Humberto García Larralde 02 de diciembre de 2022
Nos
hemos echado el cuento tantas veces que, a estas alturas, nos creemos curados
de espantos. No obstante, como es una deformación que, prácticamente, corre por
nuestras venas, no está de más una nueva repasada. Y es que el rentismo está
intrínsecamente implicado en la ascendencia y consolidación de la dictadura
chavo-madurista. Ahora que la negociación entre el régimen y la plataforma
unitaria acuerda la liberación de fondos para atender la emergencia
humanitaria, es aún más pertinente.
Comencemos precisando qué se entiende por “renta”. Se refiere al beneficio extraordinario que capta el propietario de un recurso al explotarlo en condiciones en las que no priva la competencia. Se trata, por ende, de una ganancia monopólica, superior al ingreso que obtendría en mercados competidos. La acepción que nos interesa aquí deriva del usufructo exclusivo de un recurso finito de mayor productividad o rendimiento, como sucede con las tierras particularmente fértiles, afín al concepto de renta diferencial desarrollado por el economista inglés del siglo XIX, David Ricardo. Es distinta a las denominadas seudo-rentas de innovación que impulsan la competencia (monopólica) de hoy. Éstas son ganancias extraordinarias que resultan del éxito comercial de una innovación, pero que son abatidas constantemente por mejoras que, a la vez, introducen los competidores. En todo caso, como no se cansaba de enfatizar el académico Asdrúbal Baptista, la renta consiste en “un ingreso no producido”.
El
Estado venezolano, propietario por disposición constitucional de un recurso del
subsuelo, el petróleo, cuya extracción ha tenido, históricamente, bajos costos
relativos y que, desde los años ’70, ha disfrutado de políticas de control de
la oferta coordinadas a través de la OPEP, ha captado enormes rentas por su
venta en el mercado internacional. Su impacto económico deriva de la forma en
que se distribuye, suponiendo, claro está, que el petróleo logra extraerse.
Está sujeto, por tanto, a determinaciones políticas más que económicas. Su
usufructo no está acotado por imperativos de racionalidad económica, como son
las llamadas “leyes de mercado”, sino por la normativa plasmada en el marco
institucional que rige a la nación, su constitución y sus leyes. Felizmente, la
vocación democrática de quienes dirigieron al Estado luego de la caída de Pérez
Jiménez acató, mal que bien, estas limitaciones.
En
ello competían AD y COPEI. Disponer de estos portentosos recursos no era
pequeña cosa, sobre todo con el boom petrolero de los ‘70. A pesar de estar en
el interés político de cada uno denunciar al otro si, estando en el poder, se
desviaba de la norma, la tentación llevó a componendas que poco a poco fueron
introduciendo, lamentablemente, márgenes crecientes de discrecionalidad en el
manejo de la renta. Ello se reflejó, además, en una panoplia de incentivos y
castigos diversos que alimentaron la caza de rentas, dispensadas por decisiones
tomadas por alguno que otro funcionario con poder. Fue la razón de muchos
negocios, desplazando a la vocación productiva, propiamente dicha. A la vez,
buena parte de la población se acostumbró a exigir una variedad de derechos sin
que mediara el cumplimiento de sus deberes –como ciudadanos corresponsables–
para que éstos pudieran cumplirse debidamente.
Crecientemente,
la cultura rentista sentó las bases de una perspectiva política interesada en
“relativizar” las acotaciones del Estado de Derecho. Si los abundantes recursos
–la renta– estaban disponibles y las necesidades (o los dividendos políticos de
distribuirlos) eran tantos, ¿por qué no saltarse de una u otra forma las
restricciones para dedicarlos a la solución de los ingentes problemas del país?
Y, en una sociedad amamantada en el culto al héroe –el Libertador–, este
voluntarismo redentor y patriotero no tardó en fructificar en la opción
populista revolucionaria que, una vez en el poder, destruyó al país.
Es
menester entender que, si quien maneja la renta maneja a la nación –resuelve
problemas a discreción y cosecha, en consecuencia, triunfos políticos–, ello se
traduce en un sentido de apropiación del país. Venezuela le pertenece. Y ello
se percibe de manera prístina en los personeros de la llamada “revolución
bolivariana”: ellos no son una opción política más que compite por la
conducción de las riendas del Estado, son los auténticos venezolanos, los
patriotas, dueños del país. Esta apropiación ha sido abonada, tanto con el
alegato de ser genuinos herederos de Bolívar, como por las posturas
izquierdosas de algunos dirigentes “revolucionarios” que pregonaban romper con
la “racionalidad del mercado” a fin de instaurar el socialismo. La prosecución
de la justicia social dictaba que, desde el poder, se distribuyese directamente
los proventos de la exportación petrolera. Para ello, había que desmantelar el
Estado de Derecho burgués. El bienestar material de la gente no debía quedar
restringida por legalismos o supuestas leyes de mercado, sino proseguirse
directamente por voluntad “revolucionaria”.
Sabemos
que tales ideas, que bien pudieran haberse creído inicialmente con sinceridad
por algunos chavistas, degeneraron rápidamente ante las realidades de un poder
sin transparencia, ni rendición de cuentas, y sin los contrapoderes –incluyendo
los medios de comunicación libres—que contuvieran sus abusos. La impostura
resultante del discurso cumplía, ahora, otra finalidad. Ya no era el ideario
legitimador de un proyecto político ante las masas, en pugna con otras opciones
de poder, sino un credo para invocar lealtades y reclamar la obsecuencia de sus
partidarios. El chavismo y su degradación madurista se cerró sobre sí mismo,
convirtiéndose en una secta de fanáticos, para quienes los clichés que se
repetían a sí mismos se transformaban en “verdades reveladas”. Se prescindió,
así, de toda necesidad de entender la realidad tal cual es, para “justificar”
sus ejecutorias.
La
estupidez a que puede conducir esta postura es ilustrada por el reciente
informe de la comisión especial de la asamblea nacional madurista para
investigar crímenes contra los migrantes venezolanos en el extranjero[1]. Sin
rubor alguno, afirma como culpable a una “campaña de la neurociencia”, que
convierte a la migración “en arma injerencista y desestabilizadora contra la
Nación venezolana (cuyas) herramientas fundamentales fueron las emociones
inducidas. A saber: el miedo, ansiedad y angustia usados como debilitadores
mentales estimulantes de decisiones instintivas, son decisiones que derivan
solamente por estímulo al cerebro reptiliano o reptil, el cerebro primitivo
humano”. Los millones de venezolanos que migraron no lo hicieron por la
gravísima crisis económica y social, o por la persecución política. Fueron
“mentalmente expulsados de la patria” (¡¡!!)
Con
tales argumentos autocomplacientes el chavo-madurismo aborda también los demás
ámbitos de su existencia. Las fortunas amasadas por jerarcas políticos,
enchufados y militares traidores no se deben a corruptelas. Obedecen al
merecimiento que depara ser conductores de un proceso de redención de la
patria, definido en términos de sus propios criterios. Las potestades y
sinecuras que disfrutan son prueba de que la “revolución” triunfó; disponen
ahora de los recursos que permiten una vida holgada. Allá quienes se
autoexcluyeron o, peor aún, se dedicaron a sabotear el proceso como opositores.
Todo el castigo de la “justicia revolucionaria” debe caer sobre ellos:
presidio, tortura, confiscación de bienes, discriminación en el acceso a los
bienes públicos y hasta la muerte por represión, si no puede evitarse.
Acaba
de acordarse la cooperación entre el gobierno de facto y los representantes de
la plataforma unitaria (oposición) para liberar unos USD 3.000 millones
congelados en el extranjero, con el fin de atender la emergencia humanitaria de
los venezolanos, fundamentalmente en salud y servicio eléctrico. Se informa que
habrá de administrarse bajo supervisión de la ONU. Como incentivo a la
negociación, el gobierno de EE.UU. dispensa a la Chevron para que pueda reanudar
sus operaciones en Venezuela y exporte petróleo, siempre que sus proventos no
ingresen a las arcas del Estado o de la PdVSA corrupta. Bien que así sea. Son
los resguardos obligados de negociar con mentes dañadas, pendientes de lograr
la incorporación, después de todo, a Alec Saab a su delegación, en la figura de
su esposa, Camila Fabri, como triunfo. Son esas las prioridades de la secta en
el poder, por si acaso no lo sabíamos.
Humberto
García Larralde
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