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jueves, 18 de julio de 2024

¿Qué adaptación al cambio climático necesitan las ciudades? por @CidobBarcelona


A pesar de que cientos de ciudades han declarado emergencias climáticas, hay pocas pruebas de que las medidas de adaptación al clima que han tomado y su intensificación hayan tenido éxito. Paralelamente a la adaptación, existe una clara necesidad de mitigar el cambio climático mediante la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Al explorar las sinergias y las compensaciones entre adaptación y mitigación, un tercer concepto –la resiliencia (y el pensamiento basado en la resiliencia)– ofrece una perspectiva que puede servir para analizar la adaptación y vincularla a la mitigación.

¿Cómo medir el éxito o la falacia de las adaptaciones al cambio climático en las ciudades? ¿Qué tipo de adaptación y a qué?

¿Adaptarse a qué? La creciente conciencia de los «riesgos compuestos»

Aunque parece que nos estamos acostumbrando a las alertas periodísticas en forma de «este verano ha sido el más caluroso de la última década», las primeras imágenes de las montañas españolas o italianas sin nieve durante todo el invierno, pero con ventiscas en junio, deberían concienciarnos de que las pruebas de los científicos según las cuales el Mediterráneo es la región que más rápido se calienta del mundo son algo que debería preocuparnos profundamente. Lejos de tratarse simplemente de un fenómeno meteorológico inusual, el calentamiento global está afectando a nuestras vidas de muchas formas. En primer lugar, conviene aclarar que el cambio climático no es un riesgo, sino un «multiplicador de riesgos», que afecta a nuestro entorno construido, nuestras rutinas cotidianas, nuestras economías y nuestra dependencia de recursos locales y lejanos.

Al margen de toda la literatura científica, los datos y las pruebas –que pueden ser demasiado especializados para el público general–, los gobiernos están tomando conciencia a nivel mundial de la necesidad de una normativa que exija a las organizaciones, empresas e inversores la «divulgación oficial de los riesgos climáticos»1. Esto debería llamar nuestra atención, porque significa que, por fin, el cambio climático y sus riesgos no son sólo un tema de preocupación, sino también una nueva normalidad que hay que abordar activamente en el curso de nuestros negocios, contratos o vidas. La Agencia Europea de Medio Ambiente (AEMA) acaba de publicar el primer informe de «Evaluación europea de riesgos climáticos» (2024). En este, resulta interesante comprobar que cada uno de los riesgos climáticos analizados en los cinco grupos (alimentación, ecosistemas, salud, infraestructuras y economía y finanzas) cuenta con una sección dedicada a las «cascadas de riesgo», en la que se destaca cómo cada riesgo está vinculado a una cadena de otras tensiones y vulnerabilidades (de las que depende nuestro sistema de soporte vital).

La aparición y el reconocimiento de lo que se denominan «efectos compuestos» (vínculos entre diferentes factores de cambio climáticos y no climáticos que culminan con un gran impacto sobre el clima) ya se mencionaban en 2014 en un informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés)2. Los incendios forestales que asolaron Portugal, España y Grecia en 2023, por ejemplo, fueron motivados por efectos compuestos de una ola de calor, un estrés prolongado de la vegetación, así como la negligencia humana en la gestión de los bosques y la agricultura, con el resultado de cientos de miles de hectáreas quemadas y dramáticas pérdidas socioeconómicas. Asimismo, como otro ejemplo, existe un riesgo compuesto en los alrededores de Barcelona, donde existe una economía que vive del turismo costero estival, dependiente de villas con piscinas privadas, que se encuentran próximas a playas densamente ocupadas y mal conectadas con las autopistas en una región que padece sequía y escasez de agua, y cuya vegetación está sometida a estrés. Estos modelos vulnerables de desarrollo socioeconómico son los ingredientes perfectos para que, ante una ola de calor o un incendio, se produzca un efecto compuesto tanto a corto como a largo plazo.

Sin embargo, mientras que el personal científico del IPCC centró más su atención en cómo interactúan los múltiples riesgos climáticos cuando abordaron los riesgos compuestos, otros trabajos científicos se enfocan en la interacción y los efectos en cascada entre los riesgos climáticos y muchas otras vulnerabilidades y riesgos ecológicos, económicos y socioculturales (Simpson et al., 2021). Ante esta complejidad, se hace necesaria una mejora urgente de las evaluaciones de los riesgos climáticos a escala internacional (Arribas et al., 2022), ya que «las limitaciones existentes en las actuales evaluaciones de los riesgos climáticos hacen que resulten inadecuadas para evaluar eficazmente la verdadera exposición de la sociedad y las empresas» (ibídem: 4326), especialmente cuando las leyes empiecen a exigir a las empresas y organizaciones la divulgación (y, por tanto, la valoración y evaluación) de los riesgos climáticos. Lo que estamos aprendiendo de la situación actual es que nuestra exposición a estos riesgos va más allá de los impactos de la lluvia, la sequía o las temperaturas. La AEMA (2024) afirma que los impactos climáticos comprometen la capacidad de las políticas de la UE para cumplir sus objetivos, ya que la mayoría de los ámbitos políticos están directa o indirectamente expuestos a riesgos climáticos, mientras que las políticas climáticas existentes son insuficientes para gestionar la mayoría de dichos riesgos.

¿Están las ciudades avanzando lo suficiente en materia de adaptación?

La comprensión de los avances en materia de adaptación y la elaboración de informes al respecto siempre ha sido un reto. Existen numerosas fuentes de información sobre el estado de la cuestión en materia de adaptación de las ciudades al cambio climático, desde la evaluación de la calidad de los planes climáticos hasta la integración de la gobernanza climática en las políticas urbanas, así como indicadores que miden los resultados de la implementación.

A partir de la que quizá sea la forma más sencilla de evaluar los avances, la investigación científica ha desarrollado distintos marcos de evaluación cualitativa de los planes climáticos. En Europa, por ejemplo, hay un grupo de más de 40 destacadas personalidades del mundo académico que colaboran a través de la iniciativa EURO LCP (Planificación Climática Local). Estos expertos han reunido la mayoría de los planes climáticos de las ciudades europeas (885) de 28 países y están realizando evaluaciones sistemáticas de su calidad. La última revisión exhaustiva de los 885 planes, realizada en 2018, puso de relieve una división norte-sur en cuanto a la calidad de los planes, que abordaban únicamente la mitigación (66%), únicamente la adaptación (26%) o tanto la mitigación como la adaptación (17%) (Reckien et al., 2018). En aquel momento, además de considerar la mitigación como el dominio principal de la acción climática frente a la adaptación o los enfoques integrados, también se observaba un patrón claro de correlación entre las grandes ciudades y la planificación de calidad (o, al menos, la presencia de un plan climático). El 80% de las ciudades de más de 500.000 habitantes contaba con una estrategia en este sentido, mientras que sólo un tercio de las ciudades más pequeñas (entre 50.000 y 100.000 habitantes) tenía un plan climático.

Según el estudio más reciente, de 2023, que utiliza el marco ADAQA (ADAptation plan Quality Assessment), la evolución de la calidad de los planes urbanos de adaptación al clima a lo largo del tiempo no es muy alentadora (Reckien et al., 2023). Aunque la mitad de los 327 planes analizados (que evalúan el progreso de la adaptación en esas ciudades entre 2005 y 2020) mejoraron en términos generales, se observa lo siguiente: primero, los aspectos de participación y seguimiento de los planes son, por lo general, muy débiles; segundo, la coherencia a la hora de conectar las vulnerabilidades y los objetivos de adaptación también fue escasa en la mayoría de ellos; y tercero, la atención prestada a los grupos más vulnerables disminuyó al analizar la implementación prometida por los planes. Este último aspecto es quizá el peor valorado, si lo miramos desde una perspectiva ética y política, ya que «los planes climáticos se centran más en los impactos y riesgos de los sectores e industrias vulnerables que en las necesidades de los grupos vulnerables de ciudadanos» (ibídem: 8).

Este panorama tan desalentador de la planificación climática (europea) ha recibido recientemente un impulso de las instituciones comunitarias mediante el establecimiento de políticas encaminadas a acelerar la acción a nivel local, contenidas en la Estrategia de Adaptación de la UE, introducida en 2021. Esta estrategia preparó el terreno para hacer de Europa el primer continente climáticamente neutral, mediante la Ley Europea del Clima, que convierte el objetivo de neutralidad climática para 2050 en una obligación legal vinculante para todos los estados miembros. Sin embargo, ¿qué se sabe de la implementación real de esta estrategia? Aparte de la literatura académica, el Informe 14/2023 de la AEMA titulado «Adaptación urbana en Europa: ¿qué funciona? La implementación de la acción climática en las ciudades europeas» arroja cierta luz sobre los dudosos resultados de la acción climática. Este informe de 230 páginas explora las soluciones de gobernanza, financieras, tecnológicas, físicas, basadas en la naturaleza y relacionadas con el conocimiento y el comportamiento, presentando las buenas prácticas existentes en toda Europa, pero también planteando hipótesis sobre cómo mejorar la acción climática, ya que todos los capítulos revelan con franqueza las limitaciones de las soluciones y los retos que plantea su intensificación. Aunque dicho informe señala el compromiso político sostenible, la gobernanza integrada y adaptable, el aprendizaje entre pares y la participación ciudadana, el uso eficaz del conocimiento y los datos, así como la financiación sostenida como condiciones favorables para la acción en materia de clima, en su conclusión afirma: «todavía nos faltan las herramientas para poder decir si se están haciendo verdaderos progresos o no y si el amplio abanico de acciones individuales que están tomando las ciudades están teniendo realmente un impacto a escala continental. Se está avanzando, pero está claro que aún no es suficiente» (AEMA 14/2023: 198).

Los aspectos técnicos de los retos que plantea el seguimiento de la adaptación y sus resultados son complejos, ya que se está debatiendo si este seguimiento debe hacerse a partir de indicadores de resultados en lugar de indicadores de productos; en este sentido, recientemente, se ha puesto en marcha la Plataforma Internacional sobre Métricas de Adaptación (IPAM, por sus siglas en inglés). Sin embargo, existe una reflexión más pertinente sobre las razones por las que la acción climática es tan difícil de implementar de forma eficaz, la cual está vinculada al concepto de «sociedad del riesgo» (como la denominaron Ulrich Beck y Anthony Giddens en los años ochenta del siglo pasado). A la luz de los mencionados riesgos compuestos y en cascada, y sabiendo que vivimos en una sociedad constantemente expuesta y vulnerable a riesgos multiescala, «¿qué o quién debe adaptarse a qué?». En otras palabras, y para ser más precisos, todos sabemos que es mejor adaptarse y solucionar la cascada de riesgos en su origen que abordar sus consecuencias y adaptarse a ellas; pero, a veces, esta última adaptación es un objetivo político a corto plazo preferible a aventurarse en el suicidio político que supone abordar las causas profundas de los problemas. A continuación, profundizaré en estas falacias de adaptación que amenazan la eficacia de la acción climática.

Adaptación, mitigación y «mala adaptación»: ¿por qué es tan fácil gestionar mal las dos caras de la misma moneda?

Si por un lado abordamos directamente la adaptación y sus retos, existe una forma más sencilla de hacer frente al cambio climático que, de hecho, fue cómo comenzó la acción climática hace unos 30 años: a través del concepto de sostenibilidad y mitigación del cambio climático (reducción de emisiones de gases de efecto invernadero). Como se señala en la revisión de los planes climáticos europeos (Reckien et al., 2018), la mayoría de ellos abordaban la mitigación. En la actualidad, al evaluar el objetivo de alcanzar la cifra de 100.000 millones de dólares de financiación climática al año en los países en desarrollo, la OCDE reveló en 2022 que sólo se habían recaudado 83.000 millones, de los cuales la financiación de la adaptación —que aumenta año tras año, de los 16.900 millones en 2018 a 20.300 millones en 2019 y 28.600 millones en 2020— sigue siendo insignificante en comparación con los 48.600 millones destinados a la mitigación. Pero ¿por qué comparamos y contrastamos mitigación y adaptación si ambas forman parte de la acción climática? Estos conceptos, y sus respectivas agendas, se lanzaron como objetivos separados dentro de la misma misión de lucha contra el cambio climático y, aunque el IPCC aboga por la integración desde 2008, la mayor parte de la acción climática sigue operando en compartimentos estancos.

El trabajo en compartimentos estancos, también reflejado por la Unión Europea (UE) a través de la creación de la Misión Ciudades Netas Cero3 frente a otra plataforma para la Misión Adaptación, revela el problema oculto de la coherencia política en la política climática: las compensaciones de la acción climática. Todo empezó cuando en 1999 Richard Klein definió por primera vez el concepto de «mala adaptación», destacando que alguna acción adaptativa específica puede aumentar, y no sólo disminuir, la exposición o vulnerabilidad a otros riesgos. Muchas personas del mundo académico se adhirieron a este concepto, y ahora existe una literatura que estudia los fallos de adaptación, destacando las siguientes situaciones: primero, una mala adaptación infraestructural como, por ejemplo, infraestructuras duras que evitan las inundaciones y ocasionan una serie de consecuencias medioambientales negativas para los ecosistemas locales, reduciendo los servicios ecosistémicos para las comunidades locales al tiempo que provocan una falsa sensación de seguridad, permitiendo a la población permanecer y crecer a largo plazo en lugares donde los riesgos de inundación aumentan y la comunidad se expone a crecientes peligros de fallo de las infraestructuras; segundo, una mala adaptación institucional como, por ejemplo, agricultores que se hacen dependientes de los seguros contra daños climáticos que cubren sus cosechas y pierden gradualmente sus habilidades para adaptar los cultivos; y, tercero, una mala adaptación conductual como, por ejemplo, cuando los individuos excavan un pozo para su propio beneficio, accediendo al agua dulce durante las sequías y mejorando su resiliencia, mientras exponen a otros a una creciente escasez de agua si muchas adaptaciones individuales siguen el mismo camino, contribuyendo además a reducir los niveles de las aguas freáticas y, por tanto, favoreciendo la penetración de agua salada y la crisis medioambiental (Schipper, 2020).

Otros ejemplos claros de compensaciones de la acción climática son las paradojas de que la mitigación induce una mayor exposición a las amenazas climáticas. Las políticas de biocombustibles en Brasil –una destacada estrategia de mitigación del cambio climático para la sustitución de los combustibles fósiles– conllevan una amplia deforestación debida a las plantaciones de caña de azúcar, sobre todo en zonas ecológicamente sensibles como la selva amazónica. La deforestación no sólo libera el carbono almacenado en los árboles, sino que reduce diversos servicios ecosistémicos, como la regulación del clima, el régimen de lluvias y la prevención de inundaciones, con la consiguiente pérdida de biodiversidad y el aumento de fenómenos meteorológicos extremos (Nepstad et al., 2014). Las centrales solares construidas en entornos áridos para producir energía renovable necesitan agua para limpiar los espejos y por tanto contribuyen a la escasez hídrica (Chelleri et al., 2014), y también el desarrollo hidroeléctrico es bien conocido por sus costes medioambientales. En la otra cara de la moneda, también son recurrentes las medidas de adaptación que suponen contrapartidas con las acciones de mitigación. Los sistemas de refrigeración para hacer frente a las olas de calor están aumentando las emisiones de carbono debido al uso de energía, al igual que las plantas desalinizadoras de agua para hacer frente a las sequías producen emisiones de carbono debido a la construcción de estas infraestructuras y a la energía necesaria para producir agua dulce, y lo mismo ocurre con los diques marítimos y los sistemas de defensa costera que utilizan materiales y técnicas de construcción intensivos en carbono.

Debido a la existencia de estas compensaciones, recientemente se ha desarrollado un marco analítico para evaluar el nivel de integración o conflicto entre la adaptación al cambio climático y su mitigación en los planes climáticos (Grafakos et al., 2019). Este marco se aplicó en la evaluación cualitativa de 147 planes integrados de adaptación y mitigación de ámbito europeo, y los resultados mostraron claramente que la mayoría de los planes alcanzaron un nivel moderado de integración, mostrando cierta valoración cualitativa de las sinergias entre adaptación y mitigación, mientras que carecían de una valoración sistemática de las posibles oportunidades de integración (Grafakos et al., 2020). Como se muestra a través de estos estudios científicos que recopilan las pruebas de la mala adaptación y las compensaciones entre adaptación y mitigación, los llamamientos a un enfoque integrado entre los dos objetivos son clarísimos y están bien definidos desde el Acuerdo de París de 2015 (el artículo 7 destaca la importancia de mejorar la capacidad de adaptación, reforzar la resiliencia y reducir la vulnerabilidad al cambio climático, reconociendo al mismo tiempo las sinergias entre adaptación y mitigación); el Informe Especial del IPCC sobre el Calentamiento Global de 1,5°C de 2018 (en el que se destaca la importancia de «las sinergias entre las estrategias de mitigación y adaptación para lograr un desarrollo sostenible y reducir los riesgos climáticos... [con] enfoques integrados [que] pueden proporcionar múltiples beneficios, como una mayor resiliencia, la reducción de las emisiones y la mejora de la salud y el bienestar»); el documento técnico del Comité de Adaptación de la CMNUCC4 de 2019 sobre los beneficios colaterales de la adaptación y de la mitigación; el Pacto Verde Europeo de 2019 y el Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres de Naciones Unidas (2015-2030).

La respuesta a la pregunta planteada en el título de este apartado (¿por qué es tan fácil gestionar mal las dos caras de la misma moneda?) podría ser algo tan simple como: «porque pensamos y trabajamos en compartimentos estancos». A continuación, se profundiza en esta cuestión proponiendo el pensamiento basado en la resiliencia como la solución no tan fácil para el desajuste entre adaptación y mitigación.

¿Puede el pensamiento basado en la resiliencia urbana ser la moneda de oro?

Existe una gran confusión cuando se habla de «resiliencia climática». De hecho, es difícil saber si se hace referencia a la adaptación o a la «acción climática» en términos genéricos, incluida la mitigación. Esta confusión se debe al significado metafórico de resiliencia, como sinónimo de «capacidades de adaptación». La mayoría de las veces se habla de resiliencia para referirse a la adaptación y, por tanto, a la adaptación climática. Sin embargo, también es muy cierto y lógico que para adaptarnos al cambio climático –y ser capaces no sólo de sobrevivir sino de adaptarnos a él a largo plazo– necesitamos adaptar nuestras vidas y economías, además de hacer frente a los impactos. Así que tenemos que luchar contra sus causas (las emisiones de carbono). De este modo, podría considerarse que la resiliencia climática es a la vez adaptación a corto plazo y mitigación como forma de adaptación a largo plazo. En otras palabras, si la adaptación es una cara de la moneda y la mitigación la otra, la resiliencia es la moneda entera.

Esta visión integrada e integradora de la resiliencia podría constituir tanto una promesa de una mejor armonización de adaptación y mitigación, como una palabra de moda que promueve la confusión. La característica clave de la resiliencia, y del pensamiento basado en la resiliencia, como principio rector hacia la integración es la amplitud de sus enfoques, entre los que deberíamos buscar la coherencia. Para ser más precisos, el pensamiento basado en la resiliencia como metáfora integral de las capacidades de adaptación representa al menos tres familias de enfoques operativos para la acción (como se muestra en la figura 1): en primer lugar, la recuperación y la solidez; en segundo lugar, las medidas de adaptación y, en tercer lugar, las medidas de transformación.


El primer enfoque de recuperación y solidez es el más relacionado con las respuestas a corto plazo, ante situaciones de emergencia o catástrofes. Se refiere a la construcción de un sistema robusto, capaz de hacer frente a acontecimientos perturbadores, resistirlos, reorganizarse rápidamente y adaptarse a las perturbaciones de sus infraestructuras, servicios o rutinas, garantizando al mismo tiempo la continuidad de la actividad económica. Se aplica después de producirse una catástrofe, pero también antes, como medida preventiva. Este enfoque se utiliza ampliamente en la resiliencia ante catástrofes y el objetivo es mantener el statu quo de las rutinas y los servicios.

En el caso de las medidas de adaptación, el segundo enfoque, el objetivo es proteger el sistema y garantizar un «espacio operativo seguro» durante el mayor tiempo posible. Algunos ejemplos de estas medidas son los diques o barreras móviles contra las inundaciones en los Países Bajos o Venecia, donde el riesgo de inundación se vigila expresamente y estas infraestructuras de adaptación intervienen cerrando las compuertas al agua en caso de amenaza de inundación del puerto o de la ciudad. Este enfoque se aplica a todas las acciones climáticas que persiguen una adaptación a los factores externos del cambio mediante la protección de bienes o rutinas sin cambiarlos. Los beneficios y resultados de este planteamiento son limitados en el tiempo cuando las presiones a largo plazo amenazan cada vez más el sistema hasta un punto en que estas adaptaciones ya no surten efecto, lo que no deja otra opción que el tercer enfoque.

Ha llegado el momento de cambiar. Este tercer enfoque a largo plazo reclama una transformación de las infraestructuras, las empresas y la sociedad, así como la modificación de los edificios, las estructuras y las rutinas para que la amenaza deje de ser un riesgo y se convierta en un elemento (olas de calor, inundaciones, etc.) con el que convivir. Ejemplos claros en este sentido son las casas flotantes de los Países Bajos, que representan transformaciones que ya no necesitan medidas de adaptación para proteger de las inundaciones a los edificios anticuados y vulnerables. Este planteamiento, desde luego, adopta una perspectiva amplia, ya que requiere cambios profundos y, por tanto, tiempo para que se produzcan, pero a la vez garantiza la resiliencia a largo plazo.

Si, por un lado, el concepto de resiliencia se refiere a todos estos enfoques de solidez/adaptación/transformación y los incorpora, cualquier implementación de la resiliencia podría potencialmente implicar compensaciones entre ellos, ya que trabajar en la solidez de una infraestructura impedirá su transformación, y trabajar en la transformación implicará, por supuesto, renunciar a la resiliencia de la infraestructura actual. Estas compensaciones de resiliencia (Chelleri et al., 2015) son naturales y forman parte de lo que se concibe como la «política» de la resiliencia urbana (Vale, 2014). Entonces, ¿cuál es la diferencia entre las compensaciones de la adaptación y mitigación del cambio climático y estas compensaciones de resiliencia? ¿Por qué la resiliencia podría ser el nuevo mantra que combina la adaptación y la mitigación?

Si la adaptación o la mitigación pueden potenciarse una a expensas de la otra, es imposible incrementar la resiliencia, que representa los tres enfoques, sin pensar en sus posibles compensaciones. Las posibles incoherencias internas entre solidez, adaptación y transformación deberían garantizar la implementación de la resiliencia, mediante la armonización e integración de sus propios enfoques. De hecho, actuar únicamente sobre la solidez resulta incompatible con la resiliencia a largo plazo (y, por tanto, con la supervivencia) de una ciudad. Tarde o temprano, si no se lleva a cabo la adaptación y la transformación, la ciudad se derrumbará bajo una presión creciente. Por otra parte, actuar únicamente sobre las transformaciones a largo plazo tampoco daría resultado ni aportaría resiliencia al sistema, ya que, sin mecanismos de respuesta a los choques y a las posibles perturbaciones a corto plazo, este acabaría fallando y derrumbándose antes de ver producirse la transformación. Por tanto, el aumento de la resiliencia de la ciudad debería consistir en mejorar las capacidades de respuesta (para resistir las perturbaciones a corto plazo), al tiempo que se crean adaptaciones que permitan a la ciudad disponer del tiempo suficiente para completar las transformaciones más a largo plazo, que requieren la creación de prototipos, la intensificación y cambios en el comportamiento de las personas y el modelo empresarial. Así pues, para llegar a ser resiliente no se puede elegir entre adaptación y mitigación.

De la teoría a la práctica: retos actuales de la adaptación y la resiliencia

Hace diez años, Charles Redman, director fundador de la Escuela de Sostenibilidad de la Universidad Estatal de Arizona, describió cómo los políticos siempre preferían la adaptación a corto plazo a la sostenibilidad o la transformación, porque ayuda a mantener el orden preestablecido sin cambiar las relaciones de poder (Redman, 2014). Muchas otras voces críticas del mundo académico compartieron esta opinión, destacando cómo los ámbitos políticos siempre favorecieron el pensamiento y los resultados a corto plazo, lo que dio lugar a enfoques de adaptación reactivos. Sólo recientemente, tras una década de críticas, ha surgido una tendencia a definir las «adaptaciones exitosas», dejando atrás la mala adaptación5.

Mientras se perfilan nuevos conceptos y definiciones de adaptaciones positivas, o exitosas, el reto de que la resiliencia sea reconocida como «la moneda de oro» que abarca la adaptación y la mitigación sigue siendo una batalla política por la legitimidad. De hecho, después de tanto trabajo realizado por el «programa Rockefeller 100 Ciudades Resilientes (ahora Resilient Cities Network) para establecer responsables de la resiliencia de las ciudades de todo el mundo» —convenciendo internamente a las instituciones de que la resiliencia no es sólo adaptación al cambio climático, sino una nueva forma de integrar las políticas urbanas— parece que la resiliencia aún tiene un largo camino por delante. Las paredes de los compartimentos estancos de los departamentos municipales siguen siendo impermeables a la incorporación de este enfoque transversal para reorganizar la gobernanza de las ciudades.

Como ocurre en muchas otras ciudades, si se analiza la resiliencia en Barcelona, por ejemplo, hay mucho que describir más allá de la adaptación o la mitigación per se. Gracias a la ley regional que establece centros locales para la promoción de cooperativas, empezaron a surgir muchas iniciativas de cohousing, de agricultura urbana, de transición energética a través de comunidades energéticas, de cooperativas que ofrecen alimentos ecológicos locales que rompen las largas cadenas de mercado, o de vecindarios que autogestionan el agua pluvial para hacer frente a la sequía, demostrando la capacidad de la ciudadanía para cogestionar recursos. Al mismo tiempo, Barcelona exhibe un diseño urbano moderno en sus espacios públicos a través de manzanas verdes que, si bien se ven cuestionadas por la gentrificación inducida, regulan mejor los microclimas locales y la escorrentía del agua, reduciendo la contaminación del tráfico y ofreciendo al mismo tiempo un lugar seguro para que las personas disfruten de la ciudad. Y debajo de estos espacios hay infraestructuras a prueba de riesgos gracias a la sala de control del Ayuntamiento de Barcelona, reconocida por la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR, por sus siglas en inglés) en 2013 como modelo a seguir en resiliencia de infraestructuras críticas.

Todos estos ejemplos diferentes contribuyen a reducir los riesgos climáticos a través de distintas respuestas, a veces de una forma que todavía no está coordinada (aunque potencialmente sean muy sinérgicas). El reto de la resiliencia a la hora de impulsar la adaptación y la mitigación es político, además de una cuestión de capacidades y aptitudes. Para aumentar la resiliencia y gestionar sus diferentes enfoques desde distintos ámbitos urbanos, es necesario capacitar a nuestras comunidades, industrias y mercados, y también a nuestros dirigentes políticos y profesionales. De hecho, resulta fácil elegir un riesgo y proponer una solución a corto plazo. En cambio, es más difícil abordar el riesgo combinado y actuar mediante el desarrollo de capacidades, coordinando las respuestas a corto y largo plazo, y recurriendo a distintos agentes del ámbito urbano para trabajar en sinergia sobre los factores de riesgo, de forma coordinada. Esto es lo que implica la resiliencia.

Tomado de:

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