por DAVE GOULSON
En abril y mayo trabajamos durante semanas polinizando a mano las flores. Mis tres nietos se suben como monos a las ramas para polinizar las flores más elevadas de los manzanos y los perales, procurando no romper ninguna rama ni ningún capullo. A diferencia de algunos árboles, los manzanos solo dan fruto si las flores reciben polen de una variedad de manzana diferente, por lo que tenemos que recoger cuidadosamente el polen de las flores de cada árbol, cepillando las anteras en un tarro de mermelada. Luego aplicamos el polen en las partes femeninas de un árbol de una variedad diferente. (…)
Marzo y abril son los peores meses, cuando las cosechas del año anterior se han acabado y la mayoría de los cultivos primaverales todavía no han madurado. El brócoli púrpura es estupendo, ya que florece exactamente en esta época. Lo complementamos con plantas silvestres, entre ellas, brotes de ortiga, raíces de diente de león, miscantos, pamplinas y cualquier verdura pasada que quede en la despensa, y añadimos a las ensaladas hojas jóvenes de abedul y de tilo. Los niños se quejan, pero están mejor que la mayoría. (…)
Hace tiempo, este fue un país rico, pero ahora la gente arriesga su vida por unas pocas patatas. Nadie vio las señales de alarma, pero las cosas empezaron a empeorar a gran velocidad en los años cuarenta. ¿Qué habíamos hecho mal? Nadie podía creer que una civilización global con un elevado nivel de conocimientos y tecnología pudiera colapsar. No debería sorprendernos, ya que otras civilizaciones pasadas siguieron el mismo destino. De hecho, todas han acabado colapsando. Durante el apogeo del Imperio Romano, nadie habría creído que su vasta y eficiente civilización pudiera ser destruida por las tribus del norte y que sus poderosas ciudades se convertirían en ruinas y caos. La historia nos demuestra que las grandes civilizaciones van y vienen: los imperios Han, Maurya, Gupta y mesopotámico eran muy complejos, avanzados y sofisticados para su época y, aun así, todos se derrumbaron. Mucha gente ni siquiera sabe que existieron. (…)
Al llegar la década de 2030 ya era demasiado tarde. El inevitable aumento del nivel de los océanos, agravado por las lluvias torrenciales y las tormentas, empezó a romper las defensas contra las inundaciones. Estas paralizaron muchas de las principales ciudades del mundo: Londres, Yakarta, Shanghái, Bombay, Nueva York, Osaka, Río de Janeiro y Miami, entre otras, sucumbieron ante el avance de las aguas. Debilitadas por las epidemias y enfermedades, las economías fueron incapaces de lidiar con el coste cada vez más elevado de las nuevas defensas contra las inundaciones. Muchas eran de hormigón, la fabricación del cual también liberaba más dióxido de carbono. Las compañías de seguros quebraron por la magnitud de los desastres y las coberturas de la propiedad se convirtieron en una cosa del pasado. Regiones enteras quedaron sumergidas bajo el agua, entre ellas, zonas extensas de Bangladés, las Maldivas, la mayor parte de Florida y las marismas de Inglaterra.
Durante semanas polinizamos a mano las flores. Escalamos como monos para llegar a las flores más altas de los árboles
Por culpa de lo que los científicos llaman “ciclos de retroalimentación positiva”, hiciéramos lo que hiciéramos ya no podíamos detener el cambio climático. La disminución de la capa de hielo de los polos redujo la reflexión de la energía solar, lo que provocó un mayor calentamiento que provocó que más hielo se derritiera y… vuelta a empezar. La descongelación del permafrost ártico liberó enormes cantidades de metano atrapado en el suelo. El metano es un gas cuyo efecto invernadero es muy superior al del dióxido de carbono. El cambio de los patrones climáticos redujo las precipitaciones que caían en el Amazonas, por lo que las pluviselvas que quedaban en esa región se marchitaron y murieron, destruyendo un ecosistema de 55 millones de años de antigüedad; el más rico de la Tierra. Cuando los delgados suelos que los bosques mantenían compactos empezaron a disgregarse y convertirse en polvo, liberaron más gases de efecto invernadero.
Lo que más nos afectó fue que empezó a no haber alimento suficiente para todo el mundo. En la década de 2040 se encadenaron varios episodios de sequías en el cinturón del trigo de Norteamérica, que redujeron drásticamente la disponibilidad de este cultivo tan esencial. Mientras tanto, en África, el Sáhara avanzaba hacia el sur, expulsando a innumerables agricultores de sus tierras, ya estériles. Había pocos lugares a los que ir. Las temperaturas en el África ecuatorial eran tan altas que los humanos no las pudieron soportar. Al mismo tiempo, el rendimiento de los cultivos polinizados por insectos, entre ellos, las almendras, los tomates, las frambuesas, el café y el chocolate, empezó a caer a medida que ocurría lo mismo con el número de insectos polinizadores en todo el mundo. Las plagas se volvieron resistentes a los pesticidas con los que las bombardearon durante décadas, puesto que las temperaturas cada vez más altas les permitían reproducirse más rápidamente. Los enemigos naturales de las plagas de insectos, depredadores como las mariquitas, los sírfidos, los neurópteros y los escarabajos carábidos, desaparecieron mucho tiempo antes. Los pastos se empezaron a asfixiar por la acumulación de excrementos de animales. Los escarabajos peloteros y las moscas que se alimentaban de estiércol empezaron a escasear, incapaces de lidiar con los fármacos y pesticidas que se administraban al ganado y que acababan entre sus heces. Sin insectos que transformaran el estiércol, la hierba tenía menos tierra en la que crecer, y las infecciones de gusanos intestinales que se transmitían a través de los huevos depositados en las heces se agravaron.
El suelo de muchos campos agrícolas era cada vez más fino y menos fértil. Tras cien años soportando una agricultura intensiva, el suelo se había disgregado u oxidado. Los que quedaban estaban siempre contaminados, sin lombrices ni las otras pequeñas criaturas que antes ayudaban a mantenerlos sanos. (…)
En los mares tropicales, los arrecifes de coral demostraron ser muy sensibles al ascenso de la temperatura. Se blanquearon y murieron. Antes de que yo naciera, mis padres aprendieron a bucear en la Gran Barrera de Coral, frente a las costas de Australia, y solían describirme la asombrosa variedad de coloridas criaturas que allí vieron. En solo un año, 2016, cuando yo tenía quince años, la mitad de la Gran Barrera de Coral murió. En 2035, casi todos los arrecifes de coral del mundo habían seguido el mismo destino. Se perdieron así las principales zonas de desove y cría de muchos peces que antes se capturaban como alimento. En las aguas más frías, la cada vez más desesperada búsqueda de peces provocó que las flotas de arrastreros industriales desobedecieran las directrices de los gobiernos respecto a la limitación de sus capturas y diezmaran las poblaciones que quedaban. Hacia 2050, en los mares apenas había vida, aparte de los bancos de medusas no comestibles que proliferaron cuando desaparecieron los peces.
Probablemente, si los gobiernos hubieran hecho caso de las evidencias y trabajado juntos, nuestra civilización no habría pasado el punto de no retorno allá por el año 2035. Por desgracia, en el momento en que era necesario que la humanidad usara su experiencia y sus recursos para superar el reto más difícil al que se había enfrentado jamás, le dio la espalda a la razón. Los precios de los alimentos aumentaron, la calidad de vida disminuyó, creció el desempleo y las continuas mareas de refugiados que no dejaban de llegar a los países desarrollados provocaron disturbios callejeros, protestas y la llegada al poder de políticos extremistas. Se deshicieron todas las alianzas internacionales y se optó por políticas aislacionistas y nacionalistas. Los países pusieron sus propios intereses por delante de los de la humanidad y de los de aquellos con los que compartíamos el planeta.
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