CARLOS PADILLA ESTEBAN 05 de noviembre de 2016
Pienso
en los que amo, en aquellos que ya estarán con Jesús para siempre. Creo en ese
amor de Dios que es misericordia. En esa puerta que atraviesan los que yo
quiero. En esa esperanza que me sostiene al pensar en el reencuentro un día con
ellos.
Pido
por los que han partido. Y recuerdo a los que viven ya para siempre esa vida
eterna. Y también me pregunto: “Y yo, ¿quiero ser santo?”. Muchas
veces me confronto con mis límites.
Decía
el papa Francisco: “Dios te llama a transmitir esa vida, a crear
esperanza. A recibir misericordia y dar misericordia. Te llama a ser feliz. No
tengas miedo. Juégate toda la vida. La vida es así”. Sé que es así. Lo
creo con la cabeza. Pero el corazón se empeña en creer que la santidad es algo
lejano, elevado, puro, inalcanzable.
Y la
santidad es un camino al que me siento llamado. No sólo yo. Todos. Y no en
soledad. Acompañado de muchos. Los primeros cristianos se llamaban a sí mismos “los
santos”. Porque eran conscientes de que todos soñaban con la santidad,
caminaban hacia la santidad. No se fijaban en su imperfección. Veían la
santidad como una forma de vivir la vida.
Yo
también lo veo así. Sé que yo solo no puedo ser santo. Lucho y caigo, espero y
sufro, anhelo y me detengo. Soy capaz de lo mejor y de lo peor.
A
veces veo las cumbres. Como si de repente lograra tocar el cielo que se me abre
ante los ojos. Otras veces me veo en lo más hondo del valle, débil, roto,
herido. Soy el mismo que vuela alto y cae en lo más bajo. Capaz de lo
más sublime y de lo más terrible. Pero siempre en camino. Siempre luchando.
Porque
quiero ser feliz para siempre, quiero ser feliz hasta el fondo del alma. Lo
deseo. Aunque no logre asirlo para siempre. Sé que los santos me muestran algo
del cielo en la tierra. En su forma de mirar, de amar, de vivir.
“Sobre
todo afirmamos que sus vidas son una ventana hacia algo más. Mirándolos a
ellos, a lo que hicieron, dijeron y vivieron, a cómo amaron y curaron, a cómo
el evangelio ardió en sus vidas, podemos intuir al único que es realmente
santo, a Dios. La verdadera santidad no es una virtud de cumplimiento. No es la
perfección personal. No es una rareza imposible. Es la capacidad de, en la fragilidad
e imperfección propias, ser reflejo del Dios que sí es perfecto. Es ser capaz
de enamorarse de tal modo del Dios de Jesús que ese amor se convierte en pasión
que arrebata la propia vida”[1].
Ser
santo tiene que ver con mi capacidad de amar y dar la vida. Con el don que
tengo para echar raíces. Con la costumbre de amar en presente, de amar en la
intimidad del corazón que se abre. Ser santo no es una perfección
inalcanzable. Más bien tiene que ver con aspirar a lo más alto tropezando
muchas veces.
Decía
el padre José Kentenich: “San Bernardo experimentó que hay horas en las
que nos sentimos paralizados y experimentamos el elemento animal que hay en
nosotros con mayor intensidad que en los años de la juventud. En esos trances
el santo de Claraval solía decirse: ¿Ad quid venisti? ¿A
qué has venido? ¿Quieres pasarlo bien? ¿Quieres una
vida cómoda? ¿Has venido para rehuir las fatigas del mundo? ¡Bernarde!,
¿ad quid venisti?”[2].
Me
enciende siempre en el corazón esta pregunta de san Bernardo. En los momentos
de noche. En los momentos en los que la tristeza se hace fuerte. En los
momentos en los que tiembla el alma. En esos momentos el corazón se pone de
nuevo en pie.
Sí.
Aspiro de nuevo a lo más alto. Anhelo lo más grande. Lucho por lo más bello. No
me conformo con una vida mediocre. Me pongo en camino de nuevo. Es la misma
experiencia toda mi vida. En la noche brilla la luz de mi ideal, de mis sueños,
del amor de Dios en mi vida. Ese amor que me levanta para seguir luchando.
Creo
que ser santo no es ser perfecto. Más bien tiene que ver con estar unido a
Jesús, caminar en sus pasos, dejarme sostener por Él. Es más bien ser
hecho antes que hacer muchas cosas.
Creo
que la santidad tiene que ver con la alegría. Decía el P. Kentenich: “La
alegría también es un medio eficaz para alcanzar la santidad, para ser un
sacerdote santo. Podemos también sacar una conclusión básica: nuestro deber
moral consiste en educarnos a nosotros mismos y a los demás para la alegría”[3].
Educarme
en la alegría. No dejarme llevar por el ánimo de tristeza que me hace ver todo
con una tonalidad grisácea. Aspiro a hacer lo que Dios quiere. Me
gustaría saber escucharle más a Él en el silencio.
Miro a
María en el Santuario. Ahí está mi verdadera escuela de santidad. Decía el
Padre Kentenich: “La Alianza de Amor es igualmente un intercambio de
intereses. Que nuestros intereses se conviertan en los de la Santísima Virgen”.
María
me enseña a amar. Es una alianza para aprender a amar los
intereses de Dios, de los hombres. Me enseña a vivir descentrado. Centrado en
Dios. El que ama hace suyos los intereses de la persona amada.
La
santidad consiste en querer como propios los intereses de Dios. Consiste en
querer su voluntad como la mía propia. Es un misterio. Es un verdadero milagro
porque normalmente me aferro a mis deseos. Me empeño en mi camino y quiero
realizar mi plan personal diseñado en mi alma. Que aprenda a querer lo que no
es mío es obra del amor de Dios en mi vida, obra del Espíritu.
Sólo
puedo recorrer el camino de la santidad cuando he tocado con mis propias manos
el amor de Dios en mi vida. Ese amor que me hace quererme y aceptarme al ser
amado.
Los
santos comenzaron a ser santos a partir de una convicción que anidó con fuerza
en sus corazones: la convicción de saberse profundamente amados por Dios. Tal
como eran. En su alma tocaron la presencia salvadora de Aquel que los llamaba
por su nombre. Sólo puedo ser realmente de Dios si veo en Él un Padre que me
quiere con locura. Un Padre que me busca, me desea, me espera, me
abraza.
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