Humberto García Larralde 20 de enero de 2023
El inicio de año suele acompañarse de esperanzas de mejora, como si las trabas y malas energías que frustraron nuestras aspiraciones el año pasado se hubiesen ido con él. Quizás por razones de fe, emergen expectativas positivas: no merecemos las penurias a que nos ha condenado el chavo-madurismo. Bienvenidas sean, si ello se plasma en una disposición de lucha por superar las dificultades que agrian nuestro derecho a una vida mejor. Y éste ánimo parece inaugurar el 2023; multitudinarias manifestaciones de docentes en pueblos y ciudades a lo largo de la nación y también de los Sidoristas en Guayana, protestando en contra de sus deplorables condiciones de vida y de trabajo. Pero, a juzgar por la visión edulcorada de “recuperación” que presentó Maduro la semana pasada en su Memoria y Cuenta, tales movilizaciones no tendrían razón de ser. ¿Realmente se recupera el país bajo Maduro?
La
economía fue descrita como ciencia “lúgubre” (dismal) por parte del filósofo
escocés del siglo XVIII, Thomas Carlyle. Aunque nos tilden de “aguafiestas”,
debemos señalar que la superación de la miseria material de las mayorías
venezolanas no será sin incrementos sostenidos en la productividad. Es decir,
sin una aplicación cada vez más eficiente de los recursos a nuestra disposición
para producir los bienes y servicios que requerimos. Y por integrar una
economía globalizada, esta eficiencia debe reflejarse en ventajas competitivas
en suficientes sectores como para pagar por nuestras importaciones.
Solemos
obviar esta verdad básica, porque fuimos amamantados en la idea de que teníamos
a mano una riqueza inagotable –la renta petrolera– que eventualmente vendría al
rescate. Las políticas de reparto dispendioso de Chávez, junto a la temporada
de caza (de rentas) que abrió el desmantelamiento de las instituciones,
afianzaron tal visión. Pero también destruyeron la gallina de los huevos de
oro.
Incrementos
en la productividad de una empresa resultan de la inversión en maquinarias y
equipos mejorados, la mayor preparación de su fuerza de trabajo, la
optimización de sus procesos de procura, manejo de inventarios y venta, y de
una organización y una gerencia ágil y abierta. Éstos y otros aspectos engloban
la incorporación, por distintas vías, del progreso tecnológico. Suelen
entenderse como el ámbito de acción de la propia empresa. Pero la
instrumentación de estas mejoras está sujeta a incentivos, expectativas y
posibilidades de financiamiento, amén de las condiciones del entorno que
permitan su desempeño exitoso. En Venezuela este contexto es, como sabemos, muy
adverso.
Además
de enfatizar medidas propicias a la innovación y al fortalecimiento competitivo
de empresas particulares, es menester identificar las trabas (deseconomías
externas) que tanto merman el uso eficiente de los recursos existentes y que
desincentivan el trabajo creativo. Si bien la liberalización de precios y del
uso de divisas ha permitido iniciativas particulares alentadoras –la necesidad
es la madre de la inventiva—, son apenas una sombra de las potencialidades que
representa la vasta subutilización de recursos productivos, resultado de la
destrucción urdida por la gestión chavo-madurista.
Un
paso básico para poder aumentar rápidamente la productividad del país como un
todo es lograr el mayor aprovechamiento posible de la inmensa capacidad ociosa
del aparato productivo doméstico, tanto del campo como de la ciudad.
Idealmente, aumentaría significativamente el producto sin tener que hacer
importantes inversiones o sin incurrir en mayores costos. Lamentablemente, no
es así, dado el grado de destrucción del tejido industrial, la desaparición de
proveedores y de servicios especializados, la emigración de mano de obra
calificada y de talento profesional, la reducidísima capacidad financiera de la
banca y, desde luego, el colapso de los servicios públicos y de la
infraestructura física. ¿Cuánto pierden talleres, fábricas o comercios, por la
caída del suministro eléctrico, del agua o del gas, o por tener que adquirir
una planta eléctrica de emergencia? ¿Cuál es el costo para un negocio pequeño,
de un transporte encarecido por las esperas interminables para cargar
combustible? ¿Cuánto añade al precio final de la producción agrícola el mal
estado de los caminos, la falta de gasolina y reponer el matraqueo de la
Guardia en los peajes? ¿Cómo lidiar con los bajos salarios, las fallas de
transporte, la inseguridad personal y el deterioro de los servicios de salud
que tanto perjudican a los trabajadores?
En
fin, la lista puede alargarse mucho más. Los empresarios, en épocas mejores, ya
se referían a estas deficiencias como “el costo Venezuela”, que lastraban su
competitividad. Hoy la situación es mucho peor; un país destruido y un Estado
desguazado y, por tanto, incapaz de responder apropiadamente a los problemas
nacionales. Además, debe sumarse las comisiones, extorsiones, robos y
corruptelas que, amén de la inseguridad en general, pechan las actividades productivas.
En ausencia de restricciones cambiarias y arancelarias, la existencia de este
“costo Venezuela”, inflado, hace que la sobrevivencia de muchos negocios
dependa de las bajas remuneraciones a sus empleados y trabajadores, muy
inferiores a las de nuestros vecinos latinoamericanos. Por más eficiente que
sea una empresa en sus actividades internas, su mayor productividad es anulada
por estas deseconomías externas “revolucionarias”. Obvio que, en estas
condiciones, no puede aspirarse a aumentos apreciables en el ingreso de la
población.
Pero
Maduro y sus cómplices se evaden construyendo un mundo de fantasía que hace
desaparecer tales “menudencias”. Inventan una cifra descomunal de pérdidas
atribuidas a las sanciones –¡232 mil millones de dólares desde 2015!—para
ocultar su responsabilidad en la pauperización de los venezolanos. Sucede que
la prohibición de operaciones financieras a través de la banca de EE.UU. es de
2017, año en que Venezuela entró, de hecho, en default, por no poder servir la
enorme deuda acumulada por Chávez y su pupilo. Para ese año, el BCV registró un
PIB que se había reducido en más del 36% durante la gestión de Maduro en la
presidencia. Y las sanciones petroleras se aprobaron en 2019. Para entonces,
según cifras oficiales, la producción de crudo apenas superaba la tercera parte
de la de 2012. La caída estimada del PIB –porque se dejaron de publicar cifras
oficiales—rozaban el 60%. Y no se detuvo hasta 2021, cuando el valor de las
actividades económicas en el país se había encogido a la cuarta parte del de
2013. Maduro ahora alardea que el año pasado la economía creció en un 15%.
Suponiendo, incluso, que esta cifra fuese creíble, implicaría recuperar sólo un
3,75% de lo que se produjo en 2013.,Sabemos, además, que este incremento fue
aprovechado por muy pocos. Al cerrar 2022 la inflación se había comido buena
parte de los aumentos salariales de marzo, y el salario mínimo había caído a
menos de siete dólares mensuales, unas 50 veces inferior al promedio
latinoamericano.
El
gobierno de Maduro amenaza con anunciar nuevas medidas salariales, aquellas
que, sin mejoras en la productividad, se financiarán con emisión monetaria,
combustible para la inflación. Porque, en ausencia de la restitución de las
garantías, derechos a la propiedad, resolución ágil de disputas,
financiamiento, recuperación del crédito internacional y de la capacidad del
Estado –con rendición de cuentas y transparencia en su gestión–, Venezuela
continuará sumida en la trampa en que la colocó el chavo-madurismo. Y no puede
quedar fuera el pisoteo de los derechos humanos, con unos doscientos cincuenta
presos políticos, emisoras cerradas y represión. Ello es consustancial a esa
trampa, construida con las alianzas tejidas por Maduro para mantenerse en el
poder, cuya base es el desmantelamiento del Estado de derecho. El régimen de
expoliación instalado no es un accidente; tiene poderosos dolientes, sobre todo
entre el reducido grupo de militares traidores que controlan la cúpula
castrense.
Recuperar
la capacidad productiva de petróleo tardará años y requerirá la inversión de
decenas de millardos de dólares. Sanear el Estado y poner a funcionar los
servicios públicos, requiere también de recursos mil millonarios, que sólo la
banca multilateral puede dar. Y las inversiones, tanto nacionales como
extranjeras, apenas se asomarán, da no haber cambios fundamentales en la
situación del país. Y sin ello, la productividad global de nuestra economía
permanecerá en el subsuelo y, con ello, las remuneraciones de todo aquel que no
esté bien enchufado.
Humberto
García Larralde
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