Francisco Fernández-Carvajal 12 de noviembre de 2022
@hablarcondios
— La espera de la vida eterna no nos exime
de una vida de trabajo intenso.
— El trabajo, uno de los mayores bienes
del hombre.
— El quehacer profesional, hecho de cara a
Dios, no nos aleja de nuestro fin último: nos debe acercar a él.
I. En
estos últimos domingos, la liturgia nos invita a meditar en los novísimos del
hombre, en su destino más allá de la muerte. En la Primera lectura de
hoy1 el Profeta Malaquías nos habla con fuertes acentos de los
últimos tiempos: Mirad que llega el día, ardiente como un horno... Y
Jesús nos recuerda en el Evangelio de la Misa2 que
hemos de estar alerta ante su llegada en el fin del mundo: Cuidado que
nadie os engañe...
Algunos cristianos de la primitiva Iglesia juzgaron como inminente esta llegada gloriosa de Cristo. Pensaron que el fin de los tiempos estaba cerca y por eso, entre otras razones, descuidaron su trabajo y andaban muy ocupados en no hacer nada y metiéndose en todo. Dedujeron que no valía la pena, dada su precariedad, dedicarse de lleno a los asuntos de aquí abajo. Por eso, San Pablo les llama la atención, como leemos en la Segunda lectura de la Misa3, y les recuerda su propia vida de trabajo entre ellos, a pesar de su intensa labor; les vuelve a repetir la norma de conducta que ya les había aconsejado: Cuando viví entre vosotros os lo dije: el que no trabaje, que no coma. Y a los que andan sin hacer nada les recomienda que trabajen para ganarse el pan.
La
vida es realmente muy corta y el encuentro con Jesús está cercano; un poco más
tarde tendrá lugar su venida gloriosa y la resurrección de los cuerpos. Esto
nos ayuda a estar desprendidos de los bienes que hemos de utilizar y a
aprovechar el tiempo, pero de ninguna manera nos exime de estar metidos de
lleno en nuestra propia profesión y en la entraña misma de la sociedad. Es más,
con nuestros quehaceres terrenos, ayudados por la gracia, hemos de ganarnos el
Cielo. El Magisterio de la Iglesia recuerda el valor del trabajo, y exhorta «a
los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a
cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu
evangélico». Para imitar a Cristo, que trabajó como artesano la mayor parte de
su vida, lejos de descuidar las tareas temporales, los cristianos deben «darse
cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto
cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno»4.
Así
debe ser nuestra actuación en medio del mundo: mirar frecuentemente al Cielo,
la Patria definitiva, teniendo muy bien asentados los pies aquí en la
tierra, trabajar con intensidad para dar gloria a Dios,
atender lo mejor posible las necesidades de la propia familia y servir a la
sociedad a la que pertenecemos. Sin un trabajo serio, hecho a
conciencia, es muy difícil, quizá imposible, santificarse en medio del
mundo. Lógicamente, un trabajo hecho de cara a Dios debe adecuarse a las normas
morales que lo hacen bueno y recto. ¿Conozco bien estas reglas que hacen
referencia a mi trabajo en el comercio, en el ejercicio de la medicina, de la
enfermería, en la abogacía..., la obligación de rendir por el sueldo que
recibo, el pago justo a quienes trabajan en mi empresa?
II. La
posibilidad de trabajar es uno de los grandes bienes recibidos de Dios, «es una
estupenda realidad, que se nos impone como una ley inexorable a la que todos,
de una manera o de otra, estamos sometidos, aunque algunos pretendan eximirse.
Aprendedlo bien: esta obligación no ha surgido como una secuela del pecado
original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un
medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días
y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento
y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna (Jn 4,
36)»5.
El
trabajo es medio ordinario de subsistencia y lugar privilegiado para el
desarrollo de las virtudes humanas: la reciedumbre, la constancia, la
tenacidad, el espíritu de solidaridad, el orden, el optimismo por encima de las
dificultades... La fe cristiana nos impulsa además a «portarnos como hijos de Dios
con los hijos de Dios»6,
a vivir un «espíritu de caridad, de convivencia, de comprensión»7,
a quitar de la vida «el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la
tendencia al lucimiento propio»8,
a «mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de
comprensión, de cariño humano, de paz»9.
El trabajo será, además, el medio para acercar muchas almas a Cristo. Por el
contrario, la pereza, la ociosidad, la chapuza, la labor mal acabada traen
graves consecuencias. La ociosidad enseña muchas maldades10,
pues impide la propia perfección humana y sobrenatural del hombre, debilita su
carácter y abre las puertas a la concupiscencia y a muchas tentaciones.
Durante
siglos parecía a muchos que para ser buenos cristianos bastaba una vida de
piedad sin conexión alguna con la tarea realizada en la oficina, en la
Universidad, en el campo... Es más, muchos tenían la convicción de que estos
quehaceres temporales, los asuntos profanos en los que un hombre que vive en el
mundo está inmerso de una forma o de otra, eran un obstáculo para encontrar a
Dios y llevar una vida de plenitud cristiana11.
La vida oculta de Jesús nos enseña el valor del trabajo, de la unidad de vida,
pues con su labor diaria estaba también redimiendo el mundo. Es en medio de
esas tareas donde procuramos cada día encontrar al Señor (pidiéndole
ayuda, ofreciendo la perfección de aquello que tenemos entre manos,
sintiéndonos partícipes de la Creación en aquello que ejecutamos, aunque
parezca pequeño y de escasa importancia...) y ejercer la caridad (cultivando
las virtudes de la convivencia con quienes están a nuestro lado, prestándoles
esos pequeños servicios que tanto se agradecen, rezando por ellos y por su
familias, ayudándoles a resolver sus problemas...). ¿Tratamos al Señor en
nuestro trabajo ordinario? ¿Le tenemos presente?
III. El
trabajo no solo no nos debe alejar de nuestro fin último, de esa espera
vigilante con la que la liturgia de estos días quiere que nos mantengamos
alerta, sino que debe ser el camino concreto para crecer en la vida cristiana.
Para eso, el fiel cristiano no debe olvidar que, además de ser ciudadano de la
tierra, lo es también del Cielo, y por eso debe comportarse entre los demás de
una manera digna de la vocación a la que ha sido llamado12,
siempre alegre, irreprochable y sencillo, comprensivo con todos13,
buen trabajador y buen amigo, abierto a todas las realidades auténticamente
humanas: Por lo demás, hermanos -exhortaba San Pablo a los
cristianos de Filipo-, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo,
de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de
alabanza, tenedlo en estima14.
Además,
el cristiano convierte su trabajo en oración si busca la gloria de Dios y el
bien de los hombres en lo que está realizando, si pide ayuda al comenzar su
tarea, en las dificultades que se presentan, si da gracias después de concluido
un asunto, al terminar la jornada..., ut cuncta nostra oratio et
operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur... para que
nuestras oraciones y trabajos empiecen y acaben siempre en Dios. El trabajo es
camino diario hacia el Señor. «Por eso el hombre no debe limitarse a hacer
cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se
ordena al amor. Reconocemos a Dios no solo en el espectáculo de la naturaleza,
sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El
trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por
Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas»15.
La
profesión, medio de santidad para el cristiano, es también fuente de gracia
para toda la Iglesia, pues somos el cuerpo de Cristo y miembros unidos
a otros miembros16.
Cuando alguno lucha por mejorar, a todos favorece en su caminar hacia el Señor.
Además, un trabajo bien hecho ayuda siempre al bienestar humano de la sociedad.
«El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición
actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido
llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que
Cristo ha venido a realizar (cfr. Jn 17, 4). Esta obra de
salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz.
Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros,
el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la
humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de
cada día (cfr. Lc 9, 23) en la actividad que ha sido llamado a
realizar»17.
En el
ejercicio de nuestra profesión encontraremos, con naturalidad, sin querer
sentar cátedra, innumerables ocasiones para dar a conocer la doctrina de
Cristo: en una conversación amigable, en el comentario a una noticia que está
en boca de todos, al recibir la confidencia de un problema personal o
familiar... El Ángel Custodio, al que recurrimos tantas veces, nos pondrá en la
boca la palabra justa que anime, que ayude y facilite, quizá con el tiempo, un
acercamiento más directo a Cristo de aquellas personas que están alrededor
nuestro en el trabajo.
Así
esperamos los cristianos la visita del Señor: enriqueciendo el alma en el
propio quehacer, ayudando a otros a poner su mirada en un fin más trascendente.
De ninguna manera empleando el tiempo en no hacer nada o
haciéndolo mal, desaprovechando los medios que Dios mismo nos ha dado para
ganarnos el Cielo.
San
José, nuestro Padre y Señor, nos enseñará a santificar nuestros
quehaceres, pues él, enseñando a Jesús su propia profesión, «acercó el trabajo
humano al misterio de la Redención»18.
Muy cerca de José encontraremos siempre a María.
1 Mal 4,
1-2. —
2 Lc 21,
5-19. —
3 2
Tes 3, 7-12. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 43. —
5 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios. 57. —
6 ídem, Es
Cristo que pasa, 36. —
7 Conversaciones
con Mons Escrivá de Balaguer, n. 35. —
8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 158. —
9 Ibídem,
166. —
10 Eclo 33,
29. —
11 Cfr. J.
L. Illanes, La santificación del trabajo, Palabra, 9ª ed.,
Madrid 1981, p. 44 ss. —
12 Cfr. Flp 1,
27; 3, 6. —
13 Cfr. Flp 2.
3-4; 41 4; 2, 15; 4, 5. —
14 Flp 4,
8. —
15 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 48. —
16 1
Cor 12, 27. —
17 Juan
Pablo II, Enc. Laborem
exercens, 14-IX-1981, 27.
—
18 ídem, Exhort. Apost. Redemptoris
custos, 15-VIII-1989, 22.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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