por KIKO PEROZO @kikoperozo
Apenas tres meses atrás, entraba triunfalmente en Bogotá, bajo arcos y flores, coronado junto con Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander por las señoritas pudientes de la capital neogranadina. El sueño era llegar hasta el Potosí, expulsando a los españoles, fortaleciendo las bases de una América nueva.
Pero el Destino sería distinto. José Antonio Anzoátegui había fallecido.
La noche anterior celebraba por partida doble: llegaba a los 30 años de edad y era nombrado Comandante del Ejército Unido del Norte. Reunidos en Pamplona, encabezaba el festejo. Se permitía, en medio de la guerra en la que estaba desde una década atrás, un momento de relajación. Era conocido como el más duro de los oficiales, una disciplina espartana, un hombre poco amigo de las alegrías.
De pronto un malestar le atacó. Le pidió a su amigo, Diego Ibarra, que tomara su sitio en el banquete mientras él iba a descansar. Minutos después llegó el anuncio de su muerte.
Ibarra, Ambrosio Plaza, Jacinto Lara, José María Ortega, toda el Estado mayor acudió al lecho del bravo oriental, héroe de Boyacá. Allí estaba, vestido de gala, cabellos sobre la frente, bigote bien recortado. Muerto.
Los orígenes de José Antonio Anzoátegui
A orillas del Neverí, en la “Barcelona colombiana” –así la definía el futuro general- nació José Antonio, hijo de José Antonio Anzoátegui y Juana Petronila Hernández, el 14 de noviembre de 1789. Era el tercero de los seis hijos de la familia de orígenes vascos.
Formó parte de los batallones levantados en el oriente durante la Guerra de Independencia, cayendo preso por los españoles y enviado a las bóvedas de La Guaira. En 1813, ya libre, se unió a las tropas del republicano –nacido en España- Vicente Campo Elías. Bajo su mando venció en Mosquiteros a José Tomás Boves.
Posteriormente pasó a las órdenes del marabino Rafael Urdaneta en la retirada hacia la Nueva Granada, con la que “El Brillante” salvó los restos del ejército de Bolívar luego de la ofensiva de Boves. En Pamplona, los venezolanos se rearmaron, para emprender la guerra en un nuevo suelo.
Urdaneta sería su jefe mejor valorado –después del Libertador-, algo difícil de ver en un oficial como Anzoátegui, que en sus cartas expresaba las diferencias constantes con el resto de sus superiores. “(El “Brillante”) conservó siempre en su alma”, señala Esteban Chalbaud Cardona, biógrafo del barcelonés, “un culto de amistad y veneración a la memoria de Anzoátegui”.
“Anzoátegui, que sabía mandar e imponerse, supo también obedecer y lo prefirió”, escribió el colombiano Fabio Lozano y Lozano. “Es la vanidad jaramago fatal de las almas. Ser discreto y humilde, ¡cuán raro y hermoso! Anzoátegui lo fue en grado sumo. Si la recompensa y los honores llegaron alguna vez hasta él, tuvieron que esforzarse por hallarlo en la penumbra en que amaba recatar la fulgente claridad de la gloria”.
Chalbaud Cardona resaltó: “En el ejército se le conocía con el cognomento del ‘gran regañón’, lo que demuestra la adustez de su carácter. Desdeñó siempre los elogios y no aceptó jamás parangones con los hombres ilustres de la historia, porque su ingénita sencillez solo le permitía admirarlos y que –a lo sumo- le sirvieran de estímulo y de norma, pero sin la pretensión del paralelo vano y adulador”.
Leal al Libertador
De Bogotá a Cartagena, de Cartagena a Los Cayos en Haití, Anzoátegui estuvo con el Libertador Bolívar. Al pisar tierra venezolana, luego pasaría a la oficialidad del escocés Gregor Mac Gregor, realizando con él la Retirada de los 600, la incursión patriota desde el centro hasta el oriente de Venezuela en 1816.
Las diferencias entre Mac Gregor y Manuel Carlos Piar devinieron en la renuncia y adiós del bravo europeo. Anzoátegui estaría ahora bajo las órdenes del díscolo general curazoleño, con el que realizaría la liberación de Guayana en 1817, pero al que también condenaría durante el fatídico juicio que terminó con su muerte el 15 de octubre de ese año.
El barcelonés formó parte, como vocal, del Consejo de Guerra que votó por el fusilamiento de Piar, además de pedir su degradación.
“Se hallaba ante una causa”, justifica Chalbaud Cardona, “en que el acusado aparecía convicto de crímenes que podían reputarse de lesa patria con vista a las circunstancias del momento y a los vitales intereses en juego, de manera que no podía disculpar los delitos de Piar y en su calidad de juez tenía que mostrarse inflexible (…) Fue siempre y ante todo un moralista exaltado: su rectitud ahogó siempre en su ánima todo brote de sentimentalismo”.
La campaña de Nueva Granada
El paso de los Andes y las batallas por la liberación de la Nueva Granada se convirtieron en la apoteosis de Anzoátegui. El oriental estuvo al lado de Bolívar y le apoyó ante la colosal empresa, siempre firme en su idea.
En palabras del general Pedro Briceño Méndez, en su Relación histórica: “La campaña de Aníbal en Italia empezando por su paso de los Alpes no presenta ningún suceso ni más grande ni más glorioso que los de esta campaña”.Cuenta Gerhard Masur en su biografía de Bolívar: “Anzoátegui, comandante de la infantería, había nacido en el este de Venezuela. Él también tenía solo veintinueve años, pero había luchado por la causa de la libertad durante diez. Su temeridad ganaba los corazones de sus camaradas, pero su carácter no le ayudaba a granjearse muchos amigos. Estaba siempre de mal humor, y no había situación que le agradara o que no criticara. Era un descontento nato, y estaba, sobre todo, lleno de un apasionado odio respecto a ciertos hombres de la plana mayor. Pero era lealmente devoto al Libertador”.
Durante la expedición a Nueva Granada estaba el legionario inglés John Rooke, diametralmente opuesto en carácter al héroe barcelonés.
“Cuando por fin Rooke y Soublette se reunieron al ejército, Bolívar los recibió con los brazos abiertos”, señala Masur, basándose en las crónicas de Daniel Florencio O’Leary. “Rooke todavía encontraba todo maravilloso. Según él, el cruce del Pisba había sido solo una marcha agradable. Bolívar lo invitó a un desayuno consistente en carne asada, pan y chocolate, y Rooke aseguró que éste era el mejor desayuno que había tomado en su vida. Mientras tanto, Anzoátegui, siempre de mal humor, llegó y anunció que un cuarto de la legión británica había perecido en la marcha. Rooke, que todavía estaba tomando su chocolate, lo miró y dijo: ‘Es cierto, pero no merecía nada mejor. Su conducta fue miserable, y la legión solo ha salido ganando con sus muertes’. Hasta Bolívar tuvo que reír ante esta respuesta. Con hombres como éste, no podría fallar”.
Luego de batirse en Gámeza y Pantano de Vargas, llegó Boyacá, el 7 de agosto de 1819. Con la infantería de Anzoátegui por el centro y la derecha, mientras que Santander ocupaba las alturas, los patriotas sorprendieron a los realistas, bajo el mando del general José María Barreiro.
“Los realistas hacían un fuego terrible”, narra Rafael María Baralt en su Historia de Venezuela, “pero Anzoátegui, con prontos y audaces movimientos, bizarramente ejecutados, envolvió la columna enemiga por medio de su infantería al mismo tiempo que el escuadrón del Alto llano la cargaba de frente. Desde aquel momento, los esfuerzos del general español fueron infructuosos: perdió su posición”.
El teniente coronel Tomás Carlos Wright, citado por Augusto Mijares en su cimera obra El Libertador, apuntó: “Bolívar recordaba ‘a cada uno de los batallones colombianos algo conmovedor mientras avanzaban, y ello en lo más recio del fuego… El general Anzoátegui, comandante de la división, se comportó de manera similar a la de Bolívar y siempre se le vio desde el principio hasta el fin del día en lo más recio de la lucha, por lo que en justicia podría llamársele el Ney de aquella jornada (en alusión al famoso Mariscal de la Francia napoleónica)”.
¿De qué murió José Antonio Anzoátegui?
Enviado a Pamplona, Anzoátegui sería una pieza trascendental para la emancipación del sur. Así lo veía Bolívar en una carta enviada dos días antes del fatal final del oriental.
“Cuide mucho de la Guardia, y recuerde que en ella tengo puesta toda mi confianza. Con ella, después de haber cumplido nuestro deber con la Patria, marcharemos a libertar a Quito; y quién sabe si el Cuzco recibirá el beneficio de nuestras armas; y quizás el argentino Potosí sea el término de nuestras conquistas”.
El comandante Anzoátegui, a la cabeza de la mesa el día de su cumpleaños, comenzó a sentir malestares. La madrugada del 15 de noviembre de 1819 murió. Tenía 30 años.
José María Ortega, jefe del Estado Mayor de la división de Anzoátegui, escribió a Bolívar: “Cuánto siento ser yo el instrumento para participar a V.E. la pérdida del señor General Anzoátegui. A las diez de esta noche ha expirado y hoy a las ocho de la mañana se le dará sepultura a su cadáver, haciéndole los honores que por ordenanza le corresponden. He mandado en la Orden General que se guarde un luto riguroso en todo el Ejército mientras V.E. dispone los honores que deban hacérsele. Su muerte fue irremediable y mucho más cuando se carece de todo medicamento en este Cuartel General. El doctor Faley, a pesar de sus grandes esfuerzos, nada consiguió, pues desde el momento en que fue atacado del accidente, voló éste rápidamente hasta ponerlo en el sepulcro”.
El doctor Freddy Rodríguez Sánchez, en su obra Enfermos de Libertad, reseñó: “Dando por descartada la posibilidad de un envenenamiento –aunque existen sospechas de algún daño provocado con vidrio molido o por una lechosa envenenada-, a este tipo de evento se le conoce como muerte súbita (…) Jamás conoceremos la causa real de la muerte de este insigne general, no solo por lo difícil de establecer la causa de una posible muerte súbita, sino porque no sabremos con seguridad su en realidad fue asesinado, aunque no estén muy claras las razones para ello”.
Los restos de Anzoátegui fueron inhumados en la Catedral de Pamplona el 22 de diciembre de 1819. Un sismo que asoló la zona hizo que se perdieran.
El ilustre general dejó una viuda, Teresa Arguíndegui, y dos hijas, Calixta y Juana, que aún no había nacido cuando murió Anzoátegui.
“Habría yo preferido la pérdida de dos batallas a la muerte de Anzoátegui. ¡Qué soldado ha perdido el ejército y qué hombre ha perdido la República!”, confesó Bolívar. “¡Qué difícil es reemplazar dignamente a un hombre como Anzoátegui!”.
Pero el Destino sería distinto. José Antonio Anzoátegui había fallecido.
La noche anterior celebraba por partida doble: llegaba a los 30 años de edad y era nombrado Comandante del Ejército Unido del Norte. Reunidos en Pamplona, encabezaba el festejo. Se permitía, en medio de la guerra en la que estaba desde una década atrás, un momento de relajación. Era conocido como el más duro de los oficiales, una disciplina espartana, un hombre poco amigo de las alegrías.
De pronto un malestar le atacó. Le pidió a su amigo, Diego Ibarra, que tomara su sitio en el banquete mientras él iba a descansar. Minutos después llegó el anuncio de su muerte.
Ibarra, Ambrosio Plaza, Jacinto Lara, José María Ortega, toda el Estado mayor acudió al lecho del bravo oriental, héroe de Boyacá. Allí estaba, vestido de gala, cabellos sobre la frente, bigote bien recortado. Muerto.
Los orígenes de José Antonio Anzoátegui
A orillas del Neverí, en la “Barcelona colombiana” –así la definía el futuro general- nació José Antonio, hijo de José Antonio Anzoátegui y Juana Petronila Hernández, el 14 de noviembre de 1789. Era el tercero de los seis hijos de la familia de orígenes vascos.
Formó parte de los batallones levantados en el oriente durante la Guerra de Independencia, cayendo preso por los españoles y enviado a las bóvedas de La Guaira. En 1813, ya libre, se unió a las tropas del republicano –nacido en España- Vicente Campo Elías. Bajo su mando venció en Mosquiteros a José Tomás Boves.
Posteriormente pasó a las órdenes del marabino Rafael Urdaneta en la retirada hacia la Nueva Granada, con la que “El Brillante” salvó los restos del ejército de Bolívar luego de la ofensiva de Boves. En Pamplona, los venezolanos se rearmaron, para emprender la guerra en un nuevo suelo.
Urdaneta sería su jefe mejor valorado –después del Libertador-, algo difícil de ver en un oficial como Anzoátegui, que en sus cartas expresaba las diferencias constantes con el resto de sus superiores. “(El “Brillante”) conservó siempre en su alma”, señala Esteban Chalbaud Cardona, biógrafo del barcelonés, “un culto de amistad y veneración a la memoria de Anzoátegui”.
“Anzoátegui, que sabía mandar e imponerse, supo también obedecer y lo prefirió”, escribió el colombiano Fabio Lozano y Lozano. “Es la vanidad jaramago fatal de las almas. Ser discreto y humilde, ¡cuán raro y hermoso! Anzoátegui lo fue en grado sumo. Si la recompensa y los honores llegaron alguna vez hasta él, tuvieron que esforzarse por hallarlo en la penumbra en que amaba recatar la fulgente claridad de la gloria”.
Chalbaud Cardona resaltó: “En el ejército se le conocía con el cognomento del ‘gran regañón’, lo que demuestra la adustez de su carácter. Desdeñó siempre los elogios y no aceptó jamás parangones con los hombres ilustres de la historia, porque su ingénita sencillez solo le permitía admirarlos y que –a lo sumo- le sirvieran de estímulo y de norma, pero sin la pretensión del paralelo vano y adulador”.
Leal al Libertador
De Bogotá a Cartagena, de Cartagena a Los Cayos en Haití, Anzoátegui estuvo con el Libertador Bolívar. Al pisar tierra venezolana, luego pasaría a la oficialidad del escocés Gregor Mac Gregor, realizando con él la Retirada de los 600, la incursión patriota desde el centro hasta el oriente de Venezuela en 1816.
Las diferencias entre Mac Gregor y Manuel Carlos Piar devinieron en la renuncia y adiós del bravo europeo. Anzoátegui estaría ahora bajo las órdenes del díscolo general curazoleño, con el que realizaría la liberación de Guayana en 1817, pero al que también condenaría durante el fatídico juicio que terminó con su muerte el 15 de octubre de ese año.
El barcelonés formó parte, como vocal, del Consejo de Guerra que votó por el fusilamiento de Piar, además de pedir su degradación.
“Se hallaba ante una causa”, justifica Chalbaud Cardona, “en que el acusado aparecía convicto de crímenes que podían reputarse de lesa patria con vista a las circunstancias del momento y a los vitales intereses en juego, de manera que no podía disculpar los delitos de Piar y en su calidad de juez tenía que mostrarse inflexible (…) Fue siempre y ante todo un moralista exaltado: su rectitud ahogó siempre en su ánima todo brote de sentimentalismo”.
La campaña de Nueva Granada
El paso de los Andes y las batallas por la liberación de la Nueva Granada se convirtieron en la apoteosis de Anzoátegui. El oriental estuvo al lado de Bolívar y le apoyó ante la colosal empresa, siempre firme en su idea.
En palabras del general Pedro Briceño Méndez, en su Relación histórica: “La campaña de Aníbal en Italia empezando por su paso de los Alpes no presenta ningún suceso ni más grande ni más glorioso que los de esta campaña”.Cuenta Gerhard Masur en su biografía de Bolívar: “Anzoátegui, comandante de la infantería, había nacido en el este de Venezuela. Él también tenía solo veintinueve años, pero había luchado por la causa de la libertad durante diez. Su temeridad ganaba los corazones de sus camaradas, pero su carácter no le ayudaba a granjearse muchos amigos. Estaba siempre de mal humor, y no había situación que le agradara o que no criticara. Era un descontento nato, y estaba, sobre todo, lleno de un apasionado odio respecto a ciertos hombres de la plana mayor. Pero era lealmente devoto al Libertador”.
Durante la expedición a Nueva Granada estaba el legionario inglés John Rooke, diametralmente opuesto en carácter al héroe barcelonés.
“Cuando por fin Rooke y Soublette se reunieron al ejército, Bolívar los recibió con los brazos abiertos”, señala Masur, basándose en las crónicas de Daniel Florencio O’Leary. “Rooke todavía encontraba todo maravilloso. Según él, el cruce del Pisba había sido solo una marcha agradable. Bolívar lo invitó a un desayuno consistente en carne asada, pan y chocolate, y Rooke aseguró que éste era el mejor desayuno que había tomado en su vida. Mientras tanto, Anzoátegui, siempre de mal humor, llegó y anunció que un cuarto de la legión británica había perecido en la marcha. Rooke, que todavía estaba tomando su chocolate, lo miró y dijo: ‘Es cierto, pero no merecía nada mejor. Su conducta fue miserable, y la legión solo ha salido ganando con sus muertes’. Hasta Bolívar tuvo que reír ante esta respuesta. Con hombres como éste, no podría fallar”.
Luego de batirse en Gámeza y Pantano de Vargas, llegó Boyacá, el 7 de agosto de 1819. Con la infantería de Anzoátegui por el centro y la derecha, mientras que Santander ocupaba las alturas, los patriotas sorprendieron a los realistas, bajo el mando del general José María Barreiro.
“Los realistas hacían un fuego terrible”, narra Rafael María Baralt en su Historia de Venezuela, “pero Anzoátegui, con prontos y audaces movimientos, bizarramente ejecutados, envolvió la columna enemiga por medio de su infantería al mismo tiempo que el escuadrón del Alto llano la cargaba de frente. Desde aquel momento, los esfuerzos del general español fueron infructuosos: perdió su posición”.
El teniente coronel Tomás Carlos Wright, citado por Augusto Mijares en su cimera obra El Libertador, apuntó: “Bolívar recordaba ‘a cada uno de los batallones colombianos algo conmovedor mientras avanzaban, y ello en lo más recio del fuego… El general Anzoátegui, comandante de la división, se comportó de manera similar a la de Bolívar y siempre se le vio desde el principio hasta el fin del día en lo más recio de la lucha, por lo que en justicia podría llamársele el Ney de aquella jornada (en alusión al famoso Mariscal de la Francia napoleónica)”.
¿De qué murió José Antonio Anzoátegui?
Enviado a Pamplona, Anzoátegui sería una pieza trascendental para la emancipación del sur. Así lo veía Bolívar en una carta enviada dos días antes del fatal final del oriental.
“Cuide mucho de la Guardia, y recuerde que en ella tengo puesta toda mi confianza. Con ella, después de haber cumplido nuestro deber con la Patria, marcharemos a libertar a Quito; y quién sabe si el Cuzco recibirá el beneficio de nuestras armas; y quizás el argentino Potosí sea el término de nuestras conquistas”.
El comandante Anzoátegui, a la cabeza de la mesa el día de su cumpleaños, comenzó a sentir malestares. La madrugada del 15 de noviembre de 1819 murió. Tenía 30 años.
José María Ortega, jefe del Estado Mayor de la división de Anzoátegui, escribió a Bolívar: “Cuánto siento ser yo el instrumento para participar a V.E. la pérdida del señor General Anzoátegui. A las diez de esta noche ha expirado y hoy a las ocho de la mañana se le dará sepultura a su cadáver, haciéndole los honores que por ordenanza le corresponden. He mandado en la Orden General que se guarde un luto riguroso en todo el Ejército mientras V.E. dispone los honores que deban hacérsele. Su muerte fue irremediable y mucho más cuando se carece de todo medicamento en este Cuartel General. El doctor Faley, a pesar de sus grandes esfuerzos, nada consiguió, pues desde el momento en que fue atacado del accidente, voló éste rápidamente hasta ponerlo en el sepulcro”.
El doctor Freddy Rodríguez Sánchez, en su obra Enfermos de Libertad, reseñó: “Dando por descartada la posibilidad de un envenenamiento –aunque existen sospechas de algún daño provocado con vidrio molido o por una lechosa envenenada-, a este tipo de evento se le conoce como muerte súbita (…) Jamás conoceremos la causa real de la muerte de este insigne general, no solo por lo difícil de establecer la causa de una posible muerte súbita, sino porque no sabremos con seguridad su en realidad fue asesinado, aunque no estén muy claras las razones para ello”.
Los restos de Anzoátegui fueron inhumados en la Catedral de Pamplona el 22 de diciembre de 1819. Un sismo que asoló la zona hizo que se perdieran.
El ilustre general dejó una viuda, Teresa Arguíndegui, y dos hijas, Calixta y Juana, que aún no había nacido cuando murió Anzoátegui.
“Habría yo preferido la pérdida de dos batallas a la muerte de Anzoátegui. ¡Qué soldado ha perdido el ejército y qué hombre ha perdido la República!”, confesó Bolívar. “¡Qué difícil es reemplazar dignamente a un hombre como Anzoátegui!”.
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