Por Mario Moronta R
La aguda crisis que
atraviesa el país y golpea a todos los habitantes de Venezuela ha exigido que
se apele a facilitadores para un posible diálogo entre los diversos factores
políticos de la oposición y del gobierno. No pocos de aquellos opositores que
pidieron la intervención de El Vaticano y, por tanto, del Papa, ahora no lo
quieren; muchos de quienes dentro del oficialismo también lo sugirieron, ahora
tampoco lo quieren. Esto hace difícil el asunto: quienes así piensan –y lo han
hecho sentir por medio de las redes sociales- se expresan muy ofensiva o
despectivamente del Papa y de El Vaticano, así como de la Iglesia. En el fondo
no habían entendido que los puentes necesarios para elaborar un diálogo no
significaban que quienes intervenían como representantes del Papa no debían
tomar posición a favor de unos o de otros. Esto ha hecho que quienes se dejan
llevar sólo por las informaciones transmitidas por las redes sociales y otros
medios alternativos lleguen a dudar, a ofender y hasta sugerir vías nada
humanas.
Agrava la situación las
declaraciones de Mons. Celli, enviado del Papa Francisco: “Si fracasa el
diálogo nacional entre el gobierno venezolano y la oposición, no es el papa
sino el pueblo de Venezuela el que va a perder, porque el camino podría ser el
de la sangre”. Esto es de una suma gravedad, que nos obliga a todos a pensar
seriamente lo que está en juego: no sólo la estabilidad política del país, sino
la paz y la fraterna convivencia de los habitantes de Venezuela. Si a esto se
une los deseos de violencia en diversos grupos tanto del oficialismo como de la
oposición, ciertamente que nos encontramos ante un panorama
nada halagüeño.
Es necesario, para poder
seguir adelante revisar lo que significa el diálogo. No es un ejercicio de
retórica, o una posibilidad de acuerdos y connivencias… es mucho más que eso.
El magisterio pontificio reciente nos da unas pistas para entender lo que
significa el diálogo y las condiciones que se requieren para asumirlo,
realizarlo y hacerlo fructificar.
En el siglo pasado, en medio
de una década donde se realizaron eventos importantes como el Concilio Vaticano
II, recién nombrado Papa, Pablo VI habló magistralmente acerca del diálogo y lo
propuso como uno de los mayores desafíos que tenía la Iglesia en los tiempos
actuales. Sus propuestas tienen una gran vigencia hoy: En su Carta Encíclica
ECCLESIAM SUAM, Pablo VI propone para la Iglesia y la humanidad, el camino del
diálogo. Más aún, lo hace suyo. “La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el
mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace
mensaje; la Iglesia se hace coloquio” (n. 27). Desde este horizonte, la Iglesia
se presenta como ejemplo para todos: es capaz de dialogar con el mundo, con los
otros creyentes y dentro de sí misma. El diálogo es vital para la Iglesia y es
un estilo propio de todo ministerio eclesial, herencia de tantos siglos de
historia (cfr. N. 27).
La Iglesia puede y debe dialogar
por ser servidora de la humanidad, como bien lo deja ver el Papa Pablo VI en
Ecclesiam Suam 35: “Nadie es extraño a su corazón. Nadie es indiferente a su
ministerio. Nadie le es enemigo, a no ser que él mismo quiera serlo. No sin
razón se llama católica, no sin razón tiene el encargo de promover en el mundo
la unidad, el amor y la paz”. Con estos elementos fundamentales para la
actuación de la Iglesia, ella está llamada a ser puente y no a edificar muros,
como lo suele repetir el Papa Francisco.
El diálogo, por otra parte,
según el magisterio de Pablo VI debe ser asumido con algunas características
irrenunciables: Estas las encontramos también en Ecclesiam Suam, 31:
1) La claridad ante todo: el
diálogo supone y exige la inteligibilidad: es un intercambio de pensamiento, es
una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría
este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad
y cultura humana…
2) Otro carácter es, además,
la afabilidad, la que Cristo nos exhortó a aprender de El mismo: Aprended de Mí
que soy manso y humilde de corazón; el diálogo no es orgulloso, no es hiriente,
no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la
caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es un mandato ni una
imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso.
3) La confianza, tanto en el
valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del
interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus
por una mutua adhesión a un Bien, que excluye todo fin egoístico.
4) Finalmente, la prudencia
pedagógica, que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del
que oye”. Esto permite concluir con Pablo VI: “Con el diálogo así realizado se
cumple la unión de la verdad con la caridad y de la inteligencia con el amor”.
El diálogo conlleva un
riesgo por parte de todos los participantes: “La dialéctica de este ejercicio
de pensamiento y de paciencia nos hará descubrir elementos de verdad aun en las
opiniones ajenas, nos obligará a expresar con gran lealtad nuestra enseñanza y
nos dará mérito por el trabajo de haberlo expuesto a las objeciones y a la
lenta asimilación de los demás. Nos hará sabios, nos hará maestros”. (E.S. 32).
Pablo VI advierte acerca de
la necesidad de un diálogo sincero que apunté a la paz social: “como método que
trata de regular las relaciones humanas a la noble luz del lenguaje razonable y
sincero, y como contribución de experiencia y de sabiduría que puede reavivar
en toda la consideración de los valores supremos. La apertura de un diálogo
—tal como debe ser el nuestro— desinteresado, objetivo y leal, ya decide por sí
misma en favor de una paz libre y honrosa; excluye fingimientos, rivalidades, engaños
y traiciones; no puede menos de denunciar, como delito y como ruina, la guerra
de agresión, de conquista o de predominio, y no puede dejar de extenderse desde
las relaciones más altas de las naciones a las propias del cuerpo de las
naciones mismas y a las bases tanto sociales como familiares e individuales,
para difundir en todas las instituciones y en todos los espíritus el sentido,
el gusto y el deber de la paz” (Ecclesiam Suam 39).
Cincuenta años después, el
Papa Francisco tiene la decisión de retomar el diálogo como un auténtico camino
pedagógico para la paz a todos los niveles. Así lo hace sentir en el apartado
IV de EVANGELII GAUDIUM: El diálogo social como contribución a la paz.
Francisco lo enmarca dentro de la misión evangelizadora de la Iglesia (cf. E.G.
238), pero para poder lograrlo se necesita una conversión, un cambio de
mentalidad y propiciar una cultura del encuentro: “Es hora de saber cómo
diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la
búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una
sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones” (E.G. 239). Si no se produce el
encuentro antes y durante el diálogo, cualquiera que sea su forma, no se podrá
obtener los resultados propios.
La Iglesia motiva y acompaña
el diálogo en determinados momentos, como el que se vive en Venezuela, pero con
la conciencia de que es facilitadora. Por eso, es bueno tener en consideración
el aporte del Papa. Sin embargo, es necesario y urgente promover a un protagonista
fundamental: el mismo pueblo, la gente. “El autor principal, el sujeto
histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una
fracción, un grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para
unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un
sentimiento colectivo. Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto
social y cultural” (E.G. 239).
Y hoy, en nuestro país, es
necesario tomar cuenta a la gente a la hora del diálogo. No se pueden sentar representantes
del gobierno y de la oposición a discutir sobre unos temas determinados de
propio interés. En el fondo, lo que se está discutiendo en ellos es el “poder”.
Cada uno manifiesta su ansia de poder: unos porque no lo quieren perder, otros
porque lo quieren tener…y se olvidan de muchas cosas. Ciertamente que los temas
propuestos son importantes (el referéndum, los presos políticos, la agenda
electoral, etc.…); mas no han aparecido los problemas urgentes que la gente
quiere que se les resuelva: el gobierno no acepta que haya crisis social y
humanitaria, no aparecen propuestas que apunten a atender los clamores de la
gente, como el hambre y la indefensión en muchos campos. Da la impresión de que
a quienes se han sentado (y los que no), en el fondo no les interesa sino sus
propios puntos de discusión.
Hoy la dirigencia vuelve a
estar en la acera de enfrente, sin detenerse a escuchar y hacer suyos los
clamores de la gente: desde la falta de insumos alimentarios y medicinales
hasta el alto costo de la vida, desde la inseguridad hasta el
desabastecimiento, desde la desilusión hasta la frustración. El diálogo no debe
ser sólo para atender situaciones de tipo político (importantes y urgentes para
resolver), sino para poder abrir puertas a la reconciliación, al protagonismo
del verdadero sujeto social, como lo es el pueblo.
Esto conlleva algo
importante indicado por el Papa Francisco el pasado año en Bolivia, durante el
encuentro con los movimientos populares: “Ese arraigo al barrio, a la tierra,
al oficio, al gremio, ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del
día a día, con sus miserias, porque las hay, las tenemos, y sus heroísmos
cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas
o conceptos sino a partir del encuentro genuino entre personas. Necesitamos
instaurar esta cultura del encuentro, porque ni los conceptos ni las ideas se
aman. Nadie ama un concepto, nadie ama una idea; se aman las personas. La
entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y
ancianos, pueblos y comunidades… rostros, rostros y nombres que llenan el
corazón. De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las
periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por
subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán
bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo”.
De verdad que a muchísimos
han asustado y preocupado las palabras de Mons. Celli, sobre un posible fracaso
del diálogo. Es necesario que, entonces, sea tomado en cuenta y se den los
pasos para buscar el camino común necesario no sólo para salir de la crisis. El
gobierno y el oficialismo deben atender los clamores de la gente; la oposición,
de igual modo. Y ambos factores políticos deben buscar en el consenso las
soluciones reales para salir adelante. No es el ansia de poder, en sus diversas
expresiones, lo que ha de predominar. ¡Qué bueno sería incorporar
representantes de las bases sociales, en sus variadas manifestaciones, para
escucharlos! Y, que de parte y parte haya el compromiso de erradicar la
violencia, tanto verbal como física.
El Papa, en el reciente
encuentro con los movimientos populares en Roma, citaba unas palabras de Martin
Luther King. Ellas nos pueden ser útiles para entender cuáles han de ser los
frutos de todo diálogo en beneficio del país, sobre todo con el compromiso de
abandonar todo tipo de violencia: “Odio por odio sólo intensifica la existencia
del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te
devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se
llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien
debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es
la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal”. Y hoy en
Venezuela, se necesitan personas fuertes que puedan vencer la cadena del mal y
construir, en diálogo fraterno, la Venezuela que todos de verdad queremos.
* Obispo de San
Cristóbal.
15-11-16
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