Este reportaje fue producido gracias al Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo.
Una casita de dos habitaciones, construida con madera y tejas de zinc, un palafito, se levanta sobre una colina pequeña en medio de la llanura amazónica colombiana, muy cerca de la frontera con Ecuador. Lucía y Omar1 viven allí, una pareja de campesinos de veintiocho y 37 años, junto con sus dos hijos varones de seis y doce años. A lo lejos se oye chillar a los micos trepados en las copas de los árboles. Y como sucede durante todo el año, llueve casi a diario, lo que eleva la temperatura y la humedad.
En el piso hay juguetes y herramientas de trabajo, y en las paredes han colgado algunos dibujos junto con las tareas escolares de los niños. Como en la mayoría de las zonas rurales del departamento de Putumayo, no hay agua corriente ni alcantarillado ni ningún otro servicio público. La señal del celular ha mejorado en el último año, pero aún es escasa e intermitente. Una pequeña planta solar, que la pareja compró a crédito, provee energía suficiente para cargar los celulares y ver la televisión por la noche bajo la luz de una bombilla.
Lucía y Omar cocinan con leña y toman agua de una quebrada, agua de lluvia, sin ningún tipo de tratamiento. Alrededor de la casa hay aves de corral, matas de plátano, cacao, piña, cebolla y yuca, así como un cultivo, de menos de una hectárea, de Erythroxylum coca, la planta de la que se extrae la materia prima con la que se produce la cocaína. Cultivar la hoja de coca y convertirla en pasta para venderla a compradores locales es el único medio de subsistencia de esta familia.
“Gracias a Dios, nunca nos falta la comida”, dice Lucía mientras peina su larga trenza de cabello negro, durante una soleada tarde de julio de 2022. Nunca les falta, a pesar de que, en Colombia, 64.1% de la población rural padece inseguridad alimentaria.2 La coca también les ha permitido ahorrar. Recientemente compraron una moto y una nevera, aunque permanece desconectada. Tienen la esperanza de algún día comprar un lote en el pueblo y de que sus hijos logren estudiar la secundaria, ya que ni ellos ni sus padres terminaron siquiera la educación primaria. La misma historia la cuentan campesinos en distintas zonas de Colombia: la coca es sustento porque ningún otro producto agropecuario genera ganancias donde no existen vías ni mercados para asegurar su comercialización. Esto, sin embargo, no se ha reflejado en las políticas públicas.
Lucía realiza el proceso de oxidación de la pasta base en el piso de la cocina de su casa, en la región del Putumayo de Colombia.
A mediados de los noventa, Colombia ya era el principal productor de coca y exportador de cocaína en el mundo. Esto hizo que la guerra contra las drogas de Estados Unidos y las políticas prohibicionistas de otras agencias internacionales recayeran sobre el país y, con fuerza devastadora, sobre los campesinos cocaleros. Durante cuatro décadas, la política estándar del Gobierno colombiano para hacer frente a estos cultivos ha sido la erradicación forzada, mediante aspersiones aéreas de glifosato —un herbicida químico que afecta también a otros cultivos—, aspersiones manuales o simplemente arrancando las matas. La estrategia ha fracasado de forma estrepitosa, así como todos los programas de sustitución de cultivos y desarrollo alternativo implementados hasta el momento. Según el último informe de monitoreo de cultivos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés), en 2021, el área sembrada con coca en Colombia alcanzó las 204 000 hectáreas, un dato histórico, 43% más que el año anterior. Se estima que más de 230 000 familias colombianas dependen de este cultivo ilícito como su principal medio de sustento,3 al igual que Omar, Lucía y todas las personas de esta vereda, cuyo nombre nos reservamos para asegurar el anonimato de sus habitantes.
Los narcotraficantes colombianos tienen fama mundial por sus cuantiosas fortunas; por ejemplo, según la revista Forbes, para 1987, Pablo Escobar tenía un flujo de caja aproximado de tres mil millones de dólares. Pero poco se habla fuera de Colombia sobre los campesinos que cultivan la hoja de coca, el eslabón más débil y que recibe menos de 1% de la ganancia total de toda la cadena de tráfico. Entre los años setenta y ochenta, los carteles colombianos importaban la pasta base de coca de Perú y Bolivia, y la cristalizaban en laboratorios clandestinos para obtener clorhidrato de cocaína. Pero a finales de los setenta empezaron a impulsar los cultivos en zonas amazónicas, como esta parte del Putumayo, un territorio de colonización campesina muy reciente.
Esta región, al suroeste del país, se empezó a poblar bien entrado el siglo XX, de la mano de empresas extractivas, primero de la quina y luego del caucho. El Estado impulsó proyectos de colonización dirigida, entregando terrenos baldíos a campesinos que llegaron de otras zonas del país. Para finales de los ochenta y principios de los noventa, la coca se había convertido en el atractivo principal para campesinos que huían del conflicto armado interno entre el Estado, las guerrillas de izquierda y grupos paramilitares en sus lugares de origen, o que buscaban tierras o trabajo. Según los investigadores Camilo Acero y Frances Thomson, “para los campesinos del Putumayo la coca era/es el cultivo comercial ideal”.4 Entre sus bondades están que la planta crece bien en suelo amazónico —típicamente muy ácido y poco fértil para la mayoría de los cultivos— y que la hoja, en especial la pasta de coca, se puede guardar y transportar con facilidad, incluso en zonas donde no hay vías.
las marcas de la coca, Colombia
Omar observa 1.2 kilogramos de pasta base, cuya venta le dará de comer a su familia por los próximos tres meses.
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La entrada a la vereda donde viven Lucía y Omar se ubica a una hora, por una carretera sin pavimentar, del casco urbano de Puerto Asís, una de las ciudades principales del Putumayo, a la cual se puede llegar en avión —hay un aeropuerto nacional— o por carretera —dieciocho horas de camino desde Bogotá—. Algunos campesinos deben caminar hasta cuatro horas hasta sus fincas.
Las primeras familias llegaron a estas tierras en los años ochenta, abrieron la selva a punta de machete y, de a poco, empezaron a sacar madera, sembrar coca y abrir potreros para meter ganado. Desde esa época, la coca ha sido sostén y nutrido la economía del tercer departamento con más cultivos en Colombia, después de Norte de Santander y Nariño, según el informe de la UNODC. En la vereda de Lucía y Omar viven unas trescientas personas. La construcción de las vías internas, de algunos puentes que cruzan los ríos y a veces hasta el salario de los maestros lo han financiado con trabajo comunitario y con las ganancias de la coca. Pero no todo ha sido color de rosa.
Vivir aquí ha significado estar expuestos a enfermedades tropicales como el dengue y el paludismo, a la violencia de agentes estatales e ilegales y a un trabajo duro con consecuencias graves para su salud. Sobre esto último no se sabe mucho. En 2007, un estudio liderado por el Instituto Nacional de Salud advertía que el Sistema de Vigilancia en Salud Pública había encontrado que el Putumayo era la región con mayor incidencia de intoxicaciones por plaguicidas en Colombia y concluyó que un alarmante porcentaje de los campesinos empleaba plaguicidas extremadamente tóxicos sin la protección necesaria.
las marcas de la coca
Arriba: el cuaderno de apuntes de Omar. Allí anota los gastos, deudas, jornales y ganancias; también los víveres necesarios para comprar en la siguiente visita al mercado. Abajo: Omar calcula el “rinde” y las ganancias (o pérdidas) de la cosecha y la transformación. Luego se dispone a llevar la pasta base al comprador.
Carlos, de 58 años, es papá de Omar y fue uno de los fundadores de la vereda. Al igual que muchos, llegó a finales de los ochenta a trabajar como raspachín —como se conoce a los recolectores de hoja de coca— en zonas aledañas. Ese trabajo le permitió conseguir un pedazo de tierra y empezar a sembrar coca. Aprendió a fumigar y abonar las plantas y a transformar la hoja en pasta, a punta de ensayo y error. Su casa queda en el caserío, donde también hay una cancha, la escuela, un billar y una discoteca improvisada. Sentado en uno de los corredores, Carlos mira hacia afuera y, con nostalgia, asegura que ya no puede trabajar. Dice que sufre “de las vistas” —los ojos— y de los pulmones. Cada tanto debe interrumpir lo que está diciendo para toser y se nota que le cuesta respirar. Camina con dificultad, sosteniéndose de cuanto puede. Aunque ha ido pocas veces al médico, y cuando va no le cuenta de su trabajo, su hijo Omar está seguro de que los síntomas son consecuencia de los químicos a los que su padre estuvo expuesto por décadas, durante las que su cuerpo estuvo al servicio de un trabajo considerado ilegal y que años después le cobraría factura.
Omar teme repetir la historia de su padre. Hace poco empezó a sentir molestia en los ojos, al igual que muchos otros campesinos de la vereda, quienes llevan años trabajando sin ningún tipo de protección. Esto implica que su piel, las vías respiratorias y todo su cuerpo están en contacto directo con pesticidas tóxicos, sin los cuales es difícil que las plantas crezcan en suelos poco fértiles y sobrevivan a las plagas y las enfermedades; también están expuestos a gasolina y a ácidos corrosivos que usan para extraer los alcaloides de las hojas en laboratorios artesanales que levantan dentro de sus propias fincas. Un médico entrevistado para esta nota —cuya identidad pidió que no fuera revelada—, quien trabajó en el hospital público de Puerto Asís a principios de los noventa, cuenta que atendía regularmente casos de intoxicaciones por uso de químicos en campesinos cocaleros. Por los síntomas, sabía a qué sustancia tóxica estaban asociados y cuál era el antídoto para tratarlos. Uno de los más frecuentes era la sialorrea, una producción excesiva de saliva.
Por eso, en esta región se dice que los cocaleros llevan las marcas de la coca en el cuerpo. “No solo es la persecución, no solo es el conflicto, sino que uno le entrega también la salud a todo esto. He visto gente enferma, intoxicada, hospitalizada, morirse… Aquí se ha visto de todo”, dice otro cocalero de la vereda.
las marcas de la coca
Todavía queda un poco de pasta base en la mesa del comedor familiar.
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Los cocales se ven a lo lejos como un tapete de color verde chillón que contrasta con el azul vivo del cielo despejado. Aunque es la principal economía de miles de familias en todo el país, es un cultivo declarado ilícito, así que la cárcel es una realidad latente para los campesinos. Muchos han ido presos luego de haber sido encontrados por la fuerza pública con químicos o con la pasta de coca, pues es común que el Ejército instale retenes entre Puerto Asís y el caserío. Según la Ley 30 de 1986, hay una pena de prisión de entre uno y tres años para cualquier persona que, sin autorización, cultive o conserve entre veinte y cien plantas. Más allá de esta cantidad, la pena aumenta a un periodo de entre cuatro y doce años. Uno de los puntos del Acuerdo de Paz con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que firmó el Gobierno colombiano en 2016, fue justo un tratamiento penal diferenciado, que garantice que los pequeños cultivadores no sean procesados por buscar el sustento. Sin embargo, en 2023, la ley aún no se ha aprobado.
A pesar de todo, la criminalización no ha desmotivado el cultivo de coca. “Cuando uno trabaja con esto, uno va asumiendo que es un riesgo porque el Estado lo está persiguiendo. Es un riesgo porque uno siempre está pensando cuándo será que de repente se lo lleven”, dice Mario, de 45 años, un campesino que llegó a la vereda desde Manizales, Caldas —una región montañosa y cafetera—, en 1993, cuando apenas era un adolescente, siguiendo los pasos de su padre. La familia de Mario —su esposa, dos hijas y un hijo menores de edad— vive en una casa propia en el pueblo y los fines de semana lo visita en la vereda. “Uno trabaja con la coca prácticamente no porque le guste, sino porque por necesidad le toca”, dice mientras alimenta a los pollos en la entrada de la casa que comparte con su hermano.
Los campesinos aprenden el oficio de forma empírica, a través de la observación y de la práctica. Mario, como muchos, llegó a esta región a trabajar de raspachín. “A mí nunca me gustó raspar. Uno permanece mojado todo el día”, dice. Las matas de coca, arbustos que crecen hasta tres metros de altura, tienen hojas medianas y alargadas de color verde claro, las cuales se cosechan cada dos o tres meses. Los raspachines deben frotar las ramas con las manos para arrancar las hojas. La “raspa” o cosecha puede durar varios días, en jornadas largas y calurosas que inician entre las cuatro y las cinco de la mañana, cuando los campos están cubiertos por el rocío. Cuando raspa, dice Mario, “me da alergia y me salen ‘monedas’, que son como un honguito redondito. En cualquier parte del cuerpo le pueden dar a uno. A mí me dieron hartas”. Se trata de una dermatitis que se expresa como parches en forma de círculos, similares a las monedas, que empeoran con los cambios de temperatura y la humedad.
las marcas de la coca
Un vecino de la vereda muestra las quemaduras, ampollas y picaduras que le han dejado más de veinte años de trabajo con la coca.
Las manos de los raspachines están acostumbradas al dolor provocado por el roce constante de las matas. Algunos se cubren los dedos con pedazos de tela o cinta para minimizar el contacto y que talle menos. Pero algunas personas desarrollan una alergia tan grave que el solo contacto con las matas es desesperante. Los brotes y hongos duran hasta ocho días, aunque a veces les quedan marcas blancas por mucho más tiempo. Según Mariana Echeverry, quien trabajó como médica en Florencia, en el departamento de Caquetá, otra zona cocalera, el simple hecho de la fricción mecánica ya puede producir una afectación. Además, “hay un contacto directo entre la piel y los agroquímicos que permanecen en la superficie de la planta y que pueden producir afectaciones en la piel a largo plazo”, dice la doctora. Pero, agrega Mario, “por aquí nadie acostumbra ir al médico por esas cuestiones… Para la alergia hay gente que compra cremas. Para las monedas uno compra un salicílico o también les echa alcohol y así las quema”.
Los cocaleros evitan ir al médico cuando tienen dolencias o sufren accidentes asociados a su trabajo, a menos de que sea una urgencia grave, pues temen ser señalados. Además, conseguir una cita en el hospital público implica mucho tiempo y dinero en transporte y a veces una estadía en el pueblo. Muchos prefieren ahorrar y pagar una cita con un médico particular que los atienda enseguida y les formule una solución rápida.
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La espesa vegetación de esta región amazónica suele ocultar las casas y los cultivos desde la carretera. Eso no evita que el Ejército y la policía lleguen cada tantos meses durante operativos de erradicación forzada para arrancar las plantas. Mucho menos que poco después los campesinos vuelvan a sembrar. Los equipos suelen tener una meta diaria de hectáreas de coca por erradicar y no es raro que negocien con los campesinos para destruir solo una fracción del cultivo, tomar la foto e irse. Esto, a veces, a cambio de dinero, para evitar una confrontación, o solo porque a veces los militares entienden que si lo destruyen entero están dejando a una familia sin comer.
Al mismo tiempo, los cultivos son cada vez más pequeños en área y menos visibles. A diferencia de Lucía y Omar, muchos compran, selva adentro, pequeños pedazos de tierra en vez de sembrar en su propia finca o cerca de casa, o reparten sus plantíos en sitios dispersos para evitar que los destruyan por completo. Pero esto no siempre fue así. Los campesinos cuentan que, en los años noventa, antes de que el Gobierno empezara a rociar glifosato desde el cielo para acabar con los sembradíos, estos solían estar a plena vista, a lado y lado de la carretera, y eran mucho más extensos. Ya desde 2009, la UNODC advertía que el tamaño promedio de una parcela de coca había caído de 2.05 a 0.66 hectáreas en solo siete años, y la tendencia se ha mantenido. Ni la erradicación ni los intentos de sustitución han funcionado en esta vereda. Así como en el resto de Colombia, la guerra frontal contra las drogas ha golpeado especialmente a los cultivadores sin ofrecerles soluciones reales para transitar hacia otras economías.
Una araña encontrada por un campesino mientras raspaba las matas de coca.
Los campesinos recuerdan la década del 2000 como un periodo de angustia y desplazamiento causado por las aspersiones aéreas con glifosato. Muchos aguantaron hambre y tuvieron que migrar a otras zonas cocaleras o a buscar trabajo en las ciudades.
En 2006 intentaron acogerse a un programa para sustituir las plantas de coca por pimienta, que impulsaban la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional y el Gobierno colombiano. Sin embargo, fracasó porque el precio de la venta no alcanzaba a cubrir la producción o porque las plantas eran fumigadas por las avionetas. Es común encontrar entre los cocales una que otra mata de pimienta, abandonada y seca o ya muerta. En 2008, los incumplimientos del Gobierno provocaron el asesinato del presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda que había impulsado los programas. Y tras esta experiencia, la comunidad decidió no acogerse al Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos que impulsó el Acuerdo de Paz con las FARC. Pero otras 99 000 familias sí se inscribieron y erradicaron de forma voluntaria sus cultivos a cambio de pagos que debían asegurar su sustento durante un año, así como la implementación de proyectos productivos. En la mayoría de los casos, estos beneficios llegaron tarde o nunca llegaron.
Durante los últimos años ha reinado la política de erradicación forzada que los campesinos han nombrado también como “violenta”. Entre 2016 y 2020 se registraron 96 choques o incidentes entre campesinos y fuerzas del Estado en el marco de estos operativos; en 19% de los casos hubo al menos un herido y en 6%, un muerto, según el Observatorio de Tierras, una red de investigadores que recopiló y sistematizó videos que fueron grabados en su mayoría por campesinos durante los operativos, y publicó un especial multimedia titulado “Erradicación forzada: una política que mata”.
Una hoja de coca que, en medio de una jornada de raspa, cae sobre una gran planta selvática
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El cocal es un lugar vulnerable donde los campesinos están expuestos a la llegada de la fuerza pública, pero también es el espacio donde hacen su trabajo, no solamente raspando, sino fumigando las plantas para evitar las plagas y para que crezcan lo suficiente antes de la siguiente cosecha. “A veces uno les echa el veneno, y si no se vuelve a fumigar rapidito, las plagas vuelven”, dice Mario mientras saca de una bolsa negra los tarros de agroquímicos que le acaban de traer del pueblo.
Omar, en tanto, se echa la bendición y empieza a rociar las matas con una bomba de mano marca RoyalCondor de veinte litros que lleva colgada en la espalda. Empieza en un extremo de la parcela y avanza siguiendo los surcos trazados al sembrar. Con su mano izquierda sube y baja la palanca que bombea la mezcla de pesticidas y abonos diluidos en agua, y con la derecha sostiene la manguera, cuidando que cada arbusto quede completamente mojado.
El Paisa procura fumigar un cultivo de coca en la dirección del viento, pues, de hacerlo en contra, sus ojos entrarían en contacto con los peligrosos herbicidas y fungicidas con los que trabaja.
A simple vista se pueden reconocer distintos tipos de matas. En esta vereda, por ejemplo, la mayoría de los campesinos tienen una variedad que llaman “orejona” porque su hoja es grande y redonda. A diferencia de la “caucana” y la “boliviana”, las primeras variedades que se sembraron en la zona, esta tiene una mayor cantidad de alcaloide, así que su “rinde” —la cantidad de gramos de pasta base que es posible obtener de una arroba (doce kilogramos) de hoja de coca— es mejor. Caminando bajo el sol de julio de 2022, Omar se detiene cada tanto y señala varios insectos: el gusano peludo, el gusano medidor, otro que llaman “el gringo” —porque es blanco y le gusta la coca—, el piojillo y la gota. Todos ellos son considerados plagas que atacan los cultivos y diezman la cantidad de hoja cosechada. “Los químicos que se utilizan ahora no son tan fuertes como los de antes”, dice. Uno de sus vecinos puede confirmarlo. “Yo siempre he sido fumigador. Antes les echaban hartísimos venenos a esas matas, hasta un día que ya no aguanté, me sentí grave”, dice Jorge, quien lleva 41 años trabajando con la coca.
“Me tuvieron que llevar adonde un médico, en el pueblo, que me levantó a punta de droga porque yo sudaba y eso olía a puros químicos”, dice. Una historia similar se repite por toda la vereda. Según Jorge, “fue mucha la gente que se intoxicó con ese veneno”, haciendo referencia al Furadan, uno de los insecticidas que se popularizaron entre los cocaleros durante los años noventa. Su componente activo es el carbofurano, uno de los agroquímicos más tóxicos para los seres humanos. Si se inhala o ingiere puede provocar vómito, convulsiones, depresión respiratoria e incluso la muerte. La exposición al carbofurano puede afectar el sistema nervioso porque inhibe una enzima llamada colinesterasa. Actualmente ningún producto que contenga este ingrediente activo tiene autorización para venderse en Colombia. “Ese era un veneno muy bravo. Mataba a cuanta plaga que aparecía y hasta a uno, si se descuidaba, también lo jodía”, dice Mario.
A la mezcla líquida que ya contiene la extracción de los alcaloides de la hoja de coca se le conoce como “agua de merca”: gasolina, ácido sulfúrico y agua.
Según los testimonios de los campesinos —pues ninguna institución ha documentado el fenómeno—, la intoxicación fue una epidemia para quienes trabajaron con los cultivos durante los noventa y principios de los 2000. Los síntomas más comunes fueron mareo, vómito y daño de estómago; sin embargo, hubo casos como el de Alberto, hermano de Mario, quien presentó espasmos musculares. “Yo estaba fumigando y de repente sentí que se me recogió [contrajo] un brazo, entonces me lo estiré con el otro. Luego se me recogió el otro y volví a hacer lo mismo. Luego resulta que fueron las dos piernas”, recuerda mientras se ríe con nerviosismo durante la entrevista.
Aunque los campesinos ya no utilizan el Furadan, sí fumigan cada doce o quince días con hasta diez productos distintos, entre insecticidas y fungicidas —como abamectina, cipermetrina, metamidofos, propineb y mancozeb, entre otros—, mezclados con abonos. También aplican herbicida —los más usados son el glifosato, el paraquat y la amina— a todo el suelo, una vez por cosecha, para matar la maleza y poder sembrar. En el caso de Omar, debe hacer todo esto para su cultivo y para el de su padre, que depende de él por su enfermedad.
“Uno aprende a mezclarlos viendo a los padres, a los vecinos”, dice el Paisa, otro campesino de la vereda que trabaja fumigando las tierras de varios de sus vecinos, mientras echa venenos a ojo —intuitivamente— en un tambor grande y los mezcla con las manos. Para el Paisa, el trabajo de la “fumiga” es cotidiano. Sin mucho misterio, prueba la mezcla de venenos con la lengua. A pesar de que todos los agroquímicos tienen contraindicaciones e instrucciones para manipularlos, no se cubre los ojos ni la boca, ni utiliza guantes. Solo lleva un gorro amplio para cubrirse del sol y procura fumigar en el mismo sentido del viento, para que la corriente de aire no le devuelva el veneno a la cara.
Los campesinos también reconocen claramente los síntomas de una intoxicación por pesticidas. Por lo general sienten mareo, náuseas, dolor de cabeza y debilidad. De hecho, en toda la vereda se repiten historias de trabajadores que quedaron inconscientes en medio de los cultivos mientras estaban fumigando. Aparte de las intoxicaciones, son evidentes las molestias menores al fumigar: irritación en los ojos y en la piel, tos, carraspera y dolor de cabeza, que a veces se atribuyen a los venenos y al hecho de pasar muchas horas bajo el sol.
“Uno siempre hace las cosas asumiendo un riesgo, pero poniendo cuidado. Si uno se pone a pensar que eso es riesgoso para la salud y que no quiero enfermarme, ¿entonces cómo hago para conseguir la comida? Todo es un riesgo”, dice Mario.
Según una investigación inédita de la London School of Hygiene & Tropical Medicine y la Universidad Nacional de Colombia, para el proyecto Drugs & (Dis)order, la destrucción de los cultivos por parte de la fuerza pública obliga a los campesinos a utilizar más agroquímicos. Este uso intensivo de abonos y pesticidas se debe en parte al afán de los cocaleros por recuperar cuanto antes las partes que fueron destruidas, para obtener algo de ganancia antes de que los militares vuelvan a erradicar.
El cocalero saca las hojas de coca del costal y las prepara para triturarlas en la parte trasera de su casa, en la región del Putumayo de Colombia.
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La noche se siente más oscura porque no hay luna. A lo lejos se percibe el sonido de una guadaña y se logran ver unas luces tenues que vienen de una construcción muy rústica con postes de madera, techo de plástico negro y piso de tierra, que en esta zona se conoce como el “laboratorio”. Cada cultivador suele tener uno en su propia finca, escondido en el monte para que no sea visible desde las alturas. Llaman “quimiquiar” al proceso de transformación de la hoja de coca en pasta o base de coca. Dos campesinos trabajan a toda velocidad para extraer rápido “la mercancía”, como le dicen. Eligen la noche por la clandestinidad que les ha demandado dedicarse a un trabajo considerado ilegal.
“Muchos prefieren quimiquiar en la noche porque hay menos probabilidades de que llegue el Ejército y los cojan”, dice Alberto. “Claro que hay riesgos, pero el campesino prefiere eso a que lleguen y le quemen todo”. Cuando eso pasa, pierden todas las hojas que rasparon y, por ende, el dinero con el que pensaban vivir durante los meses hasta la siguiente cosecha.
Los campesinos empiezan por triturar y macerar la hoja con cal o cemento y un fertilizante a base de urea. Sumergen la hoja triturada en gasolina que, luego de botar el residuo, queda cargada de las sustancias alcaloides. Lo que sigue es mezclarla con ácido sulfúrico y agua. Ese líquido, que se conoce como “agua de merca”, se corta, como si se fuera a hacer queso, pero usando carbonato de calcio o soda cáustica, y luego se derrite en una olla sobre una estufa de leña o de gas. A esto último le llaman “fritada”. La pasta que queda al final se vende a 1 750 o 2 100 pesos colombianos el gramo (entre 0.37 y 0.45 dólares), dependiendo de la oxidación, un proceso en el cual deben usar otros químicos (como permanganato de potasio o bisulfito de sodio) y que requiere de conocimientos más especializados que pocos campesinos han adquirido. Hasta este punto del proceso se involucran los campesinos con el producto. Actualmente, en la vereda tiene presencia un grupo armado ilegal que controla el comercio de pasta en toda la zona. Son ellos quienes recogen el producto de los cultivadores y lo llevan hacia otros lugares, donde lo cristalizan y obtienen clorhidrato de cocaína puro.
Las marcas de la coca, Colombia
Una balanza análoga es usada para pesar el permanganato de potasio, en el Putumayo de Colombia. Unas horas más tarde arrojará el peso de la pasta base obtenida después de mucha espera y varios meses de trabajo.
“Me acuerdo que, la primera vez que quimiquié, mi papá me regaló como siete arrobitas. Me fue bien y le seguí poniendo buen cuidado a mi papá y aprendí”, dice Mario. A él le gusta mucho esta parte del proceso de la hoja de coca, y en la vereda lo reconocen como un gran quimiquero.
Uno de los momentos más riesgosos de este proceso ocurre al separar la gasolina. Generalmente se usa una manguera corta a través de la cual se succiona la mezcla de ácido sulfúrico, agua y alcaloides, el agua de merca, con la boca. Es frecuente escuchar a los campesinos diciendo que una sola gota podría matarlos y que muchos han terminado en el hospital, donde no les queda de otra que admitir su trabajo para que les hagan lavados de estómago y les salven la vida. Además, durante el quimiqueo inhalan por varias horas los vapores de los químicos, lo cual puede causar irritación de todo el tracto respiratorio y, a largo plazo, insuficiencia respiratoria. El tratamiento médico es suministrar oxígeno; sin embargo, esto pocas veces ocurre porque los campesinos no acostumbran a visitar el hospital, así que pueden permanecer con un malestar que, con los años, se vuelve agudo.
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Recientemente, en los debates sobre políticas de drogas en el mundo, el enfoque de reducción de riesgos para hacer frente al consumo de sustancias psicoactivas ha tomado fuerza. El objetivo es disminuir, en la medida de lo posible, los daños asociados a esta práctica, reconociendo que el consumo es una realidad que no desaparece con la prohibición. Académicos como Magdalena Harris y Tim Rhodes, de la London School of Hygiene & Tropical Medicine, tuvieron la iniciativa de incorporar este enfoque a la investigación sobre producción de coca en Colombia. Pero en medio de la ilegalidad, la falta de infraestructura y la presencia ineficiente del Estado en estas zonas, parece muy difícil pensar en capacitaciones para el uso adecuado de agroquímicos, programas de salud ocupacional o seguridad en el trabajo para los cocaleros.
Ni siquiera para cultivos legales los campesinos obtienen asistencia técnica. Según Camilo Acero, investigador del Observatorio de Tierras, “los municipios tienen muy poca capacidad para ofrecer este servicio, y aún es peor para el cocalero porque, en principio, un funcionario no podría ir a asesorarlo sobre su cultivo ilegal”, dice, y señala que “las innovaciones, incorporación de nuevas técnicas o de nuevos productos se han hecho, pero no vía los canales institucionales, sino a partir del aprendizaje entre vecinos”.
“La asistencia técnica de nosotros es de campesino a campesino”, dice Mario. A las malas han aprendido a no fumar cerca de los laboratorios para evitar incendios o explosiones, y a recuperarse de las intoxicaciones con baños y remedios caseros. Sin embargo, nadie usa máscaras, gafas o trajes de protección al fumigar o quimiquiar. Y, como ellos mismos lo admiten, no es raro ver a alguien hacerlo sin camisa o sin zapatos. Muchos han perdido la vida o han quedado enfermos sin poder recuperarse, como Carlos, el padre de Omar. Así, de a poco, han heredado las técnicas, pero también los padecimientos y las consecuencias a largo plazo que aún desconocen. Los cuerpos de los más viejos apenas están reflejando las afectaciones de toda una vida trabajando en los cocales de Colombia.
Al caer la tarde de julio, luego de una extensa jornada de trabajo, Mario se sienta en una tabla ubicada bajo un árbol. amplio en la entrada de la casa, el lugar más fresco. De a poco el ambiente se va poniendo oscuro, se escuchan las chicharras y los mosquitos empiezan su furioso ataque, mientras Mario los espanta moviendo una camiseta de lado a lado. Lo acompañan dos amigos que conocen la vereda como la palma de su mano; amigos a quienes también juntó la coca en esta esquina ya poblada de la Amazonía, al suroeste de Colombia.
La “hora dorada”, le dicen algunos a ese momento de la tarde en que el sol está mostrando sus últimos rayos y refleja un color rojizo en las superficies. La hora de los recuerdos. Uno a uno, hacen memoria de cómo llegaron y van nombrando a los vecinos que están enfermos o que han tenido accidentes mientras trabajaban. Recuerdan dónde viven, cuáles son los nombres de sus hijos e hijas, o algún rasgo distintivo, a veces entre chistes o comentarios pesados. Cuando llega la noche, las risas se hacen también más silenciosas. Salen las luciérnagas como pequeños puntos brillantes en medio de la oscuridad del monte, y el revoloteo de los zancudos se vuelve insoportable.
Mario mira al horizonte y dice: “Yo he visto personas que no pueden fumigar porque ya les hace daño el veneno, pero entonces la persona no tiene de qué más vivir, no tiene nada, tiene que joder con eso, asumir el riesgo. Uno, así sepa que hay riesgo, la necesidad obliga a uno a buscar la forma de sobrevivir”
Ni siquiera para cultivos legales los campesinos obtienen asistencia técnica. Según Camilo Acero, investigador del Observatorio de Tierras, “los municipios tienen muy poca capacidad para ofrecer este servicio, y aún es peor para el cocalero porque, en principio, un funcionario no podría ir a asesorarlo sobre su cultivo ilegal”, dice, y señala que “las innovaciones, incorporación de nuevas técnicas o de nuevos productos se han hecho, pero no vía los canales institucionales, sino a partir del aprendizaje entre vecinos”.
“La asistencia técnica de nosotros es de campesino a campesino”, dice Mario. A las malas han aprendido a no fumar cerca de los laboratorios para evitar incendios o explosiones, y a recuperarse de las intoxicaciones con baños y remedios caseros. Sin embargo, nadie usa máscaras, gafas o trajes de protección al fumigar o quimiquiar. Y, como ellos mismos lo admiten, no es raro ver a alguien hacerlo sin camisa o sin zapatos. Muchos han perdido la vida o han quedado enfermos sin poder recuperarse, como Carlos, el padre de Omar. Así, de a poco, han heredado las técnicas, pero también los padecimientos y las consecuencias a largo plazo que aún desconocen. Los cuerpos de los más viejos apenas están reflejando las afectaciones de toda una vida trabajando en los cocales de Colombia.
Al caer la tarde de julio, luego de una extensa jornada de trabajo, Mario se sienta en una tabla ubicada bajo un árbol. amplio en la entrada de la casa, el lugar más fresco. De a poco el ambiente se va poniendo oscuro, se escuchan las chicharras y los mosquitos empiezan su furioso ataque, mientras Mario los espanta moviendo una camiseta de lado a lado. Lo acompañan dos amigos que conocen la vereda como la palma de su mano; amigos a quienes también juntó la coca en esta esquina ya poblada de la Amazonía, al suroeste de Colombia.
La “hora dorada”, le dicen algunos a ese momento de la tarde en que el sol está mostrando sus últimos rayos y refleja un color rojizo en las superficies. La hora de los recuerdos. Uno a uno, hacen memoria de cómo llegaron y van nombrando a los vecinos que están enfermos o que han tenido accidentes mientras trabajaban. Recuerdan dónde viven, cuáles son los nombres de sus hijos e hijas, o algún rasgo distintivo, a veces entre chistes o comentarios pesados. Cuando llega la noche, las risas se hacen también más silenciosas. Salen las luciérnagas como pequeños puntos brillantes en medio de la oscuridad del monte, y el revoloteo de los zancudos se vuelve insoportable.
Mario mira al horizonte y dice: “Yo he visto personas que no pueden fumigar porque ya les hace daño el veneno, pero entonces la persona no tiene de qué más vivir, no tiene nada, tiene que joder con eso, asumir el riesgo. Uno, así sepa que hay riesgo, la necesidad obliga a uno a buscar la forma de sobrevivir”
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