Javier Lafuente-MAOLIS CASTRO 20 de noviembre de 2016
Siempre
pensó que cuando la violencia golpeara a alguien cercano sentiría la necesidad
de irse de Venezuela.
Ese día llegó en mayo de 2015. Mataron a su tío. La reacción de Anna Maier fue
muy distinta a la que imaginaba. Se quedó. Esta periodista de 29 años, de madre
cubana exiliada del castrismo; que vivió en España dos años largos bailando
flamenco; que pasó seis meses en Nueva York, ha llegado a renunciar a la
residencia estadounidense. “¿Estás segura?”, recuerda que le repetía el
funcionario. El periódico digital en el que trabaja, El Estímulo, fue atacado esta semana. Dos hombres
armados entraron en la sede y atracaron a una veintena de personas. Se llevaron
material de trabajo. Les amedrentaron, pero no lo suficiente para hacer cambiar
de opinión a Maier. Su convicción sigue intacta: “Me quiero quedar porque creo
que puedo ayudar a cambiar algo, al menos a registrar lo que está pasando”.
Maier
es uno de esos jóvenes ”salmones”, como los describe su amiga Gabriela
González, de 34 años, también periodista, que han decidido nadar contra
corriente en las revueltas aguas de Venezuela. Pese a tener, o al menos poder
tener, la oportunidad de intentar salir. Como hicieron muchos de sus conocidos,
amigos, familiares… “Hay una razón romántica”, admite González: “Es un acto de
fe. Uno no puede abandonar los espacios, podemos ser generadores de cambio”.
Desde
1990 hasta 2016, 1,2 millones de venezolanos salieron del país. El sociólogo
Iván de la Vega, experto en migración, cree, no obstante, que la cifra puede
ser muy superior y alcanzar los casi 2,5 millones, según sus estudios, que
cotejan una decena de fuentes. Los servicios migratorios oficiales no ofrecen
muchos datos desde hace años para lograr una evaluación certera. “En 2010, el
68% de los emigraba para huir de la inseguridad, el resto se repartía entre la
polarización política y la merma en el mercado laboral. Tres años después, un
52% lo hacía por inseguridad, mientras que el segundo motivo obedecía a la
crisis económica. Se trata de una diáspora, por lo general, altamente
calificada o con estudios superiores. Son talentos que se están perdiendo, el
país se está descapitalizando”, explica De la Vega. Solo el 15%, según sus
estudios, ha regresado, ya sea porque no les ha ido bien o porque no se han
adaptado al nuevo destino. “El resto difícilmente lo hará porque conseguirá
mejores condiciones económicas, tranquilidad y paz, motivos que generan
arraigo”, razona.
Con
nada de eso seguramente cuenta Luvin Villasmil, un violinista de 29 años que,
sin embargo, ha encontrado oportunidades en el campo de la música, tanto para
actuar como para estudiar. “Tengo muchos amigos en el extranjero, genios, que
están haciendo cosas que no tienen nada que ver con la música. Aquí no voy a
vivir como un rico, pero puedo seguir con mis proyectos”, explica. Enfermo de
hemofilia, nota que cada vez le resulta menos fácil encontrar su factor, aunque
de momento no ha tenido problemas. “Hace dos años me lo daban en cajas, ahora
solo lo necesario”, dice, sin despegarse de la funda de su instrumento. Durante
la conversación, la pasada semana en un centro cultural de Caracas, todos
tienen sus bolsos encima de la mesa, bien agarrados.
“Estamos
viviendo un duelo, y para llevarlo tienes que naturalizarlo, pero hemos
naturalizado hasta la violencia y eso no lo podemos seguir permitiendo”,
lamenta Johana Robles, estudiante de Psicología y Filosofía en la Universidad
Central de Venezuela. La inseguridad es lo que más les golpea. Todos han
sufrido algún episodio violento. Gabriela recuerda cómo hace unas semanas, el
autobús en el que se movía fue asaltado y los pasajeros atracados. “Estamos en
un modo de supervivencia que también desarrolla un individualismo nada bueno”,
advierte. “La pregunta no debería ser por qué me quedo, sino por qué debo irme
de mi país. Esta generación ha perdido ya muchas oportunidades, no podemos
permitir que esta pandilla, por llamarlos de alguna manera, nos lo quiten
todo”, clama Robles.
La
mayoría de sus amigos viven fuera de Venezuela. Los grupos de WhatsApp y las
redes sociales les mantienen en permanente contacto virtual. “Yo me acostumbré
a que no estén”, asume Anna Maier. La manera de divertirse también ha cambiado.
Salir por la noche un fin de semana se ha convertido una odisea. Las fiestas en
las casas, hasta el amanecer, se han vuelto en la opción más rentable y segura.
También los planes durante el día. “Ahora, un chico te puede decir, ¿por qué no
subimos al Ávila?”, comenta entre risas Robles. Ella y Carlos Julio Rojas, el
último en unirse a la charla, recuerdan que tienen pendiente ir a una obra de
teatro. El problema es que empieza a las ocho de la noche, por lo que la vuelta
hay que hacerla en taxi. Eso aumenta el costo del plan. “Agarrar camioneta es
guillotina”, dice ella sobre los buses.
El
sociólogo Tomás Páez no duda en que esta diáspora continuará. “La mayoría se ha
ido por causas asociadas al Gobierno. Todos tienen disposición de ayudar, pero
eso no significan que vaya a volver”, explica. Las familias no les frenan: “No
es extraño escuchar en el aeropuerto a muchos padres decir sobre que hijos:
‘Prefiero despedirlo en el aeropuerto que en el cementerio”.
Lo
sabe bien Carlos Julio, que se define como “alguien de izquierdas que nunca ha
estado de acuerdo con el Gobierno”. Activista político de 32 años, vecino del
barrio de La Candelaria, en el centro de Caracas, fue detenido en enero de 2015
por hacer unas declaraciones sobre las interminables colas que se forman en los
mercados. “Si corres te disparamos”, le dijo un policía. Aquellos cinco días
hasta recobrar la libertad fueron casi definitivos. Pensó en marcharse. Su
mejor amigo, Conan Quintana, le convenció para quedarse. “Me decía que
aguantara, que esto cambiaría pronto”, recuerda.
Unos
meses después de aquella conversación, a Quintana, líder estudiantil, le
descerrajaron dos tiros
–Irme
después de eso tendría algo de cobardía, admite su amigo. Lo que me mantiene en
Venezuela es el deseo de cambiar.
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