Hay una zona de Caracas que, en la década de 1940, era atractiva para sus habitantes. En su Teatro Alameda, músicos y cantantes de trayectoria internacional ponían a bailar a un público de clase media. Sus casas residenciales eran parte de un proyecto urbanístico que, a secas, conserva el nombre: San Agustín. Actualmente con un apellido, San Agustín del Sur, cuna de una tradición musical que dura hasta nuestros días y de la cual sus habitantes se sienten orgullosos.
Cuando el gobierno decidió embaular el río Guaire, San Agustín del Sur quedó aislada del resto de la ciudad, encapsulada en el tiempo, acumulando atropellos de desidia y olvido. La migración del campesinado a las ciudades pobló los cerros circundantes en esa tarea de autoconstrucción que para muchos significó un desafío cultural. Otra ciudad en la ciudad.
El ex presidente Chávez intentó cambiar la suerte de San Agustín del Sur, pero no lo consiguió. Ordenó construir el Metrocable, un proyecto que parecía una réplica, a mínima escala, del sistema que se construyó en Medellín, con propuestas urbanísticas y culturales destinadas a realzar las virtudes del lugar y rescatar su pasado. Todo quedó a mitad de camino y, actualmente, sólo funcionan tres estaciones de las seis. La estación San Agustín, en la avenida Leonardo Ruíz Pineda, está en vías de convertirse en un elefante blanco.
¿Qué analogía podemos hacer entre San Agustín del Sur y América Latina? Un continente llamado a ser la extensión de Occidente después de la Segunda Guerra Mundial. Viajábamos felices en el tren de la sustitución de importaciones, que aumentaron nuestra capacidad económica, con sistemas republicanos de gobierno y con metas institucionales que consolidaran la democracia, como proyecto político. El niño pequeño que prometía ser un gigante en la adultez. ¿Qué sucedió? Invité a Carolina Guerrero* para que explorara el sentido de esa analogía. Esto fue lo que Carolina dijo sobre el Metrocable: una obra roja rojita, como metáfora de Latinoamérica.
Parece que somos el perro que se muerde la cola, lo intentamos una y otra vez, pero volvemos al mismo lugar. Y si no es así, saltan las taras del pasado para advertirnos que no hemos hecho lo suficiente, que no hemos logrado construir sociedades cohesionadas y democráticas. Es una cadena de sinsentidos, inutilizadas por la desidia. Podemos asociar esta idea a la estación modal de San Agustín, paralizada desde hace cinco años, lo que dejó al Metrocable al 50 por ciento de su capacidad.
En la historiografía, todos los países miraron a Chile como la excepcionalidad —el país menos latinoamericano de la región—, porque tenía una Constitución desde los inicios de la república, que se mantuvo durante mucho tiempo. Había una idea de institucionalidad y de cierta paz, que terminó siendo relativa, luego del estallido de la guerra del Pacífico. En cambio, el resto de la región era un hervidero. Pero en el fondo, la excepcionalidad fue siempre Venezuela, aunque en sentido negativo. La idea del héroe fundacional. El bolivarianismo es un producto autóctono, que sólo lo encuentras acá. Los demás países también tienen a sus héroes, pero asociados a una idea de respeto, de mérito. Entonces, somos excepcionales. Para nosotros Bolívar es la única creación y el único creador. Todo lo que siguió, en nuestro presidencialismo, fue mostrarse como continuación de aquello, como una forma de conseguir legitimidad. Es una creación que no permite que se cree más nada.
La institucionalidad en América Latina es de cartón piedra, pero en Venezuela es de papel celofán. ¿Qué fue lo que impidió un desarrollo continuo de lo que es la institucionalidad?
Quizás al hecho de que, en esa aspiración republicana, en la cual tú eres libre porque estás sometido a unas leyes justas y no al voluntarismo de quienes detentan el poder, nunca llegó a ser una realidad permanente. Otra vez Venezuela está en el peor de los escenarios, porque los otros países, sin llegar a tener una solidez institucional, no tienen la fragilidad que tenemos nosotros. Tal vez por eso nos sentimos abatidos por el voluntarismo que podía manipular esas instituciones. Entonces, como uno depende del que está allí (en el poder), uno no tiene nada. Lo único que tienes es una ficción y fue muy fácil que pasara la tragedia que estamos viviendo, porque el que llegó allí si tenía su apetito, si tenía esa codicia de imponer su voluntad, su forma de entender el poder, ante lo cual la resistencia ha sido muy débil. Toda capacidad de resistencia ha sido desbaratada. Primero no hubo nada, después hubo una mesa y luego cualquier cosa. Sin interés por comprender el fenómeno político que tienes enfrente, que es completamente novedoso. Sin intención real ni capacidad para enfrentar eso. Entonces, es seguir la agenda del otro. Quizás otros países tienen un poco de respeto por la idea de lo que es el estado de derecho. Sin duda, en otros países hay más obstáculos frente a ese personalismo de la política.
América Latina está poblada de elefantes blancos. Tiene un problema con su infraestructura. ¿Adónde conducen las carreteras y los puertos de este continente? Salvo excepciones —siempre en contenido parcial—: México y Chile, por ejemplo, no hay una visión, una conexión sólida con el mundo global. Funcionamos como el Metrocable, al 50 por ciento de capacidad.
Tenemos varios cementerios urbanos. Quizás Venezuela tuvo la mejor infraestructura, no sólo en la red vial sino en redes de comunicación. Fue tan importante la inversión que se hizo, que hemos aguantado años de desidia, abandono y destrucción. La electrificación del río Caroní era la tacita de oro en el mundo, pero los venezolanos nunca tuvimos sentido de lo meritorio del esfuerzo de ingeniería, de ciencia, de trabajo, de lo que allí se hizo. No fundamos un orgullo cívico ni una sensibilidad, es decir lo que te hace humano alrededor de nuestras grandes obras: la represa del Guri, la Universidad Central de Venezuela, el Metro de Caracas, el Centro Simón Bolívar y las expresiones artísticas que las acompañan. No era sólo desarrollismo, que te puede conducir a una vertiente totalitaria como ocurrió en otros países. Era combinar ambas cosas: una esfera de inspiración y la ambición de grandes realizaciones. Pero cuando llega la decadencia, digamos, lo peor, nadie recuerda lo que dejó atrás. Lo que la gente percibe es que se va la luz. ¿Qué hay detrás de todo eso? A nadie parece importarle, cuando en realidad debimos sentirnos orgullosos de esas realizaciones y de lo que la sociedad había construido.
La realidad urbana de América Latina es muy característica: grandes ciudades rodeadas por cinturones de pobreza y marginalidad. Cuando se ha querido urbanizar e integrar esas extensiones de las ciudades, no hemos tenido grandes aciertos. El Metrocable de San Agustín, una obra que se construyó con los mejores materiales de calidad, es un buen ejemplo.