente, sino del modo más humano: llevándonos a todos en su
corazón y pidiendo perdón a su Padre por los que lo habían condenado y lo estaban
torturando. Venció al mal a fuerza de bien. Ésa fue su última y definitiva
lección.
En
concreto, por él sabemos que la calidad humana no equivale de ningún modo a las
cualidades humanas. Se puede ser el más fuerte, el más sabio, el más
influyente, el más sagaz, el más hermoso, el más rico, el más poderoso y ser
inhumano. Sin embargo, si es verdad que de las cualidades no se pasa a la
calidad, la calidad sí pide desarrollar las cualidades al máximo. La calidad
humana acontece en la entrega de sí libre, horizontal, gratuita y abierta. Pues
bien, si alguien quiere en verdad que esa entrega sea fecunda se cualificará al
máximo. Para decirlo de un modo gráfico: si yo quiero servir, pero no
sirvo para nada y no me cualifico al máximo, es mentira que quiera servir.
Como Jesús
amó personalizadamente a todos, que en eso consiste el vivir con calidad
humana, ese amor lo capacitó para vivir en la realidad, para hacerse cargo de
lo que en ella dificultaba y favorecía el desarrollo humano. Y por eso fue
capaz de levantar a ese pueblo que estaba contra el suelo por el peso de la
vida y el desprecio de los de arriba. No les dio cosas, pero liberó su libertad
para que lo que le hacían, aunque lo afectara mucho, no lo influyera.
Esa
libertad liberada, esa consistencia humana fue lo que lo distinguió a él. El
pasaje del evangelio en donde aparece esto más claro es en la cruz y el testigo
cualificado que lo declara es el centurión. Él, como no era judío nada sabía
sobre Jesús, pero presuponía que si su jefe lo había condenado al suplicio más
cruel y degradante habría hecho algo muy malo. El centurión se colocaba frente
al crucificado y daba órdenes hasta certificar su muerte. Él sabía cómo morían
los crucificados: la tortura era tan cruel que unos morían de terror, otros se
echaban a morir para que acabara cuanto antes y otros morían como perros
rabiosos. Pues bien, él vio, primero con curiosidad, luego con interés, después
con admiración y finamente con sobrecogimiento que Jesús moría, no
reactivamente sino desde sí mismo y no encerrado en sí mismo sino abierto
positivamente a todos, incluso a él mismo y, por supuesto, a Dios. Por eso
concluyó que era hijo de Dios porque un ser humano no da para tanto. Su
humanidad fue tan densa que lo que le hicieron lo afectó tanto que lo mató,
pero no le influyó nada: en la cruz se consumó su humanidad, murió llevándonos
en su corazón y pidiendo perdón por los que lo estaban asesinando y murió
puesto en las manos de su Padre en el momento en que experimentaba su
abandono. En vivir con esta libertad es, sobre todo, Jesús maestro de
vida.
Éste
es el mayor aporte del cristianismo a nuestra situación, porque uno puede ser
muy clarividente, pero si no tiene libertad liberada, no tiene más remedio que
plegarse a lo establecido, aunque comprenda que es inhumano. Y eso les pasa a
no pocos intelectuales.
¿Y de
dónde le vino a Jesús la libertad liberada? De las
relaciones: ante todo con su Padre y, desde su Padre, con nosotros sus
hermanos. Por ellas pudo vivir proactivamente sin tener dónde reclinar la
cabeza. Esas relaciones fueron su querencia. Durante su misión vivió en el
camino, en la calle, como decimos hoy, sin avidez ni amargura, porque vivió
como Hijo y Hermano. Siempre en manos de su Padre y siempre entregado a los
demás. Eso fue lo que nos enseñó.
La pedagogía
de Jesús no consiste, sobre todo, en darnos conocimientos. Él
ciertamente dice de sí mismo que es la luz, pero la luz de la vida (Jn 8,12).
Eso significa que lo que dice Jesús no puede captarse descomprometidamente,
como si asistiéramos a una clase magistral. La luz que aporta Jesús
sobre nosotros mismos, sobre los demás, sobre las situaciones y sobre Dios es
la luz de la vida vivida en su seguimiento: a medida que la vamos viviendo,
vamos viendo, nos vamos haciendo cargo. No se trata, pues, de
conocimientos objetuales, sino del conocimiento que sale de esa relación
íntima: de recibir con fe la entrega de Dios y de Jesús y de tantos otros que
nos han dado vida con su entrega y de entregarnos nosotros mismos
correspondiendo con esa misma horizontalidad, libertad y gratuidad.
Hoy se
nos insta a vivir como meros individuos que competimos constantemente en la
lucha por la vida y disfrutamos de eso conseguido con tanto esfuerzo. Para
Jesús eso no es ganar la vida sino perderla. La alternativa superadora
de Jesús es la reciprocidad de dones. Jesús vivió aceptando siempre la
vida de su Padre y correspondiéndole. Y esa relación no lo ensimismó, sino que
lo llevó a hacerse hermano de todos desde los más necesitados. Como no tenía
dónde reclinar la cabeza no dio nada, pero se dio a sí mismo concreta,
personalizada, situadamente. Muchos se sintieron tan dignificados con esa
entrega de Jesús, que le dieron a su vez comida y cobijo y, aunque pasaría días
sin comer y durmiendo viendo las estrellas, podemos decir que tuvo cientos de
casas, porque tuvo cientos de hermanas y hermanos. Así nos reveló que Dios no
es el monarca universal, el que está más arriba y manda sobre todos, aunque, al
contrario de muchos que están arriba, mande para nuestro bien. Él nos
reveló que “las personas divinas son relaciones subsistentes” (santo Tomás). Y
por tanto que lo que más entidad tiene no es la sustancia, el individuo, sino
la relación, cuando es libre, horizontal, gratuita y abierta. Ese es
el cambio de horizonte más profundo que nos propone Jesús, el contenido más decisivo
de su magisterio, y nos lo propone no para que lo sepamos, sino para que nos
abramos absolutamente a su relación y correspondamos.
Hoy no
nos queda mucho tiempo para decidir. Si seguimos por donde vamos, un
individualismo que cada día excluye a más personas y ha roto el equilibro
ecológico y lleva al desastre que incluye el humanicidio, el desastre alcanzará
a la generación que se levanta. Un mínimo de sensatez tendría que
llevarnos a cambiar de rumbo, pero, como insiste el Papa, no se cambiará mientras
cada quien sólo mire para sí mismo. Piensan que ellos se salvarán y no
les importa la suerte de los demás ni la vida del planeta. Hasta que no nos
veamos íntimamente ligados a todos y a todo, hasta que las relaciones de
recibir la entrega de los demás y entregarnos nosotros mismos no den el tono a
la situación, no tendremos remedio.
Esto
es lo que hizo Jesús, que nos llevó y nos lleva a todos en su corazón como
Hermano universal y lo hace por ser Hijo de Dios, porque ese es el designio de
su Padre. Éste es su magisterio; en esto consiste el hacerle caso: en
aceptarnos en su corazón, es decir en aceptarlo a él como el Hermano y a su
Padre como nuestro Padre y a sus hermanos como nuestros hermanos y en vivir por
lo tanto como hijos, es decir con confianza en Dios y con disponibilidad hacia
lo que él quiera, y como hermanas y hermanos de todos, sin excluir a nadie y
privilegiando a los pobres.
Dios
quiera que nos decidamos.
Pedro
Trigo, s.j.
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